Los de a caballo

A veces, la visión de las puertas mismas del Hades abruma. Pero Dios, en su Palabra, contempla promesa, incluso ante el mismo rostro de la muerte y la espada. Incluso ante la faz del dragón.

04 DE JULIO DE 2024 · 17:35

La reina Rhaenyra es interpretada por la actriz Emma D'Arcy. / Fotograma de la serie, HBO Max.,
La reina Rhaenyra es interpretada por la actriz Emma D'Arcy. / Fotograma de la serie, HBO Max.

El fenómeno de Juego de Tronos consiguió movilizar la atención de buena parte de los usuarios de las plataformas de streaming a lo largo de sus diez temporadas, especialmente con la última. Como es habitual, las precuelas y los spin off no gozan de la misma popularidad. Es lo que está ocurriendo con La casa del dragón, que ahora está estrenando un capítulo nuevo de su segunda temporada cada semana.

Si en Juego de Tronos se evidenciaba que la sed de poder no tiene límites, en la guerra interna en la casa de los Targaryen la historia se recrudece más y más, por medio de una violencia que resulta ser tan gratuita como obscena. Un escenario, no obstante, que evoca las dinámicas de la convivencia en occidente antes de que existieran tales cosas como los tratados de paz o las cartas de los derechos universales y fundamentales. 

El problema de todo ello es caer en el simplismo y considerar a los protagonistas, los Targaryen, y al resto de los personajes que aparecen, como una banda de bárbaros impulsivos y mentirosos incapaces de desarrollar la más mínima virtud en sus historias. También hoy, aunque sin hachas y con una apariencia de solemnidad, matamos la vida y dejamos que muera, mentimos contra la verdad y nos recreamos, como sádicos, ante la visión general del dolor. 

Los de a caballo

No se puede considerar a los personajes de la serie como unos simples bárbaros que, a diferencia de nosotros, solo saben matar y vivir de excesos. No hay nada en nuestro contexto distinto del suyo. / Fotograma de la serie, HBO Max.

Dragones

Si los dragones fueron uno de los hilos conductores a lo largo de Juego de Tronos, con Daenerys criándolos desde chicos hasta que se convierten en bestias indomables capaces de hacerle ganar la guerra, en La casa del dragón (a pesar de que el título así lo sugiera), son un elemento tan común que pasan prácticamente inadvertidos. De manera que se pierde ese elemento de misterio y ficción que, junto con la historia de los Caminantes blancos, hacía algo singular de la primera serie basada en los libros de George R. R. Martin.

En la precuela, la fortaleza reside en los personajes humanos y en su capacidad para confrontarse. Se le da especial importancia al tándem que forman dos mujeres: Rhaenyra Targaryen y Alicent Hightower. En cualquier caso, el recurso a la violencia acaba siendo el eje central sobre el que gira el resto de la trama, la expresión natural para mostrar el desarrollo de la historia. Ya no hay grandes historias de amor, como ocurría en Juego de Tronos, sino que las relaciones que aparecen giran incluso alrededor de esa confrontación permanente. Tampoco hay momentos deslumbrantes de reflexión sobre la existencia, sino que todo acaba siendo dolor y soledad, como consecuencia de un estado de violencia que lo define todo: pensamientos, emociones y relaciones.

Parece normal que, en este escenario, el carácter sobrenatural que trata de infundirse con los dragones pase tan desapercibido. Uno no comprende el temor que se tiene ante la presencia de un dragón igual que lo hacía con Juego de Tronos. En parte, esto se debe al hecho de que la vida se limita por completo al dolor y la violencia. Si en la primera serie las fiestas eran un elemento cotidiano, aquí lo son los funerales y las conversaciones emponzoñadas entre bastidores. 

Además, el elenco es más reducido que en Juego de Tronos, lo cual reduce también la dimensión de la trama. De manera que todo se enfoca y respira alrededor del enfrentamiento que divide a la familia Targaryen y a las casas de Westeros en busca del poder del reino. No parece ni siquiera clara la distinción de espacios en el desarrollo de la historia. El palacio de Desembarco del Rey aparece sombrío, como una guarida fría y desprovista; la ciudad es gris y apenada, tanto como la fortaleza de Rocadragón. Y el resto de castillos y fortalezas que aparecen, como Harrenhal, también resultan ser lugares oscuros, como simples escenarios de batalla preparados para recoger a sus muertos. Todo Westeros se asemeja a esa “ciudad rebelde y contaminada y opresora” sobre la que pesa el “Ay” del Señor (Sofonías 3:1), porque parece inhabilitada para acoger cualquier atisbo de salvación.

Los de a caballo

La segunda temporada está diseñada como una historia de dos mujeres, con Rhaenyra y Alicent compitiendo por verse coronadas. / Fotograma de la serie, HBO Max.

El rostro de la muerte

Pero, recrearse en la muerte en una serie que evoca a la Edad Media no es tan extraño, ¿verdad? Quizás con Juego de Tronos existía una mayor sensación de cercanía en cuanto a contexto. Las luchas de La casa del dragón parecen más ajenas y cuesta identificarlas en lo propio. El retrato de la primera serie era más afín a nuestro contexto occidental, mientras que la segunda temporada de la precuela evoca, más bien, una lucha tribal por el poder que muchos no hemos vivido de cerca. Al menos, no así. Es como con nuestras guerras contemporáneas. Siempre hay alguna que, de una forma u otra, interpretamos que nos toca más de cerca que otras. Así, algunos llegan a sentir una profunda indignación por la situación en Ucrania, y ni siquiera saben se la guerra en Sudán, por ejemplo. 

Lo cierto es que el poder tiene una definición manifiesta en cada contexto. Y aunque las expresiones sean locales y particulares, no dejan de ser partes de un todo feroz que siempre a movilizado un sinfín de escuadrones y todo el ingenio para su dominio. Es esas puertas del Hades (Mateo 16:18) que buscan prevalecer sobre todo. Y, a veces, su visión abruma. La presencia del mal. El mismo aspecto del abismo. Pero Dios, en su Palabra, contempla promesa, incluso ante el mismo rostro de la muerte y la espada. Incluso ante la faz del dragón, el cual es derrotado (Apocalipsis 20:2). 

Si la obra de Cristo permite que alguien pueda tratar a la muerte en términos de derrota, diciendo que ésta es “sorbida en victoria” (1 Corintios 15:54), ¿cómo desfallecer entonces por completo? La Biblia reconoce el desgaste que nos infligen las circunstancias: “Si corriste con los de a pie, y te cansaron” (Jeremías 12:5a); pero también nos recuerda que ni siquiera toda esta violencia presente que conduce a tantos a la muerte y la desesperación, tiene porqué limitarse a ser nuestra historia: “¿cómo contenderás con los caballos?” (Jeremías 12:5b). 

No es que nosotros mismo podamos contender, o no. Es que hay uno que ya lo ha hecho, y ha vencido en medio de esta terrible oscuridad. Jesús dice: “No temas; yo soy el primero y el último; y el que vivo, y estuve muerto; más he aquí vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la muerte y del Hades” (Apocalipsis 1:17b-18).

 

 

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