De cuando la verdad es verdad, lo diga quien lo diga

A veces nos quedamos en tierra de nadie. Lo malo es que no hay “tierra de nadie”. O somos y estamos o ni somos ni estamos.

ESPAÑA · 06 DE MARZO DE 2017 · 16:14

Foto: Austin Thesing (Unsplash.com),
Foto: Austin Thesing (Unsplash.com)

Estupor y tristeza. Así podría resumir mi estado de ánimo al comprobar que ciertos protestantes españoles parecen no haber aprendido de su propia historia. Aunque, pensándolo bien, tampoco es de extrañar, dado el escaso conocimiento que muchos de ellos tienen sobre sus raíces. 

El pastor luterano Martin Niemöller expresó con absoluta nitidez cuál es el resultado de no levantar la voz cuando hay que levantarla. Y antes de que alguien me acuse de sacar fuera de contexto sus palabras, permítaseme decir que nada más lejos de la realidad. Nosotros también vivimos bajo una tiranía. Tal vez no sea todavía tan evidente como en la Alemania nazi, pero todo se andará. Primero se lucha en el campo de las ideas y luego, cuando éstas se convierten en hechos consumados, en normas y leyes, solamente se puede luchar con la resistencia no violenta.

Pues bien, decía el pastor Niemöller que cuando callamos y dejamos de defender a determinados colectivos o minorías porque la cosa no va con nosotros, porque creemos que no nos afecta directamente, llegará un día en que ya no quedará nadie que pueda alzar la voz cuando finalmente vengan contra nosotros. Y que a nadie le quepa la más mínima duda: venir, vendrán.  

Me parece de una ingenuidad digna de mejor causa pensar que los ataques que recibe la iglesia católica en España últimamente no tienen nada que ver con nosotros, los que no somos católicos. Me parece de una estrechez de miras incalificable ponerse selectivamente de parte de aquellos que nos caen bien, olvidando que hay que defender el derecho de todos, y digo todos, aunque estén en las antípodas de nuestras convicciones. No se trata de defenderlos porque estemos de acuerdo con ellos, sino porque es lo correcto. Dios nos ha dotado de libertad y nadie, ni siquiera la poderosa maquinaria de los modernos estados occidentales (y no digamos ya de las dictaduras y tiranías de todo pelaje que campan a sus anchas por todo el mundo), puede arrebatarnos aquello que el Creador nos ha dado.

Sí, somos protestantes y tenemos divergencias de fondo con la iglesia católica romana, pero también un acervo común y no pocas posturas éticas y doctrinales compartidas. Ya sé que decir esto no va a aumentar mi popularidad, pero negarlo sería un atentado contra la integridad intelectual y el sentido común. Y lo dice un protestante radical; un bautista, para más señas. Pero, claro, basta con que algo lo digan o lo hagan “los católicos” para que algunos protestantes se pongan inmediatamente en contra, a la defensiva, cual erizo que se siente amenazado. Es como si nada bueno pudiera provenir de “ellos”. De entrada, no. No vaya a ser que nos confundan a todos. No vayan a pensar que si les damos la razón perdemos nuestra fuerza. Es el temor al qué dirán, a las etiquetas.

Si alguien en su sano juicio, y con esto vuelvo a Niemöller, piensa que el Estado, la opinión pública, los medios de comunicación, los grupos de presión, pueden hacer tambalear a una institución tan arraigada y poderosa como la iglesia católica, y que los protestantes y demás creyentes en general de este país nos vamos a ir “de rositas”, que con nosotros no se meterán, es que vive en la inopia. Hoy no se puede sacar a la calle un autobús que dice obviedades (que los niños son niños y las niñas son niñas). Mañana no se podrá circular con una furgoneta que contenga citas bíblicas o dar testimonio público de nuestra fe en el Señor porque “se incita al odio”, es “políticamente incorrecto” u “ofende al buen gusto y a las buenas costumbres”. Pero ¡qué digo mañana! ¡Si ya está pasando hoy!  

La consigna actual es clara: encerremos a los creyentes en sus lugares de culto. Que se quedan ahí, sin hacer ruido, lejos del foco público, ocupados con sus liturgias, con sus “cuentos” y sus oraciones. Ahí, tranquilitos, y ojito con lo que dicen. Y cuidado con las predicaciones y homilías, con pretender hablar de verdades absolutas. Si se portan bien tan sólo serán objeto de burla de vez en cuando, que bien merecido lo tienen, pero como se pasen un pelo empezarán a llegar las quejas, las difamaciones, las campañas de acoso y derribo, las querellas y una legislación ad hoc para cerrarles la boca o atenerse a ser procesados. ¡A ver si lo asumimos de una vez! También es nuestro problema. Somos cuatro gatos (en términos comparativos con otras confesiones de nuestro país). El pueblo llano tienen un desconocimiento absoluto sobre las iglesias evangélicas, los medios de comunicación abusan constantemente de nosotros y las administraciones públicas llevan décadas toreándonos. Da igual quién gobierne. Por mucho que algunos pretendan ir de “progres” y de “enrollados”, desmarcándose todo lo que pueden de la iglesia católica. Vano intento.

Resulta tristísimo comprobar que también entre nosotros parece importar más quién dice las cosas que las cosas que dice. ¡Y así nos luce el pelo! Nunca llegaremos a ningún lado porque cada uno tiene su propio “lado”. Aquí parece que no interesa la Verdad, sino “mi” verdad, mi interpretación, mis autores favoritos, los de mi cuerda. ¡Qué pena! ¿Para esto la Reforma? ¿Acaso le tememos más a que nos tilden de “conservadores”, “intolerantes”, “ultras” y “extremistas” que a defender el derecho a la vida, la libertad de conciencia y la libertad de expresión —valores que manan directamente de los movimientos reformistas? Si nosotros no alzamos la voz, si no ponemos un poco de cordura en todo esto, ¿quién va a hacerlo? ¿los verdugos de antaño, hoy convertidos en víctimas? ¿los que ayer eran víctimas y hoy se han convertido en verdugos?

Lo dicho, estupor y tristeza. Humanamente hablando dan ganas de abandonar, de darlo todo por perdido. Lo cierto es que esa sería la reacción lógica. ¿Para qué tanto trabajo? ¿Qué sentido tiene estar remando constantemente contracorriente? ¿Acaso han dado su vida en vano quienes se han entregado en cuerpo y alma a vivir y compartir el Evangelio en nuestro país a lo largo de la historia? ¡No! ¡No y mil veces no!

Hasta ahora no he citado ningún versículo bíblico. Pues bien, ahí va uno: “¡Ay de los que llaman al mal bien y al bien mal, que tienen las tinieblas por luz y la luz por tinieblas, que tienen lo amargo por dulce y lo dulce por amargo!” (Isaías 5:20, LBLA). Este es nuestro mundo, un mundo que se dirige a marchas forzadas hacia su propia destrucción. Y mientras, entre los de “somos un pequeño pueblo muy feliz” y los de “ganaremos toda España para Cristo”, nos quedamos en tierra de nadie. Lo malo es que no hay “tierra de nadie”. O somos y estamos o ni somos ni estamos. Nuestro silencio —no sé si cobarde, cómodo o táctico, pero silencio al fin y al cabo— clama al cielo. Como decía Edmund Burke, “para que triunfe el mal, basta con que los hombres de bien no hagan nada”. Y así están muchos, mirándose el ombligo, confiando en que el mal tiempo escampe. Pero el mal tiempo no acabará. Vienen días mucho peores.

El mensaje de la Biblia, el Evangelio de Jesucristo, no es un mensaje negativo, ni incita al odio contra nadie. Es asertivo y reconciliador: “porque el Hijo del Hombre ha venido a buscar y a salvar lo que se había perdido” (Lucas 19:10, LBLA). Denuncia el pecado, condena el mal, es cierto. Pero lo hace para abrir la puerta a una vida diferente, a un mundo distinto, a una humanidad nueva. No es -fobo, sino -filia. El mundo, nuestra sociedad, no puede entender que se pueda ser firme en las convicciones, no transigir con todo aquello que, en nuestra opinión, se opone a la voluntad de Dios y sin embargo amar encarecidamente a las personas y buscar por todos los medios que conozcan a Jesús, que sus vidas sean transformadas. Es por eso que se hace más necesario que nunca que los creyentes, con independencia de nuestra confesión, seamos luz en medio de las tinieblas (Mateo 5:14,15; Filipenses 2:15).  

 

Rubén Gómez - Pastor y Traductor - España

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - RUBÉN GÓMEZ - De cuando la verdad es verdad, lo diga quien lo diga