Autoestima: la meta de una sociedad individualista y egocéntrica

Arturo I. Rojas Ruiz

26 DE JUNIO DE 2012 · 22:00

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Patrick Henry, patriota de la revolución de los Estados Unidos, es especialmente recordado por su famoso discurso que lleva como título Dadme la libertad o dadme la muerte, reclamo que ya no caracteriza a la sociedad actual, que prefiere más bien clamar masivamente a los cuatro vientos diciendo: ¡Dadme la autoestima o dadme la muerte! En efecto, hoy cobra toda su vigencia lo dicho de forma concluyente por Martin Lloyd Jones: “Todos los problemas de la vida se reducen en último término al interés en el yo”. Ahora bien, el interés en el yo es parte de nuestra condición humana, como personas que somos y que ostentamos, por lo mismo, una individualidad a la que no podemos renunciar. El problema es que el interés en el yo que predomina en nuestros días es autodestructivo. Porque bajo el pretexto de estar alimentando la autoestima lo que hoy muchos están cultivando en sus vidas es el pecaminoso orgullo. Ya lo dijo Malcolm Forbes: “Muchísimaspersonas sobrestiman lo que no son y subestiman lo que son”. Es decir, que muchos de quienes creen tener una saludable autoestima en realidad son patológicamente orgullosos y egocéntricos. Es innegable que el sentido que tenemos de nuestro valor como personas puede afectar negativa o positivamente nuestro desempeño en la vida y nuestras relaciones con los demás. La correcta autoestima es, entonces, necesaria y hay que cultivarla y promoverla en todos los seres humanos. Pero no podemos confundirla con el orgullo, que es justamente su peor distorsión. Porque tanto el orgullo como la baja autoestima son formas equivocadas y distorsionadas de concebir nuestro sentido de valor personal. Los orgullosos sobrestiman lo que no son mientras que quienes padecen de baja autoestima subestiman lo que si son. La persona madura y equilibrada que Dios aprueba se caracteriza porque es humilde sin que ello implique tener baja autoestima, y por poseer también un sano sentido de amor propio, sin que eso signifique ser orgulloso. Lamentablemente, no es eso lo que hoy se promueve dentro de las cada vez más numerosas terapias psicológicas de todo pelambre, diseñadas presuntamente para restaurar la lastimada autoestima y el sentido de valor propio de las personas, sin restricciones ni cortapisas de ningún tipo, desde la misma crianza de los hijos, prohibiendo que se les discipline o se les niegue algo ya que esto podría generarles un “trauma” que afectaría negativamente el desarrollo posterior de su autoestima como adultos. Como resultado, las bienintencionadas pero muy confundidas familias de la secularizada sociedad posmoderna están incubando en su seno pequeños “monstruos” pagados de sí mismos que se creen los dueños del mundo y el centro del universo, ocupados casi exclusivamente en satisfacer sus propias necesidades a como dé lugar e ignorantes por completo de las de sus semejantes. Pequeños “dioses” cuya suerte es terminar más temprano que tarde estrellándose contra el mundo, arrastrando a veces a muchos de quienes los rodean en su inevitable caída. De este modo, el egocentrismo de muchos de quienes han hecho de la autoestima el sumum bonum de la vida moderna ha dado lugar a una nueva forma de idolatría: la egolatría del yo. No por nada algunos afirman que “mío” no es un pronombre posesivo sino un pronombre ofensivo, al servicio del yo. En sus Cartas a un diablo novato C. S. Lewis sostenía incluso que el uso de este pronombre puede llegar a ser una sutil pero muy eficaz estrategia fomentada por los demonios para llegar a poner al servicio de nuestro yo a Dios mismo de manera mágica y groseramente utilitarista. Los cristianos debemos estar entonces en condiciones de distinguir entre el censurable orgullo y el recomendable amor propio o entre la perniciosa baja autoestima y la humildad siempre digna de elogio, combatiendo a los primeros y promoviendo los últimos. Labor no del todo sencilla, pues la tentación de disfrazar nuestro orgullo de autoestima está a la orden del día. Pero hay ciertas claves o señales que nos pueden ayudar a no ceder a ella. Por una parte el orgullo promueve la vanidad, mientras que la autoestima no lo hace, de donde la presencia de una vanidad creciente en la vida de una persona es síntoma de que está siendo víctima del orgullo y no propiamente cultivando un correcto sentido de amor propio. Asimismo, la baja autoestima suele ir acompañada de amargura y de una actitud servil hacia los demás, mientras que la humildad es alegre y servicial. El orgullo que se hace pasar por autoestima es un ídolo condenado a derrumbarse estruendosamente. Pero cuando esto sucede puede ser el momento ideal para adquirir un auténtico sentido de amor propio debidamente condimentado por la humildad. Al fin y al cabo el fracaso forma también parte de la vida humana. Lo que lo hace más frustrante, prolongado y doloroso es la renuencia a reconocerlo debido al orgullo que nos impide aceptar nuestra falta. No le faltó razón a La Rochefoucauld cuando dijo que “La naturaleza ha inventado el orgullo, para evitarnos el dolor de ver nuestras imperfecciones”. Además, el orgullo no sólo es la causa de muchos de nuestros problemas, sino también el agravante de todos ellos, como alguien lo dijera al referirse a aquellos que son producto de nuestras reacciones airadas: “El mal genio es lo que más nos mete en problemas. El orgullo es lo que nos mantiene allí”. Así, pues, el carácter humano verdaderamente maduro es aquel que puede asumir los fracasos e incluso aprender de ellos para no volver a repetirlos, pues el costo que tenemos que pagar cuando fracasamos puede verse compensado en buena medida por medio de las lecciones aprendidas en el proceso, ayudándonos a adquirir un auténtico y humilde sentido de amor propio. Bien dijo Rabindranath Tagore que “El bien puede soportar derrotas; el mal, en cambio, no”. Porque el orgullo es, en últimas, un engaño que infla e insensibiliza el ego y lo conduce a la perdición. Arturo I. Rojas Ruiz – Pastor - Colombia

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