Andanzas y lecciones de Don Quijote (36): el doctor Pedro Recio de Tirteafuera

En el sermón del monte Jesús beatifica a los pobres y a los que tienen hambre y sed de justicia.

27 DE OCTUBRE DE 2022 · 08:00

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Imagen de Ting Tian, Unsplash.

Llevaron a Sancho a un suntuoso palacio donde en una sala habían dispuesto una mesa con los más variados y ricos manjares. Tomó asiento Sancho. A su lado se puso un personaje que dijo ser médico. Tenía una varilla de ballena en la mano. Sancho anticipaba el regalo que había de hacer a su estómago con aquella diversidad de platos. El maestresala le presentó un primer plato de fruta. Apenas hubo probado bocado, el médico tocó con la varilla y rápidamente le retiraron el plato. El maestresala le llevó otro manjar. Antes que Sancho lo gustase, el médico ordenó que lo retiraran.

Sancho quedó suspenso y preguntó si aquello era un juego de manos.

Interviene el de la varilla: “No se ha de comer, señor gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernador. Yo, señor, soy médico y miro por su salud mucho más que por la mía; y lo principal que hago es asistir a sus comidas y cenas y a dejarle comer de lo que me parece que le conviene y a quitarle lo que imagino que le ha de hacer daño”.

Poco convencido, Sancho observa: “Aquél plato de perdices que están allí asadas, y, a mi parecer, no me harán daño alguno”.

De esas perdices no comerá el señor gobernador en tanto que yo tenga vida, respondió el médico.

Impaciente, hambriento, Sancho argumenta: “Vea el doctor de cuantos manjares hay en esta mesa cuál me hará mas provecho y cuál menos daño, y déjeme comer del sin que me le apalee; porque por vida del gobernador, y así Dios me le deje gozar, que muero de hambre, y el negarme la comida, aunque le pese al señor doctor y él más me diga, antes será quitarme la vida que aumentármela”.

Siempre pretendiendo cuidar la salud de Sancho el médico agrega: “Es mi parecer que vuestra merced no coma de aquellos conejos guisados que allí están, porque es manjar peliagudo. De aquella ternera, si no fuera asada y en adobo, aún se pudiera probar; pero no hay para qué”.

Señala Sancho: “Aquel platanazo que está mas adelante vahando me parece que es olla podrida, que por la diversidad de cosas que en las tales ollas podridas hay, no podré dejar de topar con alguna que me sea de gusto y de provecho”.

Absit –lejos de ti– dijo el médico. No hay cosa en el mundo de peor mantenimiento que una olla podrida.

Sancho, colérico, no puede más con el hambre que el médico le impide saciar y mirándolo de hito en hito y con voz grave le pregunta cómo se llamaba y dónde había estudiado.

Responde el galeno: “Yo, señor gobernador, me llamo el doctor Pedro Recio Agüero, y soy natural de un lugar llamado Tirteafuera, que está entre Caracuel y Almodovar del Campo, a la mano derecha, y tengo el grado de doctor por la Universidad de Osuna”.

Las palabras más bellas del diccionario carecen de sentido cuando se tiene hambre. Esto explica la reacción de un furioso Sancho Panza a los apuntes biográficos del médico: “Pues señor doctor Pedro Recio de Mal Agüero, natural de Tirteafuera, lugar que está a la derecha mano como vamos de Caracuel a Almodovar del Campo, graduado en Osuna, quíteseme luego delante, si no, voto al sol que tome un garrote y que a garrotazos, comenzando por él, no me ha de quedar médico en toda la ínsula, a lo menos de aquellos que yo entienda que son ignorantes; que a los médicos sabios, prudentes y discretos los respetaré, los reverenciaré y les honraré como a personas divinas y vuelvo a decir que se me vaya, Pedro Recio, de aquí; si no, tomaré esta silla donde estoy sentado y se la estrellaré en la cabeza, y pónganlo en mi cuenta, que yo me descargaré con decir que hice servicio a Dios en matar a un mal médico, verdugo de la república. Y denme de comer, o si no, tómense su gobierno, que oficio que no da de comer a su dueño no vale dos habas”.

Se alborotó el doctor al ver tan colérico a Sancho. Quiso salir de la sala pero en aquél instante sonó una corneta de posta en la calle y entró un mensajero con un correo del duque. El correo, otra infame burla del poderoso señor, advertía al gobernador que enemigos suyos y de Sancho estaban planeando un atentado contra la ínsula. Poco caso hace Sancho. El sigue a lo suyo, dice al mayordomo que lo que se debe hacer pronto es “meter en un calabozo al doctor Recio”. Añade: “Si alguno me ha de matar ha de ser él, de muerte lenta y pésima, como es la del hambre”.

El maestre sala le dice que las monjas le han llevado una serie de ricos manjares, pero ni siquiera los prueba, “porque detrás de la cruz está el diablo”.

No lo niego –respondió Sancho–, y por ahora denme un pedazo de pan y obra de cuatro libras de uvas, que en ellas no podrá venir veneno, porque, en efecto, no puedo pasar sin comer, y si es que hemos de estar preparados para estas batallas que nos amenazan, menester será estar bien mantenidos, porque tripas llevan corazón, que no corazón tripas”.

¡Pobrecito Sancho, abusado hasta el punto de negarle la comida! ¡Pobrecito y humilde, conformándose con pan y uvas después de haber tenido a su alcance variados y exquisitos manjares que nunca llegó a probar!

El hambre que pasó Sancho siendo gobernador de la ínsula Barataria, que ocupa parte del capítulo 47 en la segunda parte del Quijote, me lleva a unas consideraciones sobre al hambre en la Biblia. La Sagrada Escritura presta atención al hambre como necesidad fisiológica del individuo falto de nutrición y como calamidad colectiva que en determinadas circunstancias padecen los pueblos.

En la época de los patriarcas la plaga del hambre se debía a la falta de lluvia, como ocurrió en Canaán y en el fértil Egipto. Otras veces el hambre era consecuencia de las guerras que devastan los países, como ocurrió en España durante y después de la guerra incivil que azotó el país entre 1936 y 1939, o como la padecieron pueblos de Europa a raíz de la última guerra mundial, 1941-1945.

En algunos casos el hambre tiene en la Biblia valor de prueba. Después de vagar el pueblo hebreo 40 años por el desierto Jehová quería saber qué había en su corazón, si guardaría o no sus mandamientos. Para ello lo afligió y le hizo tener hambre (Deuteronomio 8:2-3).

La imagen del hambre que presenta el Nuevo Testamento está dibujada con rasgos del Antiguo. En el sermón del monte Jesús beatifica a los pobres y a los que tienen hambre y sed de justicia. En un discurso a los discípulos, Cristo les dice: “Yo soy el pan de vida; el que a mi viene, nunca tendrá hambre” (Juan 6: 35). Refiriéndose a los tiempos eternos en la presencia del trono y del Cordero, el Apocalipsis dice que los elegidos “no tendrán hambre ni sed” (Apocalipsis 8: 16).

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