La espada de juguete

Fue mi vida la que voló en pedazos con cada mala decisión que tomé. Dios, en su amor, envió a su Hijo Jesús para dar su vida por mí. Y gracias a este sacrificio pude recomponer los trocitos desperdigados por el camino y ser hecho hijo de Dios.

ESPAÑA · 25 DE ABRIL DE 2017 · 16:17

Foto: Ricardo Cruz (www.unsplash.com),
Foto: Ricardo Cruz (www.unsplash.com)

Mi hijo Lucas, de tres años, quería una espada. Fuimos juntos a una tienda de juguetes y le regalé una. Me encanta ver su cara de felicidad cuando recibe un regalo. No pudo esperar ni a salir de la tienda para abrir la espada y comenzar a jugar en su mundo simbólico.

A los veinte metros de la juguetería nos encontramos con unos vecinos. Al despedirnos y retomar el camino hacia casa veo cómo Lucas está dando golpes con su espada nueva en el suelo, tratando de alcanzar a las hormigas que pasaban por ahí. La espada nueva no aguantó los golpes y, con cada uno de ellos, fue despedazándose. Lucas estaba tan metido en su fantasía que, en lugar de parar, seguía dando golpes cada vez más fuertes mientras los trozos de espada salían volando por los aires. En lugar de empezar a gritarle (mi intención inicial), le hice una pregunta con calma:

  • Lucas, ¿qué ha pasado con la espada?
  • Nada.
  • Yo creo que sí ha pasado algo. ¿Me la dejas ver?
  • Sí, toma.
  • Mira Lucas, yo creo que la espada no era tan corta. Parece que le faltan trozos, ¿no?
  • No... no le faltan.
  • ¿Y qué son esos trozos que hay en el suelo?
  • ¿Qué trozos? - pregunta, mientras hace como que no ve nada a su alrededor.
  • Lucas, cariño, has roto la espada nueva que te he regalado hace cinco minutos. Papá está triste por la forma en la que has tratado el regalo que te he dado.

Lucas se queda pensativo y, repentinamente, cambia su expresión a enfado.

  • ¡Muy mal, papá! - me grita.
  • ¿Por qué?
  • ¡Por enfadarte conmigo! - dice, mientras echa a andar hacia nuestra casa con los brazos cruzados y con cara de contrariedad.

Una vez en casa le pido que vaya a su habitación, me siento junto a él y trato de que reconozca lo que ha hecho. Él sigue adoptando una actitud de defensa, llegando incluso a pasar al ataque:

  • ¡Es que tú has hecho que rompa la espada!
  • ¿Cómo que yo he hecho que rompas la espada? ¡Pero si has sido tú el que la ha roto en pedazos golpeándola contra el suelo!
  • ¡No, has sido tú!
  • Lucas, por favor, ¿quién ha roto la espada, tú o yo?
  • ¡Tú!

En ese momento decido dejarle solo en la habitación y decirle que no va a salir hasta que reconozca lo que ha hecho. Cuando se queda solo rompe a llorar. Le dejo unos minutos y vuelvo a entrar.

  • Lucas, tesoro, ¿tienes algo que decirme?
  • Sí... ¡que he matado a las hormigas! - rompe a llorar de nuevo (me cuesta trabajo aguantarme la risa ante esa salida).
  • Y también has roto la espada, ¿no?
  • Sí...
  • ¿Y qué hay que hacer cuando se hace algo mal?
  • Pedir perdón a alguien...
  • ¿A quién le tienes que pedir perdón?
  • A ti.
  • ...
  • Lo siento, papá - sigue llorando desconsolado.

Yo llevaba minutos deseando que llegara este momento. Ya no aguantaba más tiempo viéndole llorar, pero debía ser fuerte y esperar a que reconociera su error. Le abracé fuerte y le dije: "Te quiero y te perdono, hijo. Siempre voy a quererte y a perdonarte, porque eres mi hijo y te amo."

Salimos a la calle a buscar los trozos de la espada y juntos los unimos con cinta adhesiva.

Mientras ocurría todo esto yo pensaba: "Lo que acaba de suceder ahora es el misterio de la salvación puro y duro". Un padre amoroso hace un regalo a su hijo. El hijo utiliza ese regalo inadecuadamente y lo estropea todo. Cuando tiene que responsabilizarse de sus actos, en lugar de hacerlo, culpa a su padre de lo ocurrido. No es hasta que no se siente solo y abandonado cuando entiende lo que ha hecho y que ha estado tratando de justificar lo injustificable y echando balones fuera. Cuando se arrepiente de su error, el padre (que estaba deseando estar con su hijo) no duda ni un segundo en perdonarle, amarle y ayudarle a recomponer los pedazos rotos.

En mi caso no fue una espada la que rompí. Fue mi vida la que voló en pedazos con cada mala decisión que tomé. Dios, en su amor, envió a su Hijo Jesús para dar su vida por mí. Y gracias a este sacrificio pude recomponer los trocitos desperdigados por el camino y ser hecho hijo de Dios. 

Algún día Lucas tendrá que hacer las paces con su Padre Celestial. Y espero que ese día, al sentirse solo y abandonado por causa de su pecado, recuerde que al otro lado de la puerta, en el pasillo, está Jesús esperando y ardiendo en deseos de perdonarle, abrazarle y amarle eternamente.

 

Daniel Bores García - Profesor y autor - España 

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - DANIEL BORES GARCÍA - La espada de juguete