¿Es Dios responsable del Covid-19?

El dolor alerta de la enfermedad y permite tratarla. Hay sufrimientos que pueden tener sentido pedagógico.

21 DE MARZO DE 2020 · 08:00

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Foto de Fusion Medical Animation en Unsplash.n Unsplash.

 Algunos creyentes de buena fe se preguntan -en ocasiones, sin expresarlo verbalmente- por qué haría el Creador estructuras moleculares tan dañinas como los virus, capaces de acabar con la vida humana. Otros, desde su escepticismo antirreligioso, pretenden burlarse o ridiculizar al cristianismo formulando preguntas como: ¿por qué un Dios bondadoso y omnipotente permite que el COVID-19 mate a tantas personas? ¿Es acaso malvado en vez de misericordioso o, simplemente, no existe? ¿Cómo pudo un Diseñador bueno hacer algo tan malo como este virus? Veamos, en primer lugar, qué es un virus, cómo actúan y por qué este coronavirus puede hacer lo que hace. 

El origen latino de la palabra “virus”, que significa “veneno”, no hace honor a la actividad de la mayoría de los virus. Los malignos, o perjudiciales para el ser humano u otros organismos, son un insignificante puñado frente a los miles que tienen efectos ecológicos beneficiosos. En realidad, están constituidos por fragmentos de ácidos nucleicos (ADN o ARN) rodeados por una capa de proteínas que les confiere variados aspectos, ya que pueden tener forma de esfera, poliedro, cilindro, mosaico, hélice, etc. La información genética que contienen es mínima comparada con la de las células humanas y puede llegar a ser de tan sólo una millonésima parte del genoma humano. 

Las mutaciones al azar malignizan algunos virus y los convierten en armas mortales.

A pesar de lo cual, algunos virus son capaces de multiplicarse dentro de las células de otros organismos, usando el propio material genético de éstas. Son, pues, agentes submicroscópicos acelulares (puesto que no pueden verse con los microscopios ópticos tradicionales ni tampoco se consideran células) capaces de infectar a los seres vivos (animales, plantas, hongos, bacterias o incluso a otros virus, que por definición no son entidades vivas). Pero, hay que insistir en que los virus no son capaces de reproducirse por sí mismos sino sólo por medio de los materiales de las células a las que parasitan. Actualmente se conocen unos 5.000 virus distintos, aunque algunos virólogos creen que pueden existir millones todavía por descubrir. 

Se sabe que los virus colaboran en procesos naturales de transferencia de genes entre las especies; que han existido desde la más remota antigüedad, aunque se especula acerca de sus orígenes; que ciertas agresiones ambientales pueden provocar su malignización y que la inmensa mayoría posee un papel ecológico beneficioso, tan importante o más que el de las bacterias.[1] En un litro de agua marina hay alrededor de diez mil millones de virus. Contribuyen a mantener el equilibrio entre las distintas especies que componen el plancton marino y el resto de la cadena trófica (o alimenticia) en los océanos. Son capaces de destruir a las bacterias cuando hay un exceso de ellas, enriqueciendo así la cantidad de nutrientes del agua. Además, el azufre que se obtiene de esta manera contribuye a la formación o nuclearización de las nubes. Éstas, a su vez, proporcionan sombra, descenso de la temperatura, lluvia sobre tierras y mares, etc. De manera que el comportamiento patógeno de los virus -en contra de lo que en ocasiones se dice- es extremadamente minoritario y, desde luego, si fueran nuestros competidores en la carrera de la supervivencia, haría ya mucho tiempo que nuestra especie habría desaparecido de la faz de la Tierra.

Los virus malignos pueden llegar al ser humano a través de otros seres vivos que los transmiten. Los de procedencia vegetal suelen propagarse por medio de insectos que se nutren de la savia, mientras que los virus animales (presentes en camellos, cerdos, murciélagos, chimpancés, pangolines, tejones, erizos, nutrias, etc.) lo hacen mediante insectos hematófagos (chupadores de sangre) o por su consumo directo y posteriormente  por el aire, mediante tos o estornudos, por vía oral o fecal, a través de las manos, los alimentos, el agua contaminada, por vía sexual, etc. Con frecuencia los mecanismos de defensa del huésped suelen destruir a la mayoría de los virus infectantes, produciendo una respuesta inmunitaria que confiere inmunidad permanente. También existen muchos virus que se reproducen sin causar ningún daño al organismo infectado. Sin embargo, cuando el sistema inmunológico es incapaz de eliminar al virus, éste se replica muchas veces en el interior de las células del paciente (en el caso del COVID-19, en las células de los pulmones) destruyéndolas con consecuencias serias para la salud. Los antibióticos no tienen ningún efecto sobre los virus, de ahí que sea necesario desarrollar medicamentos antivirales contra aquellas infecciones que pueden ser mortales.

Las proteínas de la superficie de un virus pueden compararse con la llave que abre una determinada cerradura. Estas proteínas deben encajar bien en las proteínas receptoras que hay en las membranas de las células. Si no es así, no resulta posible la infección. Pero, si encajan, el “ladrón” abre la puerta celular y empieza a robar lo que existe dentro. ¿Cómo puede la llave de ciertos virus presentes en algunos animales llegar a abrir la puerta de nuestras células? Normalmente estas llaves animales no abren nuestras células pero, a veces, se producen mutaciones virales que accidentalmente cambian la forma de la llave, permitiendo que ésta encaje. Si una persona está en contacto directo con animales portadores de un virus mutado, éste puede saltar e invadir al humano. Esto es lo que ocurrió, por ejemplo, en el mercado de Wuhan (China) con el virus SARS (Síndrome Respiratorio Agudo Grave) a principios del siglo XXI que mató a casi 800 personas; o en Arabia con el virus MERS (Síndrome Respiratorio de Oriente Medio) que también provocó la muerte de un número similar, diez años después; y es lo que ahora está pasando, de nuevo a partir de Wuhan, con el COVID-19. 

¿Son los virus el producto de múltiples mutaciones en una evolución ciega o fueron diseñados inteligentemente desde el principio? Todos los virus, incluso los más peligrosos para el ser humano como el Ébola, el VIH o el actual COVID-19, muestran una organización precisa y deliberada que permite afirmar que son el resultado de un diseño inteligente original. Si esto es así, ¿significa que el Creador es un ser malvado? Yo creo que no. Tal como se ha señalado, la mayoría de los virus no afectan negativamente a los humanos sino que cumplen funciones necesarias para el buen funcionamiento de la biosfera. Son las mutaciones al azar, que se producen en la actual naturaleza sometida al mal, las que malignizan a algunos virus y eventualmente los convierten en armas mortales para el hombre. Sobre todo en aquellos lugares donde se hacinan ciertos animales portadores junto al ser humano o son consumidos frecuentemente por éste. Sin embargo, esto no es una razón suficiente para pensar que los virus no fueran bien diseñados al principio o que el Creador sea malévolo. 

Quienes contraponen la virulencia de ciertos virus y el sufrimiento que le generan al hombre con la omnipotencia y bondad divinas, para concluir que Dios no existe, olvidan que el Altísimo puede tener sus buenas razones al permitir tales tribulaciones. A veces, el sufrimiento o el dolor pueden tener efectos claramente positivos. Si, por ejemplo, me duele una muela, esto quiere decir que debo buscar la ayuda de un dentista. Si Dios me librara de ese dolor tan molesto, ¿acaso no estaría siendo injusto conmigo al permitir que la caries avanzara y yo no lo supiera? El dolor alerta de la enfermedad y permite tratarla. Hay sufrimientos que pueden tener sentido pedagógico.

Por otro lado, el problema del sufrimiento es mucho más difícil de explicar para el ateísmo que para el cristianismo. En efecto, ¿cómo se concibe el mal y el dolor desde el naturalismo materialista? Según el evolucionismo ateo, el ser humano es el superviviente de un largo proceso natural de sufrimiento, muertes y extinciones en masa. Desde tal perspectiva, el COVID-19 no sería malo en sí mismo sino todo lo contrario, algo beneficioso para la especie humana ya que al eliminar a los débiles, la selección natural estaría favoreciendo la evolución de aquellos que poseen un sistema inmunitario más eficiente. Sin embargo, cuando desde el ateísmo se señala la gravedad y malignidad de esta pandemia, ¿qué es en realidad lo que se está diciendo? Se recurre a un estándar moral de lo que es bueno y lo que es malo, que no es el propio del naturalismo materialista ni del orden natural. La única base en la que se puede sustentar este código moral son las prescripciones bíblicas reveladas por Dios. Y, paradójicamente, al considerar el coronavirus como un mal para el ser humano, se está de hecho afirmando implícitamente la existencia de ese Dios bueno. 

Las Sagradas Escrituras enseñan que Dios no fue el autor del mal en el mundo sino que éste surgió como consecuencia del orgullo, la soberbia y la desobediencia humana. Es lo que en la Biblia se llama pecado y que tuvo consecuencias distorsionadoras para toda la creación. De manera que los virus peligrosos como el COVID-19 y todo aquello que produce sufrimiento, dolor y muerte, no son más que la consecuencia de nuestro propio pecado. Fuimos creados en libertad pero no supimos elegir bien y nos decantamos por el mal, abriendo así la caja de Pandora de dolencias tan graves como la de este virus. 

Ante esta triste realidad en la que nos encontramos hoy, tenemos que ser humildes y responsables para adoptar aquellas medidas necesarias para mantener la salud de la mayor parte de la población mundial. El pánico, la histeria colectiva, el acopio innecesario de provisiones, la ansiedad, el egoísmo, la creación de hipótesis conspiratorias, etc., no mejoran la situación. Más bien la empeoran. Los cristianos debemos seguir confiando en el Creador del cosmos, que es también el de todos los virus, moléculas y átomos que hay en el mismo. Tenemos que ser sabios, pacientes y no perder la esperanza en su inmenso amor hacia el ser humano. Nuestra vida no depende de ningún virus maligno sino únicamente de Dios. Tal como escribió el profeta Isaías: No llaméis conspiración a todas las cosas que este pueblo llama conspiración; ni temáis lo que ellos temen, ni tengáis miedo. Al Señor todopoderoso, a él santificad; sea él vuestro temor, y él sea vuestro miedo (Is. 8:12-13).

 

Notas

[1] Sandín, M. 2006, Pensando la evolución, Crimentales, Murcia, p. 86.

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