¿Qué información aporta el ADN de los fósiles?
El estudio del ADN tampoco aporta pruebas irrefutables de que el ser humano descienda de los australopitecos o de algún antepasado común con los grandes simios actuales.
04 DE MAYO DE 2025 · 11:20

Hoy se puede analizar el ADN de los huesos del hombre de Neandertal y de otros grupos humanos prehistóricos y comprobar las afinidades existentes entre ellos.
Mediante tales técnicas se ha descubierto que, por ejemplo, el ADN humano ancestral tiene más de 400.000 años de antigüedad y correspondería al Homo heidelbergensis, hallado en la Sima de los Huesos de Atapuerca, Burgos (España). 1
Hay que tener en cuenta que el ADN se desintegra con el paso del tiempo y esto hace que su registro probablemente no pueda ir mucho más allá de tales fechas. Cuando los huesos se fosilizan por completo y su materia orgánica es sustituida por materia mineral ya no puede leerse el ADN.
Los estudios sobre el ADN de estos fósiles han puesto de manifiesto que los grupos que antes se consideraban como especies humanas distintas resulta que no debían ser tales ya que se relacionaron íntimamente entre sí y tuvieron descendencia fértil.
Según la actual evidencia genética, nosotros llevamos en nuestros genes parte del ADN de los neandertales y de los denisovanos. Lo cual indica que estos grupos se cruzaron con nuestros antepasados y, por tanto, que todos pertenecían a la especie Homo sapiens.
¿Podría ser que la mayor parte de las especies humanas clasificadas como Homo erectus, H. ergaster, H. rudolfensis, H. neanderthalensis, H. heidelbergensis, H. antecessor, H. floresiensis, H. nadeli, etc., pertenecieran a nuestra propia especie y fueran, por tanto, descendientes de Adán y Eva, la primera pareja creada por Dios?
Esto es lo que proponen algunos eruditos, como el filósofo polaco Piotr Lenartowicz, 2 quien cree que los fósiles encontrados hasta el presente indican claramente que existe una gran brecha entre los simios australopitecinos y los seres verdaderamente humanos.
La paleoantropología contemporánea parece empujar los inicios de la humanidad plena hacia un pasado profundo que se situaría en el Plioceno.
Los restos, cuyo significado está fuera de toda duda, no permiten establecer ninguna frontera entre el hombre del Holoceno y sus antepasados de la Edad del Hielo o anteriores.
Por tanto, la hipótesis de la unidad de la humanidad parece muy racional ya que la brecha entre los simios actuales y los humanos es enorme. Tampoco los datos fósiles reducen esta brecha, contrariamente a las opiniones de los darwinistas.
Sin embargo, hay que reconocer que los humanos de la Edad de Hielo o anteriores podrían haber tenido características anatómicas y fisiológicas ligeramente diferentes de las tribus humanas del Holoceno.
Estas diferencias, sin embargo, no parecen ser más profundas que las que existen por ejemplo entre razas de perros, caballos, gatos o palomas. Se trataría pues de microevolución y no de macroevolución.
Por otro lado, cuando se dice que nuestros genes son un 99% similares a los de los chimpancés -aunque esta cifra se ha ido rebajando con el tiempo a medida que han ido mejorando las técnicas de secuenciación-, esto no debería sorprendernos ya que es evidente que físicamente también nos parecemos mucho.
Si la genética influye en el aspecto físico, es lógico que el ADN de humanos y chimpancés sea asimismo muy parecido.
Sin embargo, esta similitud genética sugiere también que las grandes diferencias que nos separan -y que son palpables a simple vista- deben residir en alguna otra parte.
Probablemente en la forma en que se expresan los genes y en el llamado “epigenoma”. Es decir, en toda una red de compuestos químicos que rodean al ADN y que son capaces de modificar su expresión, apagando o encendiendo genes según convenga, pero sin alterar su secuencia general.
Existe también una gran diferencia entre nosotros y los grandes simios, que para mí es sin duda la más significativa de todas, se trata del alma humana inmaterial. Esa que ningún humano, por poderoso que sea, puede matar o destruir (Mt. 10:28).
A veces, se sugiere por parte de los darwinistas que, como los humanos tenemos 23 pares de cromosomas en cada célula, mientras que los chimpancés y otros simios poseen 24 pares, que probablemente durante nuestro pasado evolutivo dos cromosomas se fusionaron en uno solo y que éste sería precisamente el cromosoma número 2.
Es decir, lo que a primera vista es una dificultad para el evolucionismo se transforma en una prueba de la evolución.
No obstante, esto solo puede convencer a quienes ya están convencidos porque lo cierto es que cuando se analiza el lugar exacto de la supuesta fusión cromosómica no se detectan indicios claros de tal fusión, no aparecen las secuencias teloméricas típicas de los extremos de los cromosomas.
Lo que hay son secuencias muy degeneradas, mucho más de lo que cabría esperar, si realmente se hubieran fusionado los telómeros de dos cromosomas diferentes. 3
También suele aportarse como prueba en favor de la teoría evolutiva el hecho de que, tanto humanos como primates, somos portadores de unos mismos “pseudogenes”.
Tales estructuras serían supuestamente genes dañados ya que se parecen a otros genes buenos que codifican proteínas, pero ellos no lo hacen.
¿Por qué iba un Creador inteligente a colocar estos genes inútiles en los primates y en el ser humano? Sería más lógico -se dice- que fuesen el producto de mutaciones al azar que se transmitieron por evolución a primates y humanos a partir de su ancestro común.
Sin embargo, a medida que avanza el conocimiento de estos pseudogenes, se va comprobando que, después de todo, sí tienen función. Existe evidencia reciente de que algunos pseudogenes son funcionalmente activos.
Lejos de ser reliquias silenciosas de un pasado evolutivo, muchos se transcriben en ARN, mediante un patrón específico para cada tejido. Se ha demostrado que algunos son capaces de regular supresores tumorales ya que actúan como señuelos de microARN.
Esto ha puesto de manifiesto que el estudio de los pseudogenes es muy importante para las terapias contra el cáncer. 4
En este asunto, está ocurriendo lo mismo que con el mal llamado “ADN basura”, que resultó no ser desecho genético en absoluto, lo único que pasaba era que todavía se desconocían sus verdaderas funciones.
Por tanto, el estudio del ADN tampoco aporta pruebas irrefutables de que el ser humano descienda de los australopitecos o de algún antepasado común con los grandes simios actuales.
Los grupos humanos siempre evidencian su humanidad y no se conocen cambios graduales entre las especies simiescas y la humanidad. Pero, ¿qué ha descubierto hasta ahora la arqueología? Esto lo veremos en el próximo artículo.
Notas
[2] Lenartowicz, P., 2010, Ludy czy malpoludy? (¿Personas u hombres mono?), Jesuit University of Philosophy and Education Ignatianum, Krakow, Polonia, p. 260.
[3] Yuxin Fan et al., 2002, “Genomic Structure and Evolution of the Ancestral Chromosome Fusion Site in 2q13-2q14.1 and Paralogous Regions on Pther Human Chromosomes”, Genome Research 12: 1651-1662; Luskin, C., 2012, “Francis Collins, Junk DNA, and Chromosomal Fusion”, Science and Humans Origins, Discovery Institute Press, pp. 86-104.
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