La bienaventurada virgen María
Solo el Altísimo puede transformar nuestros miedos en bendición y reorientarlos hacia promesas maravillosas.
25 DE DICIEMBRE DE 2022 · 10:00

El evangelista Lucas, como buen médico inspirado, inicia su relato del nacimiento de Jesús con un dato clínicamente preciso. En el sexto mes del embarazo de Elisabet, esposa del sacerdote judío Zacarías, el ángel Gabriel visitó también a una adolescente de Nazaret llamada María. La edad de esta muchacha debía rondar los 14 años porque las jóvenes hebreas solían prometerse entre los 12 o 13 años. Estar desposada con José significaba que ambas familias habían iniciado ya el compromiso legal de transferencia progresiva de la autoridad, desde el padre de la muchacha al futuro marido. Tal era la tradición patriarcal hebrea. No obstante, la joven seguía siendo virgen (parthénos) hasta la consumación del matrimonio que, en el caso de María, aún no había tenido lugar, según se desprende de su pregunta: “¿cómo será esto? pues no conozco varón” (Lc. 1:34). Por eso y por la ausencia de evidencias históricas sólidas, resulta tan absurda, fantasiosa y descabellada la difamación del filósofo pagano Celso (siglo II d. C.) de que Jesús fuera el hijo ilegítimo de María y de un soldado romano llamado Panthera.
Tampoco es adecuado comparar el desposorio de aquella época y cultura con el noviazgo moderno. Para los judíos se trataba de un compromiso social firme contraído muchos años antes de la boda. Tan firme era, que a los desposados no se les consideraba como “novios” sino como marido y mujer, aunque no se hubiera consumado todavía el matrimonio. Esto se consideraba lo normal en aquella sociedad hebrea.
Tanto María como José eran de origen humilde, aunque fueran descendientes de la casa de David, como lo demuestra el hecho de que solo pudieran ofrecer, en el rito de la purificación un par de tórtolas o dos palominos y no un cordero de un año (Lv. 12:6-8). Sin embargo, el ángel Gabriel no trata a María como en aquella época se hubiera tratado a una mujer pobre sino todo lo contrario, con honores propios de una reina. La expresión “¡salve, muy favorecida!” (en griego, Caritóo) sólo se empleaba para referirse a personas de alto rango. De hecho, solamente se vuelve a usar esta palabra una vez más en el Nuevo Testamento, en relación a la gracia (caris) de Dios (Ef. 1:6). Al llamar así a María, el mensajero de Dios le está concediendo un honor extraordinario. Puede que para los humanos aquella virgen humilde no tuviera mucho valor, puesto que ni siquiera se le proporcionó cobijo en la situación en que se encontraba, pero para Dios era la persona idónea que podía llevar a su Hijo en las entrañas. Por supuesto, María no se esperaba semejante anunciación ni tampoco dicho tratamiento por eso se turbó y tuvo miedo. Pero el ángel la reconfortó y le dijo que no debía temer porque había hallado gracia ante Dios. Solo el Altísimo puede transformar nuestros miedos en bendición y reorientarlos hacia promesas maravillosas.
María era perfectamente consciente de que ella por sí misma no era la fuente de la gracia, sino sólo un recipiente humilde dispuesto a recibir la gracia divina. Lo trascendente era lo que germinaría milagrosamente en su vientre. Su bebé estaba destinado a ser lo suficientemente “grande” como para llenar el mundo con su Palabra; se le llamaría “Hijo del Altísimo” porque se convertiría en el puente definitivo y exclusivo entre el cielo y la tierra; y heredaría el “trono de David su padre” en un singular reino sin fin. Aquella criatura estaba destinada a ser ni más ni menos que el Mesías prometido y esta revelación especial acompañó siempre a María. La concepción virginal fue un acontecimiento sobrenatural porque sobrenatural fue también el embrión engendrado. El protagonista de la encarnación fue Dios, no el hombre y fue su multiforme gracia la que hizo posible que el Creador se convirtiera en creatura y en historia humana. ¿Qué otro dios hubiera querido hacerse hombre hasta la muerte?
La sombra del poder de Dios cubrió a María tal como aquella nube que manifestaba la presencia divina en el desierto cubría el tabernáculo (Éx. 40:34-35). De esta manera, como escribe el evangelista Juan, Dios “habitó entre nosotros” (Jn. 1:14) levantando un tabernáculo espiritual definitivo no hecho por manos humanas. Jesús nacería para traer la salvación a la humanidad y el establecimiento del reino de Dios en la tierra. El ángel le dijo a María que “nada hay imposible para Dios” y, en efecto, nada que Dios se proponga hacer, según sus planes eternos, es imposible. Por eso, los creyentes debemos aceptar sus promesas y confiar siempre en ellas. Igual que la bienaventurada virgen María no cuestionó a Gabriel sino que dijo: “He aquí la sierva del Señor; hágase conmigo conforme a tu palabra”, el cristiano debe estar también dispuesto a aceptar la voluntad de Dios en su vida.
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