Hijos con traje de monstruo

Las prioridades las marca lo que ahora llamamos “el ritmo de vida”. No sé exactamente qué significa esto pero lo oigo a menudo como justificación de todo lo que no puedo, no quiero o no llego a hacer.

Francisco Sánchez

17 DE FEBRERO DE 2015 · 19:52

Donde viven los monstruos.,
Donde viven los monstruos.

Maurice Sendak ilustró Donde viven los monstruos. Su obra fue llevada al cine por Spike Jonze. En ella, Max, un niño de unos 10 años, se ve sometido a situaciones desagradables que él mismo no termina de entender.

En la escuela, el profesor habla del fin del mundo; en casa, su adolescente hermana le ignora completamente para poder hablar por teléfono con sus amigos. Su madre, prisionera de las circunstancias -decisiones que un día tomó y de las que hoy recoge sus desagradables consecuencias- tampoco le dedica a Max la atención que necesita. El poco tiempo del que dispone en casa, apenas da para limpiar, solventar las últimas incidencias del trabajo e intentar buscar algo de apoyo emocional probando una nueva relación con otro hombre.

Max no es tonto. No sabe lo que quiere pero sí lo que no le gusta. A veces llora, también inventa historias para evadirse. Otras, las peores,  se calza su traje de monstruo para comportarse como tal: grita, patalea, muerde a su madre y hasta le grita “-te odio” -después de escaparse de casa.

¿Quién no sueña con eliminar aquello que no le gusta? Max no eligió ni venir al mundo ni que sus padres se divorciaran. Tampoco decidió sobre la hermana que le tocaría tener. ¿Está justificado su mal comportamiento? En medio de la adversidad, Max ha descubierto que quizá su traje de monstruo le sirva de coraza. Decide huir y huye. Max sufre y decide, pero no lo hace desde la madurez sino desde el dolor. Cruza la frontera de lo que se debe y no se debe. Se rebela y naufraga hasta llegar a una isla “donde viven los monstruos”.

Allí, para nuestra sorpresa, es erigido rey por los mismos. Al fin, un poco de reconocimiento. Max les miente una y otra vez sobre su pasado. Les engaña y les hace creer lo que no es. Max se convierte en el mayor monstruo de la isla. Pero no todo acaba ahí.

¿No es por nuestros hijos por quiénes luchamos tanto? Pertenezco a la “joven” generación del 76 y no he crecido con mis abuelos en casa. No sé lo que es llegar del colegio y saludar primero al abuelo porque, “ahora, el abuelo está mayor y le cuidamos nosotros”.

Max, el protagonista de Donde viven los monstruos tampoco tuvo abuelo en casa. El concepto de familia está cambiando mucho. Quién cuida de quién y en qué momento, también. Hemos convertido el turno de la fábrica y el contrato basura en principios que gobiernan nuestras familias.

Las prioridades las marca lo que ahora llamamos “el ritmo de vida”. No sé exactamente qué significa esto pero lo oigo a menudo como justificación de todo lo que no puedo, no quiero o no llego a hacer:

-si es que llevamos un ritmo de vida vertiginoso… -¿Cómo voy a dejar de trabajar para cuidar a mi padre? ¿Quién traerá el dinero a casa? ¿Cómo pago la hipoteca? ¿Cómo no me voy a ir de vacaciones después del añito que llevo?

Estoy pensando en aquellos individuos que, ya desde la infancia, están perdiendo sus referencias familiares básicas, una parte importante de su identidad. Lo tenemos y lo tienen difícil. ¿Podemos hacer algo? ¿Qué puede hacer un maestro, un profesor, un psicólogo, un policía, un asistente social, un juez, un teólogo? ¿Qué puedes hacer tú?

Max, el protagonista, finalmente vuelve a casa. Se da cuenta a tiempo de que él, en realidad, no es un monstruo. Ni siquiera haciendo el salvaje es feliz. Necesita los límites del hogar.

No puedo evitar pensar en los que no vuelven, en los que permanecen donde viven los monstruos todos los días de su vida hasta convertirse en jóvenes, adultos y ancianos arruinados, en definitiva, monstruos arrugados que no conocen un antes ni un después feliz.

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