Andanzas y lecciones de Don Quijote (22): los azotes de Sancho

En este capítulo XXXV, segunda parte del Quijote, Cervantes roza el libre albedrío del ser humano. La libertad de elegir un camino u otro.

16 DE JUNIO DE 2022 · 12:08

Acuarela de Sancho Panza por Salvador Tusell, para un edición de El Quijote. / Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla, Wikimedia Commons.,
Acuarela de Sancho Panza por Salvador Tusell, para un edición de El Quijote. / Fondo Antiguo de la Biblioteca de la Universidad de Sevilla, Wikimedia Commons.

Dejamos el capítulo XXXIV en esta segunda parte de la novela con el sonido de una agradable música que serenaba el corazón del grupo cercano: Los duques, Don Quijote y Sancho.

Habían pasado tres carros llevando Alquife, Arcalanos y Ligandeo, tres supuestos sabios y encantadores. Aparece otro carro tirado por seis mulas pardas. Cervantes apunta que el carro era dos veces, tal vez tres mayor que los otros. En un levantado trono iba sentada una ninfa, “vestida de mil velos plata”. Tras el velo que le cubría el rostro se podía distinguir a una hermosa doncella que no llegaba a veinte años ni bajaba de diez y siete. Junto a la hermosa mujer iba una figura de hombre que cubría la cabeza con un velo negro. Al llegar a la altura de los duques y Don Quijote cesó la música. El extraño personaje se levantó, apartándose la ropa y quitándose el velo, dejando al descubierto un rostro que parecía “la misma figura de la muerte, descarnada y fea, de que Don Quijote recibió pesadumbre, Sancho miedo y los duques hicieron un sentimiento temeroso”. Con voz algo dormida comenzó a decir:

“Yo soy Merlín, aquél

que las historias dicen

que tuve por mi padre

al diablo, príncipe

de la Mágica y monarca

y archivo de la ciencia

zoroástica”.

Merlín aparece por vez primera en la cueva de Montesinos, cuyas hazañas quijotescas se cuentan a lo largo de tres capítulos, segunda parte de la novela: XXII, XXIII y XXIV. Montesinos entretiene a Don Quijote con historias de encantamientos, entre otras las del sabio francés Merlín “que dicen que fue hijo del diablo”, a lo que comenta Don Quijote: “Lo que yo creo es que no fue hijo del diablo, sino que supo, como dicen, un punto más que el diablo”. Afirma Damién Estades Rodríguez que a Merlín le llamaban el Escocés y también el Hechicero. Añade que su existencia es más legendaria que real.

¿Qué hace Merlín en aquel lujoso carro, vestido de aquella manera, acompañado de la bella ninfa? Parando el carro frente a donde Don Quijote estaba, inicia un discurso lisonjero en el que eleva la gloria del Caballero hasta el tercer cielo: “¡Oh varón como se debe por jamás alabado!; a ti, valiente juntamente y discreto Don Quijote de la Mancha, esplendor de España estrella”.

A continuación dice al Caballero de los Leones que después de haber revuelto cien mil libros de su ciencia endemoniada, ha encontrado la forma de desencantar a Dulcinea del Toboso: “Que Sancho se dé tres mil azotes y trescientos en ambas sus valientes posaderas, al aire descubiertas, y que le escuezan, le amarguen y enfaden”.

Sancho Panza, que todo lo escuchaba, reaccionó como si todos los demonios del infierno le persiguieran. Dijo: “¡Voto a tal! No digo yo tres mil azotes; pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¿Yo no sé que tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera cómo desencantar a Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!”.

Oyendo lo cual, le recriminó Don Quijote: “Tomaros he yo, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió, y no digo yo tres mil y trescientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados, que no se os caigan a tres mil y trescientos tirones. Y no me repliques la palabra, que os arrancaré el alma”.

Si el diablo tiene alma, la de Merlín se enterneció al escuchar las amenazas de Don Quijote a su escudero. Sintiéndose culpable, volvió a tomar la palabra y dijo a Don Quijote: “No ha de ser así; porque los azotes que ha de recibir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere; que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redimir su vejación, puede dejar que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada”.

Ni todos los diablos y demonios que habitan el infierno eran bastantes para convencer a Sancho, quien respondió al mago Merlín: “Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar; a mí no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí que es parte suya; pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero ¿azotarme yo? Abernuncio”.

¡Surge la sorpresa!

La bella doncella que acompañaba al mago Merlín se alza del asiento que ocupaba en el carro y se enfrenta a Sancho con un violento discurso. Se identifica como Dulcinea encantada y llama a Sancho “miserable y endurecido animal”, que se niega a los azotes salvadores. Añade la fingida Dulcinea: “Pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz, y si por mi no quieres ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu lado tienes: Por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta”.

Acabado el largo parlamento de quien dice ser Dulcinea encantada, preguntó la duquesa a Sancho: “¿Qué decís vos a esto? Digo, señora –respondió Sancho– lo que tengo dicho: que los azotes, abernuncio”.

Interviene el duque: “Pues en verdad, amigo Sancho, que si no os ablandáis más que una breva madura, que no habréis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas! En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o no habréis de ser gobernador”.

La amenaza del duque doblega un tanto la voluntad de Sancho. Pide dos días para pensarlo. Merlín, que se hallaba presente, se opone al plazo solicitado: “No, en ninguna manera: Aquí, en este instante y en este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio: o Dulcinea volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino estado de labradora”.

El corazón de Sancho se enternece. Pero pone sus condiciones: “Soy contento de darme los tres mil y trescientos azotes, con condición que me los tengo que dar cada y cuando que yo quisiere”.

“Apenas dijo Sancho estas palabras, Don Quijote se colgó de su cuello, dándole mil besos en la frente y en las mejillas”.

En este capítulo XXXV, segunda parte del Quijote, Cervantes roza el libre albedrío del ser humano. La libertad de elegir un camino u otro. En un acto que no se corresponde con su condición de diablo autoritario, Merlín afirma que “los azotes que ha de recibir Sancho han de ser por su voluntad”. El mismo Sancho, al consentir en los azotes, dice que se los ha de dar cada y cuando que él quisiere, sin que le pongan tasa en los días ni en el tiempo.

Escribiendo desde una perspectiva cristiana, el ruso Tolstoi dice que cada persona posee la facultad de servir a Dios o no servirle.

Esto es el libre albedrío, interpretado desde un punto de vista religioso. Para la Biblia, la voluntad humana es libre y responsable, no está impuesta por Dios, aunque si advertida. A través de Moisés Dios dice a todos los habitantes del mundo: “Yo he puesto delante de ti la vida y el bien, la muerte y el mal” (Deuteronomio 30:15). La vida es salvación. La muerte es condenación. Otra prueba del libre albedrío y del respeto a la voluntad humana nos la da Cristo cuando dice a los discípulos: “Sí alguno quiere venir en pos de mi, niéguese a si mismo, tome su cruz cada día, y sígame” (Lucas 9:23). Estas palabras de Jesús tienen un sentido vital. Seguir a Él no es una imposición, es una opción. El empleo del verbo transitivo seguir indica voluntariedad, libre albedrío, disposición de la voluntad humana en uno u otro sentido. Como lo indicó el mago Merlín a Don Quijote, Sancho era libre para azotarse o no hacerlo. Igualmente el ser humano es libre para creer en Dios o para rechazarlo.

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