La imagen visible del Dios invisible

El texto de Colosenses 1:15-20 se suele considerar como un himno primitivo de la iglesia, una hermosa declaración teológica.

06 DE JUNIO DE 2016 · 09:40

La galaxia de Andrómeda, captada por el Hubble. / Nasa,andromeda galaxy nasa
La galaxia de Andrómeda, captada por el Hubble. / Nasa

y por medio de él, Dios reconcilió consigo todas las cosas. Hizo la paz con todo lo que existe en el cielo y en la tierra…

Colosenses 1:20

El verano pasado lo disfruté en la Corinto del siglo I, leyendo, estudiando y disfrutando las cartas de Pablo. Me impactó tanto que es el germen de un libro que espero terminar de escribir en breve y poder compartir con vosotros. Este verano voy a ir a Colosas. Cada semana leeré una parte de la carta de Pablo a los cristianos de esa ciudad e intentaré entender qué dice allí que, en amor, es aplicable a nuestro contexto. No voy a ser sistemática ni me voy a obsesionar con las guías de viaje (también conocidas hoy en día como “comentarios bíblicos”), por probar otra forma de viajar. Si queréis acompañarme, podemos comentar el viaje en Twitter y Facebook como #VeranoEnColosas.

 

Si la historia de la humanidad pudiera condensarse como una novela, con una sola pregunta dramática que se plantea al comienzo de la obra y que solo se resuelve en el desenlace, esa pregunta podría estar formulada de dos maneras.

Una de las maneras podría ser por qué estamos solos.

La otra, para qué estamos vivos.

El texto de Colosenses 1:15-20 se suele considerar como un himno primitivo de la iglesia, una hermosa declaración teológica. Os animo a que lo leáis aquí en diferentes versiones para poder captar todos los matices. Comienza declarando quién es Cristo de una manera tan poderosa que nos deja con el eco de la eternidad resonando en los oídos: “Cristo es la imagen visible del Dios invisible” (v. 15).

Lo primero de todo, Dios es invisible. No tiene pinta de que lo fuera cuando paseaba conversando con Adán por el Edén; pero hasta donde sabemos, en algún momento entre entonces y ahora hemos perdido la capacidad de verle. La caída del hombre también se llevó por delante nuestra capacidad de percibir a Dios, hasta tal punto que ni siquiera somos capaces de percibirlo como autor en su propia creación (Romanos 1:19-21). Hasta tal punto sentimos ese silencio y esa invisibilidad en nosotros como humanidad, que en con el paso de los siglos nos hemos obsesionado con la idea de que exista vida inteligente en otros planetas “porque no tendría sentido que estuviésemos solos en el universo”, dicen. De hecho, no estamos solos. O al menos estamos tan solos como un sordociego frente al mundo hasta que alguien se acerca y le toca; igual nosotros con respecto a Dios y a la realidad espiritual en la que fuimos creados, hasta que Dios mismo se acerca a nosotros y nos toca. Para eso Cristo es la imagen visible del Dios invisible.

Cristo se hizo visible y se puso a nuestra altura para que no huyéramos despavoridos de toda la plenitud de Dios (v. 19), para que le conociéramos íntimamente, tan cercano como uno de nosotros mismos. No podíamos ver a Dios, no podíamos entenderlo, porque ahora el hombre caído solo era capaz de percibirse a sí mismo. Desde que se levantaba el sol hasta que se ponía, todo lo existente éramos nosotros, unos seres más inteligentes que el resto de criaturas, capaces de hacer abstracciones, capaces de crear arte, únicos y solitarios, aparecidos en esta tierra sin saber por qué ni para qué.

Pero, de nuevo, en Cristo hay una respuesta a esa pregunta, y está al final del himno: las cosas no deberían ser así. No deberíamos sentirnos perdidos y sin sentido, sino conectados a nuestro creador, en plenitud, en una alabanza vital y continua. Perdimos eso y Dios se bajó hasta aquí para ofrecernos su reconciliación. Él hizo las paces con todo lo que existe (v. 20). Es bonito que ese reconciliar (que en castellano significa “volver a las amistades”) en griego, αποκαταλλαξαι, solo se usa aquí con esta forma en todas las cartas de Pablo, y no su habitual καταλλαξω. Al sumar las dos preposiciones, apo- y kata-, la idea que se transmite es que el universo (“todo lo existente”) estaba en una especie de desorden muy bestia hasta que Dios tomó la decisión de volver a reconciliarlo con él. De hecho, nosotros, los seres humanos, somos únicos en el universo en ese aspecto, así que la reconciliación tenía que empezar por nosotros y desde nosotros. Todo lo existente, desde las galaxias hasta las amapolas, viven e interactúan siguiendo fielmente las leyes a las que han sido sometidas. Si una galaxia tiene que girar en espiral, pues lo hace. Si una amapola se reproduce por esporas, no decide de repente empezar a reproducirse de otra manera. Los seres humanos somos los únicos que, teniendo libertad para decidir (libre albedrío), decidimos desobedecer las leyes bajo las que hemos sido creados. No me extraña que perdiéramos la capacidad de ver a Dios: hemos desordenado todo el universo.

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