Ocho cosmovisiones religiosas: ateísmo

Según el ateísmo, lo único que posee existencia real sería el universo físico o material.

12 DE SEPTIEMBRE DE 2020 · 09:00

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Foto de Erik Aquino en Unsplash.

Las diversas religiosidades que existen el mundo se fundamentan en unas ocho cosmovisiones generales, o maneras diferentes de entender la realidad, como son: ateísmo, agnosticismo, panteísmo, panenteísmo, teísmo limitado, politeísmo, deísmo y monoteísmo. Veamos en qué consiste cada una de ellas y comparémoslas con las evidencias de que disponemos para evaluarlas. 

Ateísmo

Según el ateísmo, Dios no existe, e incluso aunque existiera, el ser humano no podría saber nada acerca de él. De manera que lo único que posee existencia real sería el universo físico o material. Ni Dios, ni ángeles, ni principios o potestades espirituales, nada sobrenatural gozaría de la existencia, pues todo ello no sería más que el producto de la imaginación humana. El ateísmo suele negar todas las conclusiones de los argumentos cosmológicos, del diseño del cosmos, el argumento moral, etc., pero no aporta explicaciones convincentes de cómo se creó el universo a partir de la nada; o de por qué, se mire donde se mire, todo parece diseñado inteligentemente; o cómo se originó la moralidad humana, entre otras muchas cosas. Apelar al azar de las mutaciones y la selección natural ciega, como propone el evolucionismo, no resulta suficiente. 

El budismo es la única religión que puede apoyarse sobre esta cosmovisión atea. De ahí la popularidad que posee en Occidente, sobre todo entre aquellos que no creen en la existencia Dios, ya que, a pesar de esta increencia, su espíritu humano continúa anhelando respuestas de carácter trascendente. Según el sistema budista, Dios resulta innecesario e incluso aunque existiera sería irrelevante. No obstante, la principal dificultad de negar rotundamente la realidad de Dios es de carácter lógico. Por ejemplo, cuando el creyente afirma que Dios existe, lo que está diciendo es que la divinidad forma parte del mundo real o de todo lo que existe, aunque no podamos verlo directamente con los ojos materiales, puesto que es de naturaleza espiritual. Sin embargo, la inteligencia que hay detrás de las cosas creadas nos habla claramente de su Creador, tal como escribía el apóstol Pablo (Ro. 1:20). No obstante, cuando el ateo dice que Dios no existe en el mundo real, está presuponiendo que comprende bien todo lo real, que posee un conocimiento absoluto o exhaustivo de la realidad y que Dios no forma parte de ella. Pero, ¿quién puede hacer semejante negación? ¿Quién puede tener dicho conocimiento absoluto de la realidad sino sólo el mismo Dios que se pretende negar? 

Buda enseñó, 560 años a.C., que las personas deben liberarse de su individualidad, así como de la falsa creencia en Dios, o en el perdón de sus pecados o en una vida individual más allá de la muerte y concentrarse sobre todo en hacer buenas obras, para que éstas tengan mayor peso que las malas acciones, en la balanza final de cada vida. Si las buenas superan a las malas, las sucesivas reencarnaciones tenderán a mejorar futuras existencias hasta que, por fin, la reencarnación ya no será necesaria porque se habrá alcanzado la fusión con la eternidad. Para lograr esta esperanza budista habría que comprender bien nuestra propia naturaleza humana y negar nuestros apetitos naturales, nuestros instintos, romper relaciones con los demás y concentrarnos en nosotros mismos porque sólo así lograremos vencer los deseos y actos impuros. ¡Claro que el deseo de no tener deseos puede convertirse también en un deseo! De hecho, una vida sin deseos, ¿no parece una contradicción existencial? ¿No sería mejor concentrar nuestros deseos en algo digno y sublime, tal como hizo el salmista (Sal. 27:4)?

Efectivamente, casi toda esta filosofía budista choca con el mensaje cristiano que afirma que nuestras mejores obras son como trapos de inmundicia, si es que mediante ellas pretendemos alcanzar, por nuestro propio esfuerzo, la vida eterna. La obra definitiva la realizó Jesucristo al morir en la cruz y si nosotros hacemos buenas obras, en un intento erróneo por lograr la salvación personal, estamos anulando y menospreciando su obra redentora. Las buenas acciones son el resultado de la salvación gratuita que Cristo nos ofrece, no el medio para conseguirla. De ahí que el budismo sea frustrante para el ser humano ya que no proporciona respuestas satisfactorias. La creencia de que el alma se disipa con la muerte, perdiéndose así la identidad de la persona, genera en el budista un profundo sentimiento de inseguridad. Al anular los deseos propios de la naturaleza humana, la propia individualidad, las relaciones con los demás, y depositar el futuro sobre los hombros de cada cual, se aísla a la persona en sus propias pérdidas y negaciones. No existe un “otro” con quien poder dialogar porque se está sólo en el cosmos. Por eso, los fieles budistas acaban en la práctica relacionándose con Buda, y adorándole, como si fuera un dios, dando rienda suelta así a su deseo universal de un ser supremo y trascendente.

El cristianismo entiende que cada persona es única e indivisible. Cada uno de nosotros es una creación a imagen y semejanza de Dios. Él ama a cada criatura humana, la conoce desde antes de nacer y la llama por su nombre. Nuestra identidad se conserva en la mente de Dios. Sólo por medio de Jesucristo obtenemos el perdón definitivo y la vida eterna. El sufrimiento y el mal que hay en el mundo son consecuencia directa de la rebeldía humana contra el Creador y esto nos separó de Él, de nuestro prójimo e incluso de nosotros mismos. Si, en el budismo el pecado es algo falso o sólo el producto de nuestra ignorancia, para el cristianismo es algo real que se genera en el corazón humano y que sólo Jesús puede solucionar. Cuando el creyente se relaciona con Dios, todas las demás interacciones humanas se equilibran moralmente. Desde luego, sigue siendo un ser individual con identidad propia pero que interactúa con los demás y con la comunidad eclesial, enriqueciéndose en ella y beneficiando también a otros.

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