Pulmones endurecidos, corazones de piedra
Tímidamente empiezan a verse determinados gestos prosociales hacia los afectados por la situación, pero lo que se sigue palpando en el ambiente es un terrible egoísmo.
21 DE MARZO DE 2020 · 11:00
Pensaba en estos días atrás, con todo este lío del coronavirus, en la curiosidad de la siguiente cuestión: uno de los síntomas y consecuencias principales que produce, dicho de forma simplona, es el endurecimiento de los pulmones. Sin embargo, con todo y que vamos viendo pequeños cambios en el talante de las personas frente a esta crisis, lo que se ha puesto más de manifiesto precisamente de manera paradójica, aunque no parece preocuparnos demasiado, es que el corazón del ser humano, de manera natural, no es blandito, sino de pura piedra. Si no lo sabíamos, ahora nos queda bastante más claro. No hay como que un virus entre en nuestra vida para que se destape lo peor de nosotros.
Voy a ser, quizá, más directa de lo que gustará a algunos, y lo asumo. Probablemente parezca hasta desagradable, y lo voy a ser, pero la situación lo requiere. Y es que lo que diré no va a ser más desagradable que la realidad que describo y que me repugna, porque no dejo de ver a muchísima gente aún, y cuando digo gente digo personas, familias, empresas, comunidades autónomas, partidos, países y demás manifestaciones posibles de gente en formato individual o colectivo, absolutamente ensimismados y absorbidos, preocupados y abducidos por su propia legaña, que es lo único que ven. Hay cosas en estos días tan oscuros que, con solo mencionarlas, ya resultan repulsivas. Hay temas de los que ahora es obsceno hablar, pero cierto tipo de persona es no solo insensible a estas cosas, sino que le resbala absolutamente.
Tímidamente empiezan a verse determinados gestos prosociales hacia los afectados por la situación, pero lo que se sigue palpando en el ambiente es un terrible egoísmo. Esos gestos de cada uno de nosotros llegan tarde. Porque ninguno nos preocupamos lo suficiente cuando esto afectaba solo a China y nadie más. Incluso aunque ahora nos hayamos subido a cierto carro solidario, lo hemos hecho porque nos salpica. Y la compasión hacia uno mismo no sé si es de tanta calidad como la que deberíamos tener hacia los demás, sálvese quien pueda. Eso es lo que el coronavirus y su expansión han puesto de relieve para vergüenza de todo el mundo.
Todavía no ha cambiado nada lo suficientemente en nosotros como para que compartir el evangelio sea más fácil.
Cada cual arrima el ascua a su propia sardina. En la defensa de su propio derecho se ponen en riesgo permanentemente los derechos de los demás. O su salud y su integridad física, que uno de los primeros de ellos. Se hace en formato de campaña política, de manifestación ideológica, de lucha por los derechos de una vacuna, de bulo por la auto-atribución del mérito en descubrirla y así en un largo etcétera que apesta por donde uno se acerque. El que tiene perro prioriza a su perro. El que tiene ganas de pasear, pues pasea, o va al bar, o incluso se reúne en una iglesia evangélica con santas razones pero equivocadas conductas. Y si tiene que discutir con la policía, pues se discute y se manifiesta lo decepcionados que estamos por esas conductas intolerantes de las autoridades. Como ven, a nosotros también se nos da de lujo esto de hacer las cosas como nos viene en gana. Ya hay, por supuesto, no solo multados, sino detenidos, porque la causa lo vale y viene siendo hora de que nos lo tomemos en serio. Lo único que nos faltaba era que algunos cristianos evangélicos, con los que NO ME IDENTIFICO en estas acciones, se están dedicando a encabezar algunas de esas heroicas gestas que están del todo fuera de lugar.Los que no trafican con mascarillas y material sanitario, buscan la forma de sacar provecho a la situación con fraudes y engaños de otros tipos. Circulan con facilidad todo tipo de bulos, unos con mejor intención que otros. Y me preocupan los malintencionados porque, de nuevo, retratan lo peor de todos nosotros. Porque quizá no estamos convirtiéndonos en los delincuentes que se hacen pasar por sanitarios y se presentan “a visitar a domicilio”, o no nos metemos en un bar a contagiar a la gente de forma masiva al conocer nuestro diagnóstico de “Positivo en COVID-19”, pero no nos duelen prendas de robarle de su carro al de al lado en el supermercado porque ha cogido demasiado papel higiénico para nuestro gusto, o porque se nos adelantó en la estantería de la carne.
Como sucede cuando hablamos de corrupción, cada uno es corrupto en la medida que queda a su alcance. También podemos ser temerarios en la medida y formato a nuestro alcance. Los que tienen poder, por unas razones. Los que no lo tienen, más limitados de medios, pero con el mismo corazón entenebrecido de fondo. No hacen o hacemos lo mismo, simplemente porque no podemos. Pero si pudiéramos, otro gallo cantaría.
En este tiempo en el que, si fuéramos de otra forma, se visibilizaría lo mejor de nosotros porque a cada paso que miremos se hace necesaria la solidaridad (no es por falta de oportunidades, evidentemente), lo que está dejando de manifiesto este estrés al que estamos sometidos es justamente nuestro lado más oscuro, el que siempre está, pero no siempre se ve porque es más fácil disimularlo cuando todo va bien:
- el que se salva a sí mismo primero,
- el que no quiere perderse la foto y asume contagiar a los demás sin pestañear (al fin y al cabo, son los otros),
- el que no pone límites cuando eso sucede, y lo contempla, cómplice por pasivo, no sea que se note mucho la brecha que les separa,
- el que tarda la vida misma en poner medidas urgentes de contención, porque de hacerlo demasiado rápido podría quedar visible para el último tonto que no se hubiera dado cuenta que se antepusieron los intereses ideológicos y partidistas a la salud de la población y que no sé cuántos días después, sigue protegiendo su ilustre autoestima eludiendo toda autocrítica, porque le duele, pero no tanto como que otros se mueran;
- el que justifica los medios que sean por conseguir su propio fin, porque lo importante es el yo y sus propios derechos o objetivos y no el resto o los del resto, que siempre quedan para el final;
- el y la que se dedica a hacer gracias y chistes negros referidos a una de las muchas ciudades sumidas en la tragedia, como nuestra capital en la que vivo, porque el chiste fácil es válido si con él deja claro que sus ideales están por encima de cualquiera y cualquier cosa;
- el que no se lo piensa ni medio segundo para lanzar a la calle en desempleo a todo el que pueda, porque no puede asumir ni siquiera esperar unos días a ver qué pasa -aunque pinte mal-, que lo importante es la pasta y la gente sigue siendo lo de menos;
- el que aconseja, sin pestañear tampoco a su asesorado cuál es la mejor fórmula fiscal para ejecutar esos despidos cuanto antes y sin perjuicio económico evitable para la empresa, porque la empresa vuelve a estar por encima de la persona;
- el que prefiere mirar para otro lado ante la evidencia aplastante de todo lo que está pasando y sigue negando la realidad, paseándose por la calle como si tal cosa o pidiendo que se vaya a trabajar de manera presencial aunque no sea necesario;
- y así en un aplastante etcétera en el que voy a parar porque podría tirarme aquí todo el día y no está la cosa como para perder el tiempo.
Me preguntaba estos días si esta pandemia traería sensibilidad al corazón de las personas, no tanto hacia sus semejantes solo, que ya sería bastante, sino hacia Dios mismo. Lo primero es imposible sin lo segundo, porque el amor que haya en nosotros, incluso no considerando a Dios en nuestros caminos, proviene de Él. Porque incluso aquellos que muestran algún afecto hacia su prójimo, sépanlo o no, lo hacen porque hay algo de la esencia de Dios en ellos y nosotros. Sin embargo, es pronto aún para que esa sensibilidad hacia el Creador se haga palpable. No hemos sido suficientemente zarandeados aún. La cosa empeorará, para mal nuestro en un sentido, para bien en otro si sabemos emplearlo sabiamente, incluso aunque nos toque quedarnos por el camino.
Todo lo que he descrito y mucho más, que es lo que tenemos ante nuestros ojos cada día, son aún excusas perfectas para parapetarnos en culpar a los demás, en responsabilizar de la situación a otros y no mirar hacia nosotros mismos. El virus mismo, “los chinos”, los mandatarios, la sociedad... Los únicos que se libran de nuestras críticas estos días son los sanitarios, por obvias razones que son inapelables. Y algunos también les cuestionan, porque hablar sigue siendo gratis, tristemente. No ha cambiado nada lo suficiente entre nosotros todavía como para que compartir el Evangelio, las buenas noticias de que hay un Dios que nos ama y nos está llamando a gritos para volvernos a Él, sea algo más fácil. La gente, increíblemente, no está receptiva a escuchar de Dios ante el dolor como pasaba hace unas cuantas décadas. Ahora, la respuesta es clara y directa: ¿Dónde está Dios en medio de todo esto? Como tantas veces, la pregunta es la equivocada. Más bien estamos en medio de todo esto porque pasamos de Dios.
Eso me llevaba a la mayor tristeza y, de ahí, a estas líneas, pensando que...
- quizá solo cuando estemos mordiendo el polvo verdaderamente,
- cuando ya no queden tantos a quienes culpar de lo que pasa,
- cuando nuestras familias en primera persona hayan sufrido la pérdida de algún ser querido y sintamos que esto va con nosotros,
- cuando lleguemos a creernos de verdad que no controlamos nada,
- cuando sepamos a ciencia cierta que estamos en manos del Soberano Dios y solo de Él, que sostiene el Universo, y que nos ama con un amor justo y una justicia amorosa,
- cuando el silencio sea tan atronador que solo podamos escuchar nuestra voz interna, la que tanto miedo nos da, la que orienta nuestra conciencia hacia Quien la puso ahí...
...quizá entonces y solo entonces, nuestro corazón tendrá alguna posibilidad de ser salvado y ablandado, hecho uno de carne y no de piedra, aunque nuestros pulmones puedan desfallecer endurecidos mientras tanto, por este virus o cualquier otro.
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - Pulmones endurecidos, corazones de piedra