Porno: el elefante en la habitación

Tenemos ese otro elefante en la habitación, ese enorme problema qué sí afecta a una gran mayoría de nuestros (pre) adolescentes, jóvenes y adultos, en principio, masculinos: la pornografía.

Países Bajos · 02 DE FEBRERO DE 2018 · 19:19

Photo by Sergey Zolkin on Unsplash,
Photo by Sergey Zolkin on Unsplash

Hoy he hecho una cosa: he ido al buscador de PD y he escrito “homosexualidad”, y en menos de un segundo, me han salido 21.400 resultados. Al meter “ideología de género”, la lista ha sido de 19.500 resultados. Luego, por probar, he buscado “pornografía”: 844 resultados. Y oye, me resulta algo paradójico, no lo puedo evitar.

Me explico: me parece absolutamente estupendo que como cristianos queramos tener una opinión bíblica, santa y bien argumentada sobre un tema tan absolutamente candente como es la homosexualidad y la ideología de género. Faltaría más. Hay que estar encima de la ola, sobre todo con estos temas tan peligrosos para la salud espiritual del cristiano medio. Porque ya se sabe que las iglesias, sobre todo las iglesias españolas, conocidas mundialmente por su liberalismo y mano abierta, poco ancladas en la Biblia y en la oración, están llenas hasta los topes de homosexuales depravados, lesbianas viciosas, transexuales trasnochados y demás entes trans, homo, fluid, bi y no sé cuántos adjetivos más absolutamente obsesionados con una sexualidad contraria al plan de Dios y deseosos de corromper la santa iglesia (por favor, cáptese la ironía). 

Aunque no sé. Porque igual y resulta que, la mayoría de las veces, cuando alguien bajo el paraguas de las siglas LGTB (por fin) se atreve a acercarse a una iglesia, sabe bien a qué atenerse. La criatura probablemente ya haya escuchado lo de que amamos al pecador, pero no al pecado, también lo de que igual le piden que practique la castidad y abstinencia y que Dios y su amor serán todo lo que necesite y bla bla bla. Llevamos siglos proclamándolo, no es que les vaya a pillar por sorpresa. Y el LGTB de dentro, el que se ha criado en una familia cristiana y en una iglesia, también lo sabe. Por eso no me puedo explicar por qué hacen falta tantos memorandos, artículos, discusiones, libros y ruido para volver a decir lo mismo de siempre.

Y, sin embargo, tenemos ese otro elefante en la habitación, ese enorme problema qué sí afecta a una gran mayoría de nuestros (pre) adolescentes, jóvenes y adultos, en principio, masculinos. Pero como resulta que vivimos en el mismo mundo y somos seres relacionales, se convierte en un problema que afecta, incluso más todavía, a la mitad femenina de la población. El problema de la corrupción de la sexualidad “hetero”. El problema de la pornografía. 

Sí, esa de la que apenas hablamos. Porque oye, así, a primera vista, nadie ve porno, nadie lee novelas eróticas, todos somos unas mentes puras consagradas a la castidad y santidad. Hasta que escarbas un poco. Y el elefante se transforma en monstruo. No sólo en el mundo cristiano, que ya es triste, sino en el mundo en general. Y eso es lo que me molesta. ¿De qué nos sirve lanzar soflamas y proclamas en contra de la homosexualidad, por considerarla contraria a la sexualidad diseñada por Dios, cuando el mundo entero ha sucumbido ante algo tan absolutamente deshumanizador como es la pornografía? Y no, no estoy exagerando.

En 2009, un grupo de investigadores de una universidad canadiense quisieron estudiar cómo afectaba el consumo de pornografía al cerebro humano (masculino, mayormente). La premisa era sencilla: vamos a analizar los cerebros de dos grupos de hombres: Grupo 1, consumidores habituales de pornografía; grupo 2, hombres que nunca hayan visto porno. Fácil, ¿no? Pues no, porque el primer shock vino cuando les fue imposible encontrar hombres que nunca hubieran visto porno. Y por hombres, me refiero a sujetos del sexo masculino mayores de 10 años. Diez. Años. Por favor, pararos un momento y dejad que esa realidad se asiente en vuestros cerebros.

Aun así, decidieron continuar con el experimento de todas maneras. Estudiando solamente el cerebro de los que sí consumían porno (los únicos cerebros disponibles). Una de las preguntas que les hicieron a los sujetos en cuestión era si creían que el consumo de porno afectaba en algo a sus vidas cotidianas. La respuesta, por supuesto, fue “no”. Pero claro, si todos los niños mayores de diez años que conocemos fumaran como carreteros, cuando a los veintipocos desarrollaran cáncer de pulmón u otras enfermedades respiratorias, pensaríamos que tanto el cáncer como las enfermedades respiratorias son algo normal. Algo por lo que todo muchacho normal y bien desarrollado tiene que pasar. Y no. Obviamente, el cáncer de pulmón y las enfermedades respiratorias, en este caso, serían la consecuencia de los malos hábitos de los críos. Pero como no tendríamos con qué compararlos porque todos fuman y fumar estaría socialmente perfectamente aceptado, nadie se plantearía que ese fuera el origen del mal.

Y eso ocurre con el consumo de pornografía. El visionado de pornografía, literalmente, cambia el cerebro. Físicamente. Lo altera, lo transforma. Y ese nuevo cerebro es la norma entre los adolescentes, jóvenes y adultos de nuestra sociedad. Dentro y fuera de la iglesia. 

¿Consecuencias? Primero, obviamente, para el sujeto en cuestión, cuya sexualidad cambia por completo, transformándose en una especie de relación obsesiva con una pantalla cuya recompensa momentánea exige cada vez más clicks, más imágenes, más variedad, más agresividad, más, más y más para satisfacer un cerebro completamente enganchado. Y eso lleva a dos cosas, según muestran los estudios hechos al respecto: por un lado, la imposibilidad de mantener relaciones sexuales normales con mujeres normales (ni el cuerpo ni la mente responden), y por otro, problemas de ansiedad, depresión, déficit de atención y una amplia gama de fenómenos relacionados que, en las consultas de los psicólogos y terapeutas, se tratan como enfermedades en sí, en lugar de verlos como síntomas de un problema mucho mayor. Y en realidad, mucho más fácil de tratar, pues esos mismos estudios muestran como cuando se pedía a esos jóvenes diagnosticados con depresión o ansiedad que dejaran de ver porno por unas semanas, los síntomas desaparecían rápidamente. Estudiantes fracasados terminaban sus estudios, se echaban novia, comenzaban (y terminaban) proyectos, fundaban empresas. Comenzaban a vivir, muchos por primera vez. Y una curiosidad: los hombres maduros que dejan de ver porno suelen recuperarse antes que los jóvenes sencillamente porque de adolescentes no tuvieron acceso a internet. 

Pero las consecuencias no son solo para los consumidores de pornografía. Y eso es todavía más preocupante. Si te tiras por un barranco y te matas, allá tú. El problema es cuando al tirarte por el barranco arrastras a unos cuantos contigo. Porque, si ves porno, los cambios en tu cerebro y en tu visión de la realidad me afectan directamente a mí. A mí, a mis hermanas, amigas, hijas. Afectan a cómo la mitad de la sociedad percibe a la otra mitad, y esa percepción es de todo menos positiva.

¿Qué hay detrás de la violación en grupo de La Manada? Pornografía. ¿Qué hay detrás del alarmante aumento de (micro) machismos en las escuelas e institutos? Pornografía, niños y niñas cuyo “normal” significa mujeres dominadas, al servicio del placer del hombre, objetos sexuales sin voz ni voto. Flaco favor a siglos de lucha por la igualdad.

El consumo de pornografía cambia el cerebro del hombre. La pornografía ya está cambiando el cerebro de toda una generación de niños y adolescentes que serán los hermanos, amigos, novios, maridos, padres, colegas, jefes, pastores, teólogos, predicadores, etc., de mañana. Hombres que, en teoría, deberían relacionarse de igual a igual con las mujeres con las que se encuentren a su paso pero que, en realidad, y sin que nadie sea consciente de ello porque el porno ha alterado sus cerebros, verán a las mujeres como objetos sexuales, a dominar, a abusar, para su placer y servicio. Hombres incapaces de mantener una relación sana porque su cerebro ha anulado los conductos que se lo permitían

Y esto, señores, ya está pasando. Dentro y fuera de la iglesia. Solo que nosotros, en teoría, sabemos. En teoría, todavía podemos acceder a ese cerebro normal, a esa sexualidad y relaciones sanas diseñadas por Dios de las que tanto hablamos en, creo yo, foros que, en realidad, y comparado con lo que se nos viene encima, no importan tanto. Ojalá seamos capaces, como cristianos, de verle las orejas al lobo cuando aún hay algo de tiempo para ser de verdad sal y luz a esta tierra.

 

Isabel Marín -  Filóloga Hebrea - Paises Bajos

 

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