The Big Short o la moralidad de la banca

El gran acierto de la película es que es capaz de explicarte uno de los episodios más siniestros de la historia de Occidente.

12 DE ENERO DE 2017 · 18:00

Escena de la película. ,
Escena de la película.

Es difícil encontrarte con una película que te enganche y, al mismo tiempo, te apetezca repetir. Más difícil aún si la película trata de alta economía. Sin embargo, con The Big Short es casi imprescindible repetir el visionado. Primero, porque lo que te explica es tan denso y tan complejo que necesitas volver para entenderlo bien; pero, lo más importante, es porque te deja un sabor de boca tan maravilloso (en las actuaciones, en la historia) que verla por segunda (o tercera) vez no se hace nada pesado.

En 2015 Adam McKay adaptó y dirigió esta película basada en el libro de Michael Lewis, que explica de dónde provino la crisis financiera de 2008, y lo hace a través de una historia verídica, con personajes reales, pero a la vez muy increíble: hubo un grupo de personas que vieron la crisis venir, se adelantaron, invirtieron dinero contra los bancos, y cuando la crisis estalló se hicieron de oro. La película estuvo nominada a varios Óscar (se llevó el de Mejor guion adaptado), y espero que, con el tiempo, se convierta en un clásico del cine político a la altura de Todos los hombres del presidente o JFK.

Se puede disfrutar por los personajes, ese Steve Carrell que se aleja de la comedia histriónica para hacer de alguien que aparenta ser cómico al principio pero que, poco a poco, se va oscureciendo; o Christian Bale, haciendo de un genio inadaptado dedicado a dirigir un grupo de inversión por pura vocación, basado en el personaje real de Michael Burry, doctor en Medicina, que fundó Scion Capital, que escucha música heavy para concentrarse, y que es el primero en atreverse a pronosticar y aprovecharse de la decadencia que se avecina. Incluso se puede disfrutar simplemente del personaje secundario de Brad Pitt, un banquero retirado que pone su conocimiento al servicio de un par de jóvenes inversores que conoce por ser vecinos de su barrio residencial. Es un reparto coral donde no sobra nadie, y eso también se agradece hoy en día en una historia.

Pero el gran acierto de la película, y la razón por la que me ha gustado volver a verla, es porque es capaz de explicarte uno de los episodios más siniestros de la historia de Occidente. En todos estos años nos han explicado muy bien que la culpa de todo la tuvieron las hipotecas subprime, e incluso intentaron explicarnos en qué consistían, pero no es hasta esta película, hasta el momento en que uno de los grupos de inversión decide viajar a Miami y hablar en el apartado de un bar con dos de los agentes comerciales que se dedican a firmar estas hipotecas (dos tipos contratados por otra empresa de servicios financieros, con muy poca cultura, cuya única aspiración es hacerse ricos a costa de quien sea), que puedes entender realmente que no se trata solo de economía, de dinero ni de capital, ni de política o políticos: se trata de la pura y llana corrupción moral del ser humano.

A los que crecimos durante la época de esplendor económico (ahora renombrada “burbuja inmobiliaria”) se nos inculcó (de forma directa o indirecta) que el “mercado”, el centro del sistema capitalista, era un ente autónomo, casi inteligente, aséptico, que se regulaba solo, que no necesitaba ordenación ni supervisión. Se insistía en que todo funcionaba bien y que se autocompensaba, que no había que intervenir. Sin embargo, como cuenta esta película, detrás de cualquier elemento de la cultura que crean las personas hay una dimensión humana, y cuando eso existe, entonces hay influencia de la corrupción innata del ser humano, lo que en términos teológicos se conoce como pecado. En esta película se cuenta cómo todo el mundo hizo su trabajo de la mejor manera posible y cómo, al intentar aprovechar las oportunidades del sistema, crearon una situación de injusticia que tuvo repercusiones globales. La banca, el mercado, nunca fueron entes asépticos, sino que estaba dirigidos por intereses muy concretos y oscuros; se utilizó no como un lugar desde el que distribuir la economía, sino como un instrumento de acumular riqueza al servicio de unos pocos. Eso lo intuíamos muchos en aquellos años en los que no era común (como lo es ahora) poner en duda la moralidad del sistema bancario. Hace quizá una década cualquier que hablara de la perversidad de los bancos era tomado como un exagerado o un loco: de esos conspiranoicos que guardaban sus ahorros bajo el colchón; sin embargo, con la crisis de 2008 no es que se diera pábulo a la conspiración, sino que se pudo comprobar que había habido malas prácticas, abusos y tráfico de influencias; que había personas que se habían enriquecido de que hubiese gente desahuciada; es decir: que realmente había que empezar a considerar que los bancos no eran entidades neutrales, sino que también poseían una moral corrupta y, lo que es peor, que esa corrupción muy a menudo formaba parte de su misma manera de ser. Esa es la razón por la que hoy en día, después de la tormenta (después de los rescates, las fusiones y las reestructuraciones) las entidades bancarias que se mantienen en pie tienen que hacer un enorme esfuerzo publicitario para “lavar” su imagen. El banco que hay en la plaza del ayuntamiento de mi pueblo ha sufrido una remodelación en las últimas semanas. El otro día, al pasar por delante, escuché a una pareja de jubilados preguntarse (no sé cómo serán en otros sitios, pero aquí no dudan en hablar por la calle a voz en grito) si es que habían quitado el banco y habían puesto una cafetería: dentro del local todo son colores cálidos, sillones y espacios diáfanos con juguetes para niños. No, sigue siendo el banco, pero el esfuerzo va enfocado a hacernos creer que son cercanos, amables y humanos, alejándose de la visión de ventanillas, luces fluorescentes de oficina y empleados toscos que venía siendo la imagen.

Al comienzo de The Big Short explican perfectamente en qué consistió este movimiento, de dónde viene y por qué ocurrió, y creo que la moraleja final es que, a pesar de todo, es bueno que no terminemos de fiarnos, por mucho que intenten suavizar ahora su imagen.

Si hoy ves la televisión, fijaos en algún anuncio de un banco; si hablan más de cualidades o valores, o intentan transmitirte una sensación positiva; si hablan de la amistad, del coraje, o de cualquier otra cosa que suene a “buena moral”, acordaos de mí y de The Big Short.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Preferiría no hacerlo - The Big Short o la moralidad de la banca