El luto

José Luis Fernández Díaz

04 DE MARZO DE 2013 · 23:00

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Hace pocos días recibí un comentario interesante de una persona que no conozco. Ya saben, cosas que pasan en la red. En ocasiones se trata de comentarios negativos, y si acaso son críticos bienvenidos sean. Lo peor de algún caso es cuando son viscerales, sin fundamento, y plagados de prejuicios que poco aprovechan. Sin embargo, el que ahora quiero comentar sí que merece la pena y está relacionado con los excesos que se producen cada vez que celebramos un evento, al cual me arriesgo a denominar “orgía” apelando a la etimología de la palabra empleada. El internauta hacía referencia al luto que sufren algunas familias al tener que reunirse bajo el imperativo estacional, haciendo ver que están unidas. El concepto “luto” me hizo reflexionar más allá de la ilusión o del agradecimiento silencioso de que alguien se pare un instante a interactuar con el autor por un pequeño artículo de opinión. Recordé que en una ocasión, visitando una prisión, un hombre de raza gitana me decía que estaba de luto y no participaba en ciertas actividades. Aquello me llevó a investigar un poco sobre el modo de afrontar un tiempo de luto y de decidir sobre la adecuación de ese elemento a los días en los que nos toca vivir. El luto es un estado de dolor, tristeza y separación, pero también lo es de profunda reflexión interior. A lo largo de la historia los pueblos han manifestado el luto de muy diversas formas y con diferentes símbolos. Por ejemplo, en Israel el luto estaba señalado por el Shiv´ah (siete, en hebreo), que implicaba un cambio de comportamiento al no ausentarse el sujeto de la casa durante siete días, salvo causa de mucha urgencia. También practicaban ciertas roturas en los vestidos (rasgar las vestiduras), cubrían los espejos de la casa y no se afeitaban ni se lavaban hasta el día del entierro. No comían comidas copiosas y dejaban la puerta abierta para que cualquiera pudiese entrar a dar el pésame. El luto se interrumpía en el Shabat (sábado, día de reposo) y continuaba, según los casos con el Shloshim y el Avelut. Es por este motivo que el luto podía variar, según de qué persona se tratase, entre uno y once meses, después de los cuales quedaba concluido y prohibido volver a celebrarlo. Otras culturas han empleado el negro y el blanco para los días de luto, pero con independencia de los símbolos. Me paro con asombro ante el luto silencioso que preside muchos hogares en crisis espiritual. Las religiones optaron por introducir la catequesis en el modelo educativo (donde no debieran tener cabida y hoy son una sombra del pasado más rancio de este país), con la meta de formar en valores éticos y morales. Mirando retrospectivamente, esa formación ha sido y sigue siendo un fracaso (me refiero a cualquiera de las religiones), por eso la sociedad global se asombra de que, a pesar de tener aparcado el tema de la muerte, hasta que llegue el día, siempre está la incómoda necesidad de querer buscar a Dios. El caos económico que dirige y orienta nuestras conversaciones y quebraderos de cabeza, el paro demoledor en un mercado de trabajo asfixiado por las reformas laborales sin límites y próximas a la esclavitud, que no permiten soñar con ilusiones que nos permitan vivir con holgura y sin agobios, sólo nos conducen a un luto continuo sin fecha de caducidad. Y es que las necesidades del hombre siguen siendo idénticas a lo largo de los tiempos. Pero el hombre no reflexiona y se llega a creer que él mismo, en su entelequia, ha creado al Dios que necesita. Dice el libro de Eclesiastés que mejor es ir a la casa del luto que a la casa del banquete; porque aquello es el fin de todos los hombres, y el que vive lo pondrá en su corazón. Quizás haya llegado el momento de ocuparnos en reflexionar antes de que llegue el tiempo del luto. José Luis Fernández Díaz – Profesor - Ourense (España)

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