Los esclavos de San Valentín: rosas llenas de espinas

Las rosas de Kenia tienen color rojo sangre, de los recolectores de este país, uno de los mayores exportadores a Europa. Cobran 1,25 euros al día por 9 horas de trabajo, el umbral de la pobreza extrema

KENIA · 08 DE FEBRERO DE 2014 · 23:00

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	Rosas cultivadas en los invernaderos de Kenia / Sebasti&aacute;n Ruiz, El Pa&iacute;s</p>
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Rosas cultivadas en los invernaderos de Kenia / Sebastián Ruiz, El País

Detrás de las bambalinas de las multinacionales de venta de flores, nada es lo que parece. La región de Naivasha (en Kenia, a 1.890 metros de altitud), en el valle del Rift, es la savia que da vida a casi el 70% de las fincas que se dedican al cultivo de las flores en el país, el primer exportador a Europa. Kenia es uno de los exportadores de flores más importantes del mundo y el proveedor más grande de la Unión Europea, contribuyendo con más del 35% de todas las ventas. Los principales mercados de la Unión Europea son Holanda, Reino Unido, Alemania, Francia y Suiza. Las casas de los trabajadores de Karuturi, donde unas 2.300 familias conviven en un laberinto de incertidumbre y pobreza al costado de la carretera. Una única habitación, con baños compartidos para toda la comunidad y unos salarios que oscilan entre los 30 y los 85 euros según la antigüedad. A ellos no les salen las cuentas para vivir. El gesto de Beth (nombre ficticio para no comprometerla, como otros en este reportaje) se tuerce acompañado de una plegaria cuando le preguntas. “Yo misma estuve trabajando en Karuturi durante dos años pero envejecí demasiado rápido… Tuve la suerte de que uno de los hoteles de la zona buscaba personal de seguridad y me seleccionaron a mí. El problema es que si no tienes alternativas no puedes escapar”. El salario es tan bajo (aproximadamente 1,25 euros al día) que un simple viaje al pueblo vecino se vuelve insostenible para la familia. Jornadas laborales de siete de la mañana a cuatro de la tarde se ven obligatoriamente compaginadas con otros trabajos, como la venta ambulante de productos de primera necesidad, las bicicletas-taxis o la prostitución a cambio de unos chelines extras que permitan comer caliente. La información de la ONG británica War on Want confirma que aproximadamente un 75% de los empleados son mujeres, además de que una gran proporción de ellas son solteras con hijos. “¿Te puedes imaginar lo difícil que es combinar el trabajo con la maternidad? La situación que padecemos es angustiante y afecta tanto a los niños como a los bebés que se quedan solos en las casas que están delante de los invernaderos”, puntualiza Alice, una de las trabajadoras. Ella, por la tarde, vende huevos delante de la salida principal de la empresa. Con el tic-tac consumiéndose antes de la festividad de San Valentín, la multinacional controla al detalle todos los procesos de la producción: el corte de la rosa; su clasificación por variedad y tamaño; su conservación durante algunas horas en cámaras frigoríficas; el transporte en camiones acondicionados desde la plantación hasta el aeropuerto; y el envío aéreo. Una de cada nueve rosas que se consumirán en Europa el 14 de febrero tendrán como origen Kenia. Según el consejo de flores de Kenia, alrededor del 97% de las exportaciones van a la UE. Oportunidades de trabajo, sí, pero sin reglamentación laboral debida. Si eres trabajador de base en el imperio de la rosa tienes derecho a una vivienda y unos servicios sociales gratuitos. Pero hay letra pequeña: en las habitaciones a veces conviven hasta ocho personas; no tienen electricidad aunque sí agua potable; los familiares que deciden enviar a sus hijos a la escuela secundaria tienen que pagar unas tasas elevadas; el hospital de la empresa actualmente se encuentra cerrado y sin medicinas, por lo que los pacientes deben desplazarse hasta el pueblo vecino con una cuota mínima de 10 euros por la consulta; y por último, todos los trabajadores tanto en el interior de los invernaderos, seguridad, servicio de limpieza, hasta profesores y médicos llevan, según ellos, sin cobrar cuatro meses. El “te quiero” globalizado y la rosa de San Valentín camuflarán esta suerte de explotación silenciosa. FE, ESPERANZA Y NECESIDAD DE JUSTICIA Curiosamente, ante tal panorama, es el domingo un día que se convierte en fuerza y esperanza para muchos de los aquí empleados a través de la fe. Cerca de los invernaderos, en una carretera de unos tres kilómetros de largo, al menos diez iglesias cristianas con diferentes nombres abren sus puertas de par en par para recomponer almas y cuerpos de los empleados. Todos son bienvenidos: “Dios murió por nosotros”. Philip, pastor evangélico de 37 años, acaba de cerrar su Biblia subrayada para lanzarnos un grito de justicia. “La solución pasa por nuestro gobierno y por los propios consumidores en Europa. No tienen que dejar de comprar rosas sino exigir a empresas como la nuestra que respeten la dignidad humana”.

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