La iglesia y sus miembros: ni dictaduras ni anarquías

Si los creyentes deben ser miembros o no de una iglesia local es un tema que, tristemente, divide a la cristiandad evangélica. Me atrevo, sin embargo, a encender algunas lámparas que arrojen algo de luz en este oscuro escenario.

ESPAÑA · 23 DE FEBRERO DE 2017 · 08:11

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Tras leer un artículo reciente de Isabel Pavón en Protestante Digital[i], en el que criticaba sin ambages el libro de Jonathan Leeman Edificando iglesias sanas, he llegado a la (aparentemente extraña) conclusión, de que tanto el autor como su crítica no sostienen posturas tan opuestas como parece.

Utilizando la terminología del recientemente fallecido Leonard Cohen, Isabel da la impresión de haber construido una «muñeca de vudú» en la que clavar los alfileres de su airada reacción, pero con el inconveniente de que no se parece en nada a la imagen que el libro pretende dar. En otras palabras, Jonathan está hablando de principios bíblicos; Isabel, de sus experiencias.

Si los creyentes deben ser miembros o no de una iglesia local es un tema que, tristemente, divide a la cristiandad evangélica, y es tan amplio y profundo que no se le puede hacer justicia en los reducidos confines de un breve artículo. Me atrevo, sin embargo, a encender algunas lámparas que arrojen algo de luz en este oscuro escenario.

Debería ser obvio que no se puede rechazar una institución, una organización o una doctrina por el simple hecho de que sus adherentes las implementen mal. Por ejemplo, un partido puede tener una excelente ideología y, al mismo, tiempo aceptar la corrupción en sus filas, lo cual no tiene por qué echar por tierra dicha ideología.

La autoridad espiritual de pastores y ancianos en las iglesias debería ser incuestionable (cf. He. 13:17). Pero el hecho de que haya pastores que abusen de su autoridad no invalida ese principio. Lo que sí debe haber son mecanismos correctores que impidan dichos abusos, y eso es parte también de la enseñanza bíblica. Si una iglesia no aplica esos mecanismos, no debe despotricar contra el principio bíblico de la autoridad.

Lo mismo se puede decir de la autoridad de la iglesia local. Cuando Pablo dio instrucciones a la iglesia en Corinto sobre un miembro incestuoso, reconoció la autoridad de dicha iglesia para expulsarlo (cf. 1 Co. 5:5). Pero si una iglesia ejerce esa autoridad erróneamente, el creyente es libre para buscar una iglesia que actúe bíblicamente. No tiene por qué sentirse coartado en cuanto a su libertad o el uso de sus dones. Yo creo en la necesidad de ser miembro de una iglesia local, pero la Biblia no me dice que esté obligado a ser miembro de una iglesia determinada.

La autoridad puede convertirse en una dictadura, pero la alternativa no es la anarquía de los tiempos de los Jueces: «En aquellos días no había rey en Israel; cada uno hacía lo que bien le parecía» (Jue. 17:6). Por supuesto que todo creyente tiene libertad para confesar su fe, pero si va por ahí propagando ideas antibíblicas, o actuando inmoralmente, tiene que haber una autoridad que lo llame al orden.

Todos los creyentes deberían estar de acuerdo en cuanto a ofrendar (de alguna manera) para la obra de la iglesia local. El hecho de que haya pastores que gasten ese dinero en sus lujos no invalida el principio. Si los miembros de esa iglesia son espirituales, detectarán el fraude y actuarán en consecuencia.

La iglesia local no es una democracia sino una teocracia, pero eso no invalida el principio de que «en la abundancia de consejeros está la victoria» (Pr. 24:6). En la práctica, sin embargo, hay creyentes (a veces con poca formación y menos madurez) que se atreven a juzgar a la ligera a toda una iglesia. No se molestan en contrastar y consensuar sus opiniones con las de otros creyentes más maduros y, como resultado, vagan de iglesia en iglesia en busca de la iglesia “perfecta” (la que esté de acuerdo con él), sin darse cuenta de que, cuando la encuentre, ¡dejará de ser “perfecta” por estar él allí!

Es cierto que hay iglesias que actúan como sectas y que, como tales, debemos evitar como a la peste. Pero me atrevería a decir que en la gran mayoría de iglesias evangélicas “normales” no se disciplina a un miembro por no pagar el diezmo, por mudarse a una zona equivocada o casarse con una creyente inadecuada. Puede que reciba consejos o incluso presiones, pero nadie le puede quitar a dicho creyente la libertad de conciencia necesaria para tomar la decisión final.

En mi medio siglo de vida cristiana, jamás he visto que a un creyente se le haya privado de la Cena del Señor por no ser miembro de una determinada iglesia. En algunos casos, no se admite a la Cena a creyentes que no estén bautizados o que no sean miembros de ninguna iglesia, pero eso es un caso muy diferente al que se plantea en el artículo que se está comentando aquí.

Pero la cuestión de fondo de todo este asunto es si un creyente debe o no ser miembro de una iglesia. Yo creo que sí, pero si a algún lector no le convencen los argumentos de Jonathan Leeman, no creo poder hacerlo en unos pocos renglones. Simplemente lanzo una pregunta a Isabel y a cualquier otro lector. Cuando la Biblia dice: «Obedeced a vuestros pastores», ¿a los pastores de qué iglesia se refiere? ¿Quiénes son tus pastores? ¿Los de la iglesia que visitaste el domingo pasado o la que visitarás el domingo siguiente? ¿Todos los pastores del mundo? ¿Quizá los pastores que tú elijas para cada ocasión y que estén de acuerdo contigo? Si, por ejemplo, yo soy jugador en un equipo de fútbol y alguien me dice que siga las instrucciones de mi entrenador, debería tener claro de qué entrenador se trata: el del equipo del que soy miembro. ¿Por qué resulta tan difícil aplicar esta lógica aplastante al terreno espiritual?

 

Demetrio Cánovas Moreno – Escritor - San Luis de Sabinillas (Málaga)

 

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