Testimonio

Recuerdo que una mañana mis padres pensaron que había perdido definitivamente la cabeza. Me dirigí al salón, abrí cajones, y comencé a desempolvar antiguos libros cristianos y a colocarlos todos en mi habitación. Llevaba algunos años sin pisar una iglesia.

ESPAÑA · 03 DE DICIEMBRE DE 2015 · 08:14

Foto: Héctor J. Rivas,
Foto: Héctor J. Rivas

Querido amigo:

Nací en un hogar católico apostólico y romano. Fui bautizado a los pocos meses. No obstante, un día, mis padres esperaban a unos familiares en la entrada de una pequeña iglesia cristiana reformada. Hubo algo que los mantuvo sin moverse. Se encontraban fuera de la iglesia mientras llovía, pues la iglesia estaba completamente llena y no se podía entrar. El pastor era un hombre llamado José Ríos. El Espíritu Santo convenció a mis padres de que eran pecadores y que necesitaban a Cristo como Salvador y Señor.

A los pocos meses comenzaron a llevarme a mí también a la iglesia para escuchar la Palabra de Dios, y puedo recordar aquellos sermones, aquellos cánticos desde mi más tierna infancia. Desde muy pequeño estuve familiarizado con la fe y sabía que "Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Timoteo 1:15), pero creo que no fue en aquel entonces cuando verdaderamente experimenté del amor de Jesús en mi corazón.

El tiempo pasó, y con 14 años comencé voluntariamente a ser guiado por ciegos. Jesús dijo: "Si el ciego guiare al ciego, ambos caerán en el hoyo" (Mateo 15:14); y caí en el hoyo, pues  poco a poco el mundo comenzó a tratar de conquistarme y a seducirme para que olvidara mi antigua fe; y me olvidé, aunque nunca por completo, del significado de la venida de Cristo al mundo. Aunque Dios jamás permitió que aquella antigua semilla que fue puesta en mi corazón muriera. Él la iba a hacer crecer, aunque el momento de mi conversión aún no había llegado.

Pasaron algunos años, y un gran vacío existencial se apoderó de mí. Nada me satisfacía: ni el pecado, ni lo que el mundo podía ofrecerme. Tenía una gran sed de saber por qué vivía y existía, pero no había forma de encontrar el verdadero sentido a mi vida. En aquella época leía todo lo que caía en mis manos, intentando así encontrar respuestas a mis preguntas. Leía a Fernando Savater, a Bertrand Russell, a filósofos y al psicoanalista Freud. Hasta llegué a leer con gran atención al desquiciado pensador Friedrich Nietzsche, pero jamás pude encontrar en estas lecturas respuestas a las inquietudes de mi alma.

Recuerdo que una mañana mis padres pensaron que había perdido definitivamente la cabeza. Me dirigí al salón, abrí cajones, y comencé a desempolvar antiguos libros cristianos y a colocarlos todos en mi habitación. Llevaba algunos años sin pisar una iglesia. Regaba cada noche mi cama con lágrimas, y la agonía y la desesperación me atormentaban. Comencé a visitar una iglesia en Málaga. El 16 de noviembre de 1997, el pastor Miguel Rueda (quien ya partió a la presencia del Señor) abrió su Biblia y leyó: "Y conoceréis la verdad y la verdad os hará libres" (Juan 8:32). Estas palabras eran de Jesús. Yo sabía que no era libre sino esclavo del pecado. Leía muchísimo la Biblia (la Palabra de Dios) en mi habitación, a solas con mi Creador. Fue en aquel entonces cuando no pude soportar más mi pecados y me rendí delante del Señor, y de rodillas y llorando, le dije: "Oh Señor, solo Tú conoces mis pecados. No sé con qué cara me acerco a Ti después de tantos años. Estoy cansando de vivir si Ti. Sin Ti estoy muerto. Creo que moriste por mis pecados en la Cruz y resucitaste. Perdóname, estoy arrepentido. Sálvame por amor de tu nombre. Amén".  Interiormente, pude escuchar la voz de Jesús que decía a mi alma abatida: "Tranquilo, los sanos no tienen necesidad de médico sino los enfermos; no he venido a llamar a justos, sino a pecadores".

Esta fue mi experiencia. He de decirte que han pasado ya unos 17 años. Yo le he sido infiel al Señor muchas veces, y me avergüenzo por ello; pero Él ha permanecido fiel porque me amó con amor eterno. Quisiera exhortarte con amor a que medites en lo leído. ¿Eres feliz sin Cristo? Si así es, te digo que esa felicidad es pasajera, pues no hay verdadero gozo sino en Jesús, y que después de la muerte te arrepentirás de no haber buscado a Cristo en vida. El Evangelio es muy sencillo. Este es el mensaje de salvación: "Arrepiéntete de tus pecados, cree en el Señor Jesucristo y serás salvo", porque "palabra fiel y digna de ser recibida por todos: que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores" (1 Timoteo 1:15). Es mi deseo que, así como Cristo me salvó a mi, también te salve a ti. Quiera Dios que así sea.

 

Sergio Gil Nebro - Misionero – Cuenca, España

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