¿Es legítimo el amor propio?

El amor es una fuente que mana, escondida en el interior, desde el más profundo manantial en cada ser humano.

ESPAÑA · 12 DE MAYO DE 2017 · 19:42

Foto: Héctor J. Rivas,
Foto: Héctor J. Rivas

El amor es una fuente que mana, escondida en el interior, desde el más profundo manantial en cada ser humano.

Todos nos amamos a nosotros mismos, incluso en los casos negativos más extremos, pues quien actúa contra sí muestra con su acción que se ama, aunque manifiesta su amor propio como como una reacción. ¿Por qué? Su reacción es el sello de una insatisfacción o una herida en su amor puro que tiende hacia la destrucción porque un deseo no puede ser correspondido o porque una herida causada permanece abierta.

Digamos que la pulsión hacia la destrucción se asemeja a aquella situación cómica en la que un mosquito nos ha picado en la pierna y nos rascamos vigorosamente para aliviarnos placenteramente, pero causando una herida que explica que no hay un conformismo con el picor, sino que se desea el bienestar físico. De la misma manera, el que busca su autodestrucción la busca para encontrar un estado de quietud y de placer, o al menos para escapar a la inquietud y al displacer que le asedian física y anímicamente. Quien se autodestruye, en definitiva, considera que es mejor la autodestrucción que su estado actual.

Cuando hablamos del amor puro no nos referimos al amor bucólico y romántico que retratan y relatan los artistas clásicos en sus obras, sino al amor instintivo que hallamos en la infancia, un amor que no ha sido suficientemente alterado por la cultura civilizadora. Este amor a sí mismo debe ser educado para que el niño pueda vivir y compartir en sociedad, pero haríamos mal si dijésemos que es un amor torcido.

Es cierto que Cristo nos dejó como mandamiento que amásemos a nuestro prójimo como a nosotros mismos, pero ¿cómo íbamos a amar al prójimo si primero no hubiésemos comprendido qué significa el amor propio y su satisfacción?

El niño se ama a sí mismo instintivamente, y su amor no debe ser tomado como un amor pecaminoso, sino como el primer paso necesario en la educación cristiana para llegar a comprender el segundo mandamiento de Cristo. Esto tampoco significa que debamos dejar al infante a sus anchas y satisfacerle con todo lo que desea para hacer crecer desmedidamente su ego, sino que debemos contar con su amor propio si queremos darle una educación saludable y con entendimiento. Se trata, por lo tanto, de darle amor, de satisfacerle, pero también de enseñarle a mostrarlo. Y aunque sus primeras muestras no sean con conciencia, el niño irá adquiriendo conocimiento de la satisfacción que se tiene cuando se muestra amor a otros, precisamente porque, gracias a otros, él lo ha experimentado consigo mismo.

Así que, en primer lugar, el amor propio que se halla en la infancia debe ser conducido para llegar a ser un amor recto. En segundo lugar, cuando el niño ha experimentado el amor propio y lo ha satisfecho sanamente, mediante la cálida y paciente educación hogareña, debe aprender de memoria el mandamiento de Cristo de amar al prójimo como a sí mismo y encontrar momentos oportunos, guiado por sus padres, para exteriorizarlo prácticamente. En tercer lugar, deberemos comprender, y esto no sólo es para los niños, que al amar al prójimo debemos amarlo en una relación de igualdad con nosotros mismos. El prójimo no es más que yo ni yo soy más que el prójimo; yo no soy un medio ni un instrumento para el prójimo, como tampoco el prójimo es un medio para mí, sino que ambos somos igualmente un fin en sí mismo. No debemos olvidar que nosotros también somos nuestros prójimos, pues no nos pertenecemos.

Algunas veces, en el púlpito, se expresa tácitamente que Cristo amó al mundo más que a sí mismo porque murió por la humanidad y que nosotros deberíamos despreciarnos si queremos ser como Cristo. Pero debo expresar mi desacuerdo en este punto ofreciendo una breve explicación.

A mi parecer —y desearía, agradecido, que se me explicara razonablemente lo contrario si me hallo en el error—, a mi parecer, digo, Jesús al morir en la Cruz no amó al mundo más que a sí mismo, sino que lo amó como a sí mismo. Su deseo póstumo de relacionarse con la humanidad, no sólo en la temporalidad espacial, sino también en la eternidad, le llevó a morir en la Cruz. Satisfizo su deseo con su propia muerte y construyó la puerta de la eternidad porque ese fue su deseo.

En el mismo acto de su sacrificio cumplió, en primer lugar, con su amor propio, satisfaciendo su deseo de salvar a la humanidad, y, en segundo lugar, mostró su infinito amor al mundo, un amor infinito que sólo Dios puede mostrar desde el infinito amor de sí mismo.

Este es el acto sublime y la gracia poética de la muerte del Cordero, amar infinitamente a un mundo finito como a sí mismo. Sólo Dios puede amar infinitamente, y que Dios se ame a sí mismo infinitamente se puede entender lógicamente, porque Dios es infinito. Sin embargo, señores y señoras, ¡qué maravilla tan hermosa que Dios haya amado infinitamente a seres finitos, y, más aún, que los haya hecho infinitos para que puedan experimentar eternamente un amor incontable e inagotable!

Cristo murió por nosotros, pero no se olvidó de sí mismo; pues si se hubiera olvidado de sí mismo y no hubiera resucitado, el ser humano tampoco podría resucitar. El amor a nosotros mismos tiene que recordarnos el amor que debemos mostrar al prójimo, y el amor al prójimo debe recordarnos el amor que debemos mostrar por nosotros mismos. Son indisociables en su reciprocidad.

¿Y el amor a Dios dónde queda? En realidad, el amor ético incondicional —que no pasional y amistoso— sólo puede ser llevado a cabo desde la religión cristiana, la religión verdadera. El amor pasional y amistoso es condicional, depende de si el otro muestra o no muestra amor, subsiste o se muere por el amor del otro. Pero el amor ético-cristiano es independiente y absoluto, no depende de que el prójimo dé o no dé amor, sino que lo da sin esperar una muestra inicial o una respuesta conciliadora. El amor cristiano no es que dependa de Dios, sino que es Dios mismo, ¡Dios es amor, y amor que permanece!

No es que nosotros amemos a Dios, pues ¿cómo íbamos a alcanzar con nuestro finito amor a un Ser infinito? Sino que, más bien, porque Dios nos amó primero es que nosotros podemos amarle a él y al prójimo. En otras palabras: porque primero Dios nos llenó de infinito amor es que nosotros podemos devolverle amor infinito, a Él, al prójimo y a nosotros mismos. Ama a Dios sobre todas las cosas, pues en el momento en que no lo haces el amor fluctúa finitamente de un lado para otro, sin libertad y determinado por las acciones de otros.

¿Me pides un ejemplo de amor incondicional? Prepárate: ¡Que tu consorte fuese infiel cuantas veces quisiera y tú le perdonases cuantas veces fuese infiel! Si te ofende, entiende que este es el amor de Cristo a la Humanidad.

 

Ivan Campillo Moratalla – Estudiante de Filosofía – Valencia

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - IVÁN CAMPILLO MORATALLA - ¿Es legítimo el amor propio?