La Reforma protestante y el mundo moderno: planteamientos, desarrollos, consecuencias

La Reforma Protestante comenzó a disputar, de manera notable, el poder simbólico al catolicismo de fines de la Edad Media y consiguió imponer nuevas formas de percibir la realidad.

22 DE NOVIEMBRE DE 2019 · 09:00

Detalle de la portada del libro de Ortega y Medina, Reforma y modernidad.,
Detalle de la portada del libro de Ortega y Medina, Reforma y modernidad.

Creemos que en la Reforma está la clave de la Modernidad; en la cual —digamos, aunque de pasada— aun nos encontramos los pueblos hispánicos, no por casualidad ni por cortedad de luces, un poco como a regañadientes o como huéspedes a veces extraños y, las más, morosos. No será, pues, ocioso añadir que en la Reforma está la llave de la Antimodernidad hispánica. Por consiguiente, el estudio de la reforma protestante al par que explica el éxito de los países de origen germánico de Occidente, nos sirve para aclarar el fracaso de los de origen latino que permanecieron católicos; y dentro de éstos especialmente España.[1]

Juan A. Ortega y Medina

Poner la iglesia en las manos de Lutero

¿Cuántas veces hemos escuchado (y nos hemos indignado), a veces ante la menor provocación, el clásico dicho anti-protestante: “Eso es como poner la iglesia en las manos de Lutero”, en sus diferentes variantes? ¿Y en cuántas ocasiones ha tenido que aclararse y puntualizarse para que no persista, al menos para el gran público, la imagen negativa del cristianismo no católico ante el riesgo (latente y aun posible) de que se haga del control de toda la representación visible de la cristiandad?[2] Ante semejante escándalo religioso, avivado siempre por las fuerzas católicas más retrógradas, que son las que más temen esa eventualidad, habría que responder con las estadísticas más recientes en la mano acerca de la progresiva y al parecer imparable disminución porcentual del catolicismo en México (y toda América Latina): 81% de católicos de la población total (antes, más de 95%), 9% de evangélicos, 7 sin afiliación y 4 en otras categorías.[3] O sea, poco más de 11 millones de militantes. Una cifra muy simple puede ayudar a entender esta “sangría”: diariamente, en nuestro continente, 10 mil personas dejan de ser católicas… no siempre para hacerse evangélica o “cristiana”, como acostumbra autonombrarse ahora esta vertiente religiosa y eclesial. Lo que menos se desea aquí es promover el galopante triunfalismo evangélico que se ve por todas partes, pues se requiere mesura y humildad para reconocer que no todos los católicos/as que abandonan su iglesia pasan automáticamente a comunidades evangélicas (sea cual sea la denominación o la franquicia), pues el agnosticismo y el ateísmo también están creciendo aceleradamente.

Una ampliación necesaria de ese dicho, más fundamentada en los hechos y en su desarrollo histórico e ideológico, podría decir: “La iglesia y la sociedad, completas, quedaron a merced (o en manos) de las reformas religiosas del siglo XVI”, a fin de hacer suficiente justicia, por un lado, a la pluralidad de movimientos reformistas, unos más radicales que otros, que surgieron en esa época, y por el otro, a los diversos aspectos en que impactó la nueva forma de entender y vivir la fe cristiana en la totalidad de la civilización occidental. Porque, precisamente, uno de ellos consistió en que la fe y las varias teologías protestantes o evangélicas tuvieron una efectiva implicación en la conformación de lo que durante mucho tiempo se ha expresado mediante la frase “mundo moderno”. Con ella se quiere dar a entender, entre otras cosas, que efectivamente, las transformaciones religiosas acompañaron el surgimiento de algo nuevo en las sociedades de la época en los ámbitos sociopolítico y económico, ideológico y, por supuesto, religioso. Eso que surgió fue justamente el “mundo moderno” o la “modernidad”, es decir, el cambio profundo de la mentalidad medieval dominada por una concepción religiosa marcada por la estructura piramidal de la iglesia católica, en donde lo más importante para todos era la posible salvación personal, para lo cual valía la pena cualquier esfuerzo a fin de conseguirla y de garantizar la felicidad eterna en el más allá. Con la modernidad, este objetivo dejó de ser el centro de preocupación de la gente, que pasó a ocuparse de manera más intensa de “las cosas de este mundo”, con lo que comenzó a perfilarse lo que se conoce como “secularización”. Tal como lo ha explicado el sociólogo suizo Jean-Pierre Bastian:

El surgimiento del protestantismo en Europa está ligado a los movimientos de reforma de la iglesia medieval de cristiandad. Se inscribe dentro de un proceso más amplio de transición del feudalismo al capitalismo. Más que una reforma que unos quieren limitar al siglo XVI, se trata de un largo periodo de transición que va del siglo XII hasta el siglo XVIII y que abre el camino a la sociedad moderna e industrial. Se trata más bien de una serie de reformas a través de las cuales el protestantismo aparece como el elemento motor de ruptura del cuerpo christianum en un proceso de diferenciación religiosa que abre el camino al mundo burgués-capitalista.[4]

A medida que avanzó en sus muchas expresiones, la Reforma Protestante comenzó a disputar, de manera notable, el poder simbólico al catolicismo de fines de la Edad Media y consiguió imponer nuevas formas de percibir la realidad, gracias al concurso de otros factores que se fueron sumando hasta obligar al cristianismo tradicional a compartir la “conducción de las almas” desde ese siglo en el que también, dicho sea de paso, inició la expansión del mundo con el descubrimiento de las tierras americanas. Lo que llegó inicialmente a éstas, en la conquista española, fue una expresión marginal y bastante reacia de la modernidad, por lo que las huestes protestantes inglesas y de otros países no tardarían en competir con aquélla. Así, la modernidad llegaría a través de la expresión religiosa que vendría a “liberar” a las masas indígenas y mestizas del atroz oscurantismo católico-romano cuyas trazas retardatarias parecen no querer abandonarnos.

 

Portada de la edición más reciente del libro clásico de Troeltsch.

Si hemos de hacer una lectura histórica, política y cultural, además de la religiosa y teológica (que es nuestra mayor y, tantas veces, irrefrenable tentación), es necesario poner sobre la mesa la mayor cantidad de elementos que entraron en juego al momento de la conformación de un nuevo equilibrio de fuerzas religiosas y espirituales en el siglo XVI europeo. Para ello, bien valdría observar un mapa de la evolución de los movimientos cristianos disidentes, que habían comenzado a aparecer desde al menos dos siglos antes, para poder apreciar la geopolítica del avance de los mismos en todo el territorio europeo.

 

Los puntos de contacto e influencia

En un libro que cumplió 100 años en 2011, el teólogo y sociólogo alemán Ernst Troeltsch (1865-1923), El protestantismo y el mundo moderno (México, FCE, 1951, reeditado varias veces; la de 2005 forma parte de la colección por los 70 años del FCE), esbozó las relaciones entre el protestantismo y el mundo moderno, bastante ambiguas según su opinión y que para comprenderlas se deben superar muchos de los mitos que existen alrededor de ellas. En él discute los temas obligados: el libre examen, la salvación por la fe, el sacerdocio universal, el derecho de rebelión, la democracia parroquial, la legitimidad del cobro de intereses, etcétera, todo ello dentro de la comprensión general de las “conquistas modernas”, dice el traductor Eugenio Ímaz. El protestantismo es “uno de los progenitores del mundo moderno” (énfasis agregado)[5], se plantea al inicio de la obra. Inmediatamente después explica: “La cultura moderna, si consideramos su conexión más inmediata, ha surgido de la gran época de la cultura eclesiástica que reposaba en la creencia en una revelación divina absoluta y directa y en la organización de esta revelación en el instituto de salvación y de educación que era la Iglesia” (p. 14, énfasis original). A la omnipresencia de lo cristiano en todas las áreas de la vida progresivamente seguiría una cierta indiferencia y la relativización de las afirmaciones religiosas que controlaban todo. Era, en realidad una “cultura autoritaria en grado máximo” que subrayaba la necesidad de la salvación eterna, por lo que nadie podía discutir las leyes divinas y sus consecuencias. La vida social entera tendía hacia el ascetismo “presidida por el fin religioso de la vida y dirigida directa e indirectamente por el poder sacerdotal” (p. 16).

Por lo tanto, lo moderno se levantaría como una “lucha en contra de la cultura eclesiástica y su sustitución por ideas culturales autónomamente engendradas, cuya validez es consecuencia de su fuerza persuasiva, de su inmanente y directa capacidad de impresionar” (pp. 16-17). He ahí la fuerza potencial de esta nueva manera de existir en el mundo: surgirían nuevas formas de autoridad cuya legitimidad se fundaría “en una convicción puramente autónoma y racional; y en los casos en que persisten todavía las viejas concepciones religiosas, su verdad y su fuerza vinculatoria se fundan en primer lugar, por lo menos entre los protestantes, en la última convicción personal y no en la autoridad dominante como tal” (p. 17). El catolicismo riguroso resistió este embate fuertemente y se agitaría ante ese extraño statu quo para impedir su avance. Se sigue aquí la secuencia de Troeltsch de manera sencilla para tratar de ir más allá de los esquemas y los estereotipos tan extendidos.

Lo primero es el individualismo, asociado a las concepciones de libre examen de las Escrituras y sacerdocio universal. El acercamiento particular a la Biblia hizo que proliferara “toda clase de opiniones humanas”: “En lugar de la infalibilidad divina y de la intolerancia eclesiástica tenemos, necesariamente, la relatividad y tolerancia humanas”. Con ello aparecería el “fantasma” de la ciencia, medio que ayudaría a superar la pura arbitrariedad subjetiva: “En vez de la revelación gobernó la ciencia, y en lugar de la autoridad eclesiástica la creación espiritual encauzada por los nuevos métodos. De aquí surgió el carácter científico-racionalista de la cultura moderna, con el cual su individualismo se ejerció unas veces libremente, y otras, como es natural, comenzó a limitarse” (p. 18). Cuando Lutero afirmó, en La libertad del cristiano (noviembre de 1520) la doble realidad de fe que a partir de entonces podía experimentar cada creyente por separado, y en la Dieta de Worms (abril de 1521), que allí se encontraba y que nada lo convencería de error más que la Palabra divina misma, se estaba afirmando rotundamente la primacía del individuo sobre la estructura eclesial, haciendo a un lado la autoridad absoluta del papa y abriendo la puerta a lo que ya había dicho san Pedro en el sentido de que todos los fieles son sacerdotes (I P 2.9). […]

 

Ernst Troeltsch.

El individualismo abrió el camino de la “intramundanidad de la orientación de la vida”, es decir, cobraría relevancia el presente por encima de las ansias y proyecciones depositadas en “la otra vida”: Eso es la secularización, una ruta polivalente que derivaría progresivamente en el predominio de la laicidad (también en el sentido intraeclesiástico profundo para comprometer mayormente a los no-clérigos en la conducción y representación formal de las comunidades). La otra vía es la que desembocó en la separación de la esfera religiosa y la civil (separación iglesias-Estado) y, en suma, en la autonomía absoluta de la sociedad: “Todas las potencias del aquende cobran un mayor valor y una mayor e impresionante efectividad, y el fin de la vida se coloca de modo creciente en el aquende y en su plasmación ideal” (p. 19). Con ello también se descubren otras maneras de ser y estar en el mundo: “Ha desaparecido del mundo moderno el ascetismo religioso como negación del mundo y como autoeducación para un fin supramundano de la vida, aunque el goce realmente despreocupado de ésta todavía no pasa de ser más que teoría y la sencilla vida de los impulsos padezca bajo el peso de la reflexión y el trabajo con arreglo a plan” (p. 20). Todo lo cual establece un optimismo, última característica del espíritu moderno, en opinión de Troeltsch.

La reivindicación de la Biblia por encima de la tradición colocó al libro sagrado en el centro de las afirmaciones de fe, a pesar de sus enormes riesgos: “En lugar de la jerarquía, y de la encarnación de Cristo que en ella se prolonga, aparece la fuerza milagrosa de la Biblia, que todo lo produce: la prolongación protestante de la encarnación de Dios” (p. 32). Desde esa época aparecieron, en germen, las dos tendencias al interior de las reformas: el fundamentalismo, por su insistencia en la autoridad absoluta del texto y el pluralismo, por el respeto al libre examen individual del mismo. Así lo ha explicado Robert Glenn Howard:

Lutero liberalizó la autoridad divina ofreciéndola a cada individuo. […] En este sentido básico, al hacer los textos infalibles accesibles a los individuos y al afirmar que solo había una verdad comunicada, Lutero hizo posible el fundamentalismo. […]

Los textos vernáculos de la Biblia concedieron a las masas la libertad de acceder a la verdad. Este acceso fomentó un sentido de libertad y pensamiento individual. Sin embargo, esa misma libertad condujo a la emergencia repentina de una enorme diversidad de conflictos en los sistemas de creencias. Los conflictos resultantes redujeron a Europa occidental a un fango de violencia.[6]

Pero, al mismo tiempo, la Reforma desveló un modo de contacto y de primacía de las Escrituras no conocido hasta entonces. El propio Lutero relativizó su trabajo personal al referirse al impacto inmediato y directo de la Biblia en todo lo que él hizo y provocó. La palabra divina fue para él mismo (y debería serlo para la iglesia de todos los tiempos) un correctivo radical de sus impulsos protagónicos y de búsqueda de un poder inexistente:

Lo primero que planteo es que la gente no debería hacer uso de mi nombre y que no deberían llamarse a sí mismos luteranos sino cristianos. ¿Qué es Lutero? La enseñanza no es mía ni fui crucificado por nadie […] Me encaré con el papa, combatí las indulgencias y a los papistas; pero sin violencia, sin tumultos. Expuse con claridad la Palabra de Dios; prediqué y escribí, esto es todo lo que hice. Y sin embargo, mientras yo dormía o bebía la cerveza de Wittenberg junto a mis amigos Philip y Amsdorf, la Palabra debilitaba al papado de forma tan grandiosa que ningún príncipe o emperador consiguió causarles tantas derrotas. Yo nada hice: la Palabra sola lo hizo todo. […] En consecuencia, me quedo quieto, y dejo que la Palabra se extienda a lo largo y ancho de la tierra.[7]

El anticlericalismo que recogieron los movimientos reformistas del ambiente y llevaron a su máxima expresión fue imbuido también por la doctrina del sacerdocio universal de los/as creyentes y condujo a una mayor participación de los laicos en las comunidades, a formas de vida democrática al interior de las mismas y preparó el terreno para que en el resto de la sociedad también se practicase mediante el ejercicio de una ciudadanía responsable. Pero lamentablemente, muy pronto se abandonaron las consecuencias radicales del sacerdocio universal, como lo ha señalado proféticamente desde Cuba el pastor Francisco Rodés.[8] […] En eso (como en otras cosas similares) ha habido una franca y abierta recaída en la conciencia y en la práctica protestantes, sobre todo si observamos el retorno del autoritarismo autocrático, esto es, el dominio de una sola persona (y su familia cercana y ampliada) sobre tantas comunidades. Eso mismo y la ausencia de una distribución adecuada del “poder eclesial” contribuye a perpetuar el modelo del cacique, del “dueño de la comunidad”, en abierta contradicción con los ideales democráticos y participativos propios de la modernidad.

 

Francisco Gil Villegas.

En relación con la economía, y como contrapunto al esquema tan repetido de Max Weber (1864-1920) acerca de la relación más o menos directa del protestantismo con el capitalismo (predestinación – ahorro – prosperidad), la clave está, efectivamente, en el “ascetismo intramundano” del que hablaba este sociólogo pues ahora la persona creyente busca, en efecto, transformar el mundo y dirigirlo hacia la gloria de Dios desde la praxis de un “misticisimo exteriorizado en acción”. Así lo ha resumido, admirablemente, el politólogo mexicano Francisco Gil Villegas, al referirse a la mentalidad puritana. Su énfasis teológico es exacto y sumamente descriptivo.[9]

Existen otros dos ejes en los que la relación entre reformas religiosas y modernidad es bastante evidente: el que va de la conciencia de la elección (como resultado de la predestinación), pasa por la afirmación de la providencia divina en acción y desemboca en las obras de los creyentes. A contracorriente de la creencia en la efectividad de las buenas obras para obtener la salvación, propia del ambiente católico dominante, la Reforma desarrolló una doctrina sólida acerca de la forma en que Dios elige soberanamente y, por ello, únicamente corresponde a Él la definición de quienes serán salvos, a partir de una interpretación profunda del “orden de salvación” que aparece en la carta a los Romanos (8.30: “Y a los que predestinó, a éstos también llamó; y a los que llamó, a éstos también justificó; y a los que justificó, a éstos también glorificó”). La nula participación humana en este proceso presenta a la providencia divina, entonces, como garantía de una salvación personal imperdible en medio de los vaivenes del mundo gracias a la fidelidad de Dios a toda prueba. Todo ello produce, finalmente, una nueva relación con las obras, pues éstas ahora no son condición de la salvación sino consecuencia de ella. El ser humano, cuyo destino está completamente en las manos de Dios, alcanza ahora un nuevo lugar en el mundo gracias a la liberación de la ansiedad metafísica, a diferencia de la persona católica. Así lo describe Ortega y Medina:

El católico posee la libertad trascendental, pero es esclavo del mundo. […] Hay pues, un desequilibrio entre el ideal a que se aspira y las exigencias que la realidad impone. El calvinista, por contra, es esclavo de la trascendentalidad, pero vive en el mundo: y gracias a su vivir intramundano y activo puede manumitirse del yugo predestinatorio. […] De parecida manera bien pudiera el protestantismo haber hecho del hombre un siervo de la allendidad, pero un amo y señor de la aquendidad.[10]

El último eje, y quizá uno de los más necesarios en nuestro tiempo es el de la pluralidad, el ecumenismo y, actualmente, el diálogo interreligioso. Esta idea y práctica surgió en medio de la praxis misma de las luchas de los movimientos reformistas, algunos de cuyos miembros no necesariamente buscaban la ruptura de la cristiandad y, en el camino de las transformaciones mismas, fueron encontrando la necesidad de reagruparse, reconocer sus afinidades y diferencias para superarlas y proyectar nuevas formas de asociación. Ése es el espíritu de lo que hasta hoy se conoce como “iglesias unidas”. De esta manera lo expresó Troeltsch:

El protestantismo quería reformar la Iglesia toda y solo la necesidad le llevó a instituir Iglesias propias. Se han convertido e n Iglesias territoriales porque el protestantismo sólo pudo imponer s u idea de Iglesia con ayuda de los gobiernos, y por eso tuvo que renunciar a ese ideal más allá de los límites del país. Pero nunca ha renunciado a la idea de la Iglesia como u n instituto sobrenatural salvador. Únicamente rechaza el ju s divinum de la jerarquía y la subordinación del poder estatal.[11]

Quedan, pues delante de nosotros, los ideales protestantes, siempre vigentes, que contemplan la necesidad de liberar al ser humano de toda forma de opresión. En las palabras de Ortega y Medina: “El hombre reformado, el nuevo creyente sólo concede a Dios el derecho legítimo de interiorizarlo; únicamente Dios tiene la autoridad sobre el espíritu. Por eso el hombre es frente a los otros libre, independiente, el ejercicio de su juicio privado desembocaría en la libertad, de la misma manera que el sacerdocio universal lo hará en la igualdad”.[12] Antes, durante o después de la modernidad, los pilares del protestantismo como “religión de libertad” estarán siempre presentes y vigentes, aun cuando muchas de sus consecuencias sean difíciles de asimilar por los mismos protestantes e, incluso, cuando éstos supongan que poseen la verdad absoluta. De esa forma lo señaló Paul Tillich al referirse al “principio protestante” cuando se refirió a éste como la crítica radical a cualquier forma de absolutismo implementada a veces por las propias iglesias protestantes.[13]

 

Notas

[1] J.A. Ortega y Medina, “Prólogo” a Reforma y modernidad. [1952] México, UNAM-Instituto de Investigaciones Históricas, 1999, pp. 23-24.

[2] Cf. Gabriel Guerra, “La iglesia en manos de Lutero”, en Vanguardia,22 de marzo de 2010,https://vanguardia.com.mx/columnas-laiglesiaenmanosdelutero-480722.html.

[3] Pew Research Center, “Religión en América Latina: Cambio generalizado en una región históricamente católica”, 13 de noviembre de 2014, p. 12,www.pewresearch.org/wp-content/uploads/sites/7/2014/11/PEW-RESEARCH-CENTER-Religion-in-Latin-America-Overview-SPANISH-TRANSLATION-for-publication-11-13.pdf.Cf.Panorama de las religiones en México2010.México, Inegi, 2011.En el censo de 2010 se encontró 82.7% de población católica, y 7.4 de protestantes.

[4] J.P. Bastian, “El protestantismo en la cristiandad americana”, en E. Dussel, ed.,Historia general de la iglesia en América Latina. I/1. Salamanca, Ediciones Sígueme, pp. 650-651.

[5] E. Troeltsch, El protestantismo y el mundo moderno. 2ª ed. México, FCE, 1958 (Breviarios, 51), p. 13.

[6] R. Glenn Howard, “El doble vínculo de la Reforma Protestante: el nacimiento del fundamentalismo y la necesidad del pluralismo”, en Journal of Church and State, vol. 47, núm. 1, invierno de 2005. Versión propia.

[7] M. Lutero, “Una sincera admonición de M. Lutero a todos los cristianos para guardarse de la insurrección y la rebelión” (1522), en Luther’s Works, 45, pp. 70-71. Cit. porGerhard Ebeling, Luther: An introduction to his thought. Philadelphia, Fortress Press, 1970, p. 31.Versión adaptada. Énfasis agregado. Cit. por Gerhard Ebeling, Luther: An introduction to his thought. Philadelphia, Fortress Press, 1970, p. 31.

[8] F. Rodés, “El ideal frustrado de la Reforma Protestante”, en Signos de VidaCLAI, núm. 41, 2006.

[9] F. Gil Villegas, “Max Weber y sus fuentes: historia de un argumento”, en La Gaceta del Fondo de Cultura Económicanúm.390, julio de 2003, p. 14.Fragmento de la introducción a la nueva edición de Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo. México, FCE, 2003, preparada por Gil Villegas.

[10] J.A. Ortega y Medina, op. cit.,p. 160, nota 181.

[11] E. Troeltsch, op. cit., p. 41.

[12] Ibíd., p. 141.

[13] P. Tillich, La era protestante. [1948] Buenos Airés, Paidós, 1965, pp. 25-26.

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