Obras escogidas de Tertuliano

Tertuliano, buen soldado de la fe, no rehúye la confrontación y la muerte consiguiente, pero le duele ser silenciado sin que se le ofrezca la oportunidad de defenderse al menos.

03 DE OCTUBRE DE 2019 · 19:00

Detalle de la portada del libro.,
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de "Tertuliano, obras escogidas" (Clie, 2018). Puede saber más sobre el libro aquí.

 

TERTULIANO, EL TRIUNFO DE LA FE

Tertuliano es el primer escritor latino del cristianismo. Su formación fue jurídica, pero estaba al tanto de la filosofía, la historia y la ciencia de su tiempo, propio del nuevo tipo de sabio cristiano que, desde el centro de la cruz se abre a las inquietudes humanas con afán transfigurador, “derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2ª Co. 10:5). Buen conocedor del griego y del latín, propio de personas cultas, Tertuliano toma de la ley romana los argumentos del derecho que, unido a su cultura filosófica y literaria, le convierten en un contrincante implacable y revolucionario, cuyo principal punto de apoyo y final consiste en la superior excelencia moral del carácter cristiano sometido a difamación y persecución ilegal de sus enemigos, por más que los edictos persecutorios partan de la autoridad legalmente establecida.

Gladiador de la palabra, Tertuliano arremete contra sus jueces convenciéndolos por todos los medios y maneras de que ellos eran más culpables que aquellos a quienes juzgan. Ni una sola vez trata de ganarse su favor, sino de poner al descubierto su duplicidad, su falta de consecuencia lógica, su vanagloria; no sabemos si convenció a alguno, pero ciertamente irritó a muchos. Tertuliano no pide perdón ni ofrece excusas por ser cristiano, sino que defiende el cristianismo exponiendo los absurdos e injusticias de sus acusadores, precisamente aquellos que falsamente atribuyen a los cristianos; como buen abogado sabe que la mejor defensa es el ataque. Observa el movimiento del enemigo para devolverle el golpe y convierte cada acusación en un arma afilada que se vuelve contra sus autores. Si alguna vez parece que pone en el lugar de los jueces y se muestra comprensivo con ellos, forzados por el pueblo a dar espectáculos a costa de los cristianos, en seguida arremete contra ellos y les acusa de querer congraciarse con el pueblo mediante sentencias de condenación a tortura y muerte.

 

Portada del libro.

Comparte con sus contemporáneos una indubitable creencia en los demonios a los que, como cristiano, atribuye la persecución de la que es objeto la verdad cristiana, pues el Diablo es mentiroso y padre de mentira (Jn. 8:44). La muerte por el testimonio de Jesús, el martirio, es considerado por los creyentes como un combate contra Satanás. Tienen conciencia de que lo que está en juego es superior a ellos. De ahí el furor rabioso de los ataques injustificados. Es Cristo quien, por ellos y en ellos, se enfrenta al mal. No son ellos los que únicamente sufren, Cristo sufre en ellos. Pero es el sufrimiento de la victoria, del justo por los injustos. “Somos vencedores muriendo y escapamos cuando sucumbimos” (Apología L, 3).

Se le ha considerado extremista, riguroso, mordaz, inflexible. Y lo es en relación directa a su idealismo y su amor a la verdad y la justicia que siente pisoteada, silenciada y triturada sin lugar a la defensa. Tertuliano, buen soldado de la fe, no rehúye la confrontación y la muerte consiguiente, pero le duele ser silenciado sin que se le ofrezca la oportunidad de defenderse al menos. A Tertuliano le duele la ignorancia de los jueces del cristianismo. Entiende la furia del populacho, pero no puede aceptar la deserción de los administradores de justicia de los principios básicos del procedimiento jurídico. […]

Solo un idealista podía escribir como él acerca de las virtudes del nuevo hombre cristiano. Elogió de corazón la vida de sus hermanos, hombres y mujeres, que aman y cuidan sinceramente unos de otros. Para él los cristianos representan el nuevo tipo de hombre que la humanidad estaba reclamando. Superiores sin soberbia, porque la suya es la superioridad del espíritu, de la santidad, de la inocencia, en el sentido propio y etimológico de la palabra: no ser nocivo, no dañar a nadie. Al final este tipo de hombre acabaría por imponerse a la fuerza del imperio, no por ardides políticos, sino por el mismo valor de su espíritu, de sus ideales, de su limpieza de miras.

Más que un rigorista, y quizás por ello, Tertuliano es un triunfalista. Él no podía prever los años que aún restaban a los cristianos de sufrir una persecución tras otra, hasta el triunfo definitivo de la Iglesia perseguida sobre el Imperio perseguidor; sin embargo, Tertuliano escribe como quien está seguro de la victoria, por eso no se lamenta, ni suplica, está firmemente convencido de la justicia y la verdad de su caso, y por lo tanto en la victoria inminente, en el triunfo de la fe. Por ella hay que purificarse y mantenerse firme.

 

Tertuliano.

El escrito dirigido al procónsul de Escapula, entre los años 202-212, con motivo de una fiera y cruel persecución, representa el último grito de triunfo del viejo gladiador de la palabra: “Cuanto más nos abatís, más nos levantamos. No devolvemos mal por mal, pero os lo advierto: ¡No luchéis contra Dios!”. A los oídos de sus enemigos todo esto sonaba a insolencia, a amenaza incluso, como cuando Tertuliano, tanto en su primera como en su última apología, insinúa que por su número los cristianos serían capaces de levantarse contra el imperio y echarlo a perder si no fuera porque les estaba prohibido en sus Escrituras. Con sólo negarse a trabajar, los cristianos pondrían en peligro todo el sistema imperial de comercio y dominio.

 

El cristianismo en África romana

No sabemos cómo llegó el Evangelio al norte de África, esa franja del Mediterráneo que va de la actual Libia hasta Marruecos, con su centro de gravedad en Cartago (en la actual Túnez); sólo podemos decir que para el siglo II, los cristianos se contaban por miles. El Evangelio prosperó de tal modo que se expandió hacia las tierras vecinas de la Península Ibérica. Pues, dejando a un lado la fabulosa leyenda de la evangelización de España por parte de Santiago y la más que probable visita de Pablo a las colonias mediterráneas, el cristianismo entró en España desde África, quizá por un medio tan relativamente sorprendente como el ejército romano, que en más de una ocasión y lugar constituyó un decisivo vehículo de cristianización. Se explica, por el contacto a que obliga la vida castrense y por los frecuentes traslados de unidades, que transportan consigo nuevas ideas y costumbres, o el veterano licenciado que trae de regreso al hogar el conocimiento de otras gentes y otras creencias.

Parece que la Legio VII Gemina estacionada al norte de África fue diseminada por el norte de la Península Ibérica, por la zona de Astorga-León, Mérida y Zaragoza, donde para el año 254 se documentan comunidades cristianas. Marcelo, centurión de la Legio VII Gemina, posiblemente de origen hispánico, fue martirizado en Tánger por su fe cristiana. Soldados mártires de la mencionada legión fueron Prudencio, Celedonio y Emeterio.

Al lado del ejército tenemos también el comercio y los comerciantes como factores estratégicos de expansión de las doctrinas cristianas. Mercaderes de antiguo, los norteafricanos mantenían una estrecha relación comercial con los peninsulares de Iberia. Dos de ellos, Cucufate y Félix, fueron martirizados en Barcelona y Gerona, respectivamente. Félix era en realidad un misionero africano disfrazado de mercader, que predicó en Barcelona, Ampurias y Gerona. Cucufate, o Cugat, nació en Scillis, de padres nobles y cristianos, y fue de África a Barcelona. Por las ciudades de donde proceden los mártires de la persecución de Diocleciano: Barcelona, Gerona, Zaragoza, Valencia, Calahorra, León, Mérida, Sevilla, Alcalá de Henares, Córdoba y Toledo, se deduce que el cristianismo había hecho progresos en ciudades de la costa o situadas en las grandes vías de comunicación mercantil (cf. Luis García Iglesias, en Historia de España Antigua, t. II, Hispania Romana, cap. XX. Ed. Cátedra, Madrid 1978; A. Tovar, A. y J. M. Blázquez, Historia de la Hispania romana. Alianza, Madrid 1980, 2ª ed.). […]

El Senado dictaminó el modo de llevar a cabo la represión de los cristianos. No pudo ser más malévolo. Los senadores dictaminaron que no se oyese a los cristianos en su defensa, siendo reos de muerte por el solo nombre de “cristianos”. […]

Ningún delito podía imputarse a los cristianos, excepto llamarse tales. Una incomprensible y banal “guerra por causa del nombre” (Tertuliano, Apología II, 18) llevada con más o menos eficacia por los funcionarios del Imperio sin remordimientos de conciencia, tranquilizados por la reacción del pueblo siempre deseoso de carne fresca para el circo y las fieras. Muchos historiadores de la Iglesia se han esforzado en encontrar las causas legales de las persecuciones, dado el sentido jurídico que los romanos dieron a todas sus actuaciones, pero no hubo ninguna otra que el odio al nombre “cristiano” mantenido por la inercia de los funcionarios. “Los cristianos fueron reprimidos por la autoridad imperial por el simple hecho de declararse seguidores de un cabecilla subversivo juzgado, condenado y justiciado. Es decir, en la terminología de la época, por el simple nombre de cristianos” (José Montserrat Torrents, El desafío cristiano, las razones del perseguidor, p. 44. Anaya & Mario Muchnik, Madrid 1992).

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