El engaño de un consuelo facilón

El lenguaje está para ser usado con propiedad, pero eso requiere intención, sensibilidad y práctica.

22 DE SEPTIEMBRE DE 2019 · 08:00

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En la cruzada personal que últimamente parece que tengo emprendida en contra de las frases de aspecto atrayente pero que en el fondo no albergan gran cosa en el contenido, he dejado para hoy unas que son, para mi gusto de un calado especial. Y son distintas, o al menos así las percibo yo porque, aunque con muy buena intención seguramente, están cargadas de mentiras que no lo son menos por venir acompañadas de bondad y estupendos deseos. 

Me refiero a las que se suelen decir como forma de ánimo a otros en momentos de dificultad, cuando alguien tiene la confianza de contarnos algo de lo que le pasa y nosotros, en un intento por quitarle hierro al asunto, o “para animar” a quien lo pasa francamente mal, le soltamos el típico “Todo va a salir bien” o similares. E inmediatamente en mi cabeza aparece el típico “O no” como respuesta casi automática, especialmente cuando de lo que estamos hablando es de que la persona tiene una grave enfermedad, está pasando dificultades económicas, o cualquier otra penalidad de las muchas que pueden acontecernos cada día. 

No quiero mal-expresarme: entiendo perfectamente cuáles son los buenos deseos de quien pronuncia esas palabras. Yo misma los tengo cuando escucho cosas así a diario. Pero poniéndome en la piel de quien las recibe, he de decir que no me producen ningún consuelo cuando a la buena intención se añade afirmación que dista mucho de ser cierta.  Porque más bien, cuando el otro, desde esa posición de tanta seguridad, asevera que todo saldrá bien, no solo no lo convierte en realidad, sino que coloca sobre el otro la carga añadida de sentirse un pesimista por el hecho de no verlo tal cual. Y es que debemos reconocernos, pero sobre todo reconocer a otros, más si están en aprietos, que las cosas no siempre salen bien, aunque sin duda lo deseamos. Queremos que todo vaya bien, pero no sabemos, en definitiva, si será así.

¿Eso significa, entonces, que lo que debo hacer es trasladar una frase pesimista al otro? En ningún caso es esta la opción a seguir. Pero como suele pasar en casi todo en la vida, entre el blanco y el negro hay un buen número de grises a los que deberíamos mirar. No hace falta apelar a la frase pesimista, que es el negro más negro, porque de la misma manera que no sé si todo saldrá bien, tampoco tengo la certeza de que todo saldrá mal. 

¿En qué consiste el gris, entonces? ¿Qué tipo de ánimo puede compendiar los buenos deseos, por un lado, con no caer en lo facilón o la condescendencia, por otro? Pues frases que puedan transmitir bondad y estupendos deseos desde la calidez, la solidaridad o el abrazo, por supuesto, pero que por otro lado estén cargadas de verdad. Ni más ni menos.

  • ¡Qué situación tan difícil la que me cuentas! Deseo de verdad que pueda ir lo mejor posible...
  • Dime si puedo ayudarte a atravesar este momento difícil...
  • A la espera de ver cómo va saliendo todo, cuenta conmigo para lo que necesites...
  • Ojalá podamos ver esto resuelto pronto...

... y así se me ocurren un montón de opciones más, en las que no tenemos por qué caer en lo negativo y dejar de arropar a quien lo necesita. No es el pesimismo porque sí, ni el realismo desprovisto de sensibilidad. Es la descripción de un deseo ante la realidad del no conocimiento sobre lo que acontecerá en el futuro. 

Quien sufre no necesita que se le niegue su realidad “quitándole hierro”. Sepan quienes usan bienintencionadamente esta estrategia común que, no solo no vale para nada, no solo no resta carga sobre los hombros del doliente, sino que añade peso, ningunea el dolor y lo reduce a simple queja. Es como si le dijéramos “Te duele tanto porque no te fijas bien. si vieras las cosas como las veo yo... lo entenderías mejor”. Seguramente puedo haber parecido al lector con esta frase bastante políticamente incorrecta. Nadie dice eso que acabo de reproducir, ¿verdad? Sin embargo, creo que lo decimos constantemente, pero con palabras más políticamente correctas, simplemente. Cuando una persona expresa dolor o desesperación, no necesita que otro que no lo está pasando venga a darle lecciones ni palmaditas en la espalda. “Quitar hierro” llama exagerado a quien, quizá, en ese momento nos escogió para compartir su desesperación (¡y eso es siempre un privilegio para quien escucha!). Lo hace para que nos solidaricemos con él o ella, para llorar juntos, no para que le digamos cuál es la verdadera medida en la que, según nosotros, debería comprender las cosas o, incluso, sentirlas. 

De la misma forma, cuando decimos que todo va a salir bien, ¿de verdad lo sabemos? ¿Podemos asegurarlo? ¿Estamos expresando verdad cuando planteamos esto así? Y no me vale el famoso argumento de “es una forma de hablar”. El lenguaje está para ser usado con propiedad, pero eso requiere intención, sensibilidad y práctica. Es el vehículo transmisor de ideas más potente e importante que tenemos, y deberíamos ser bien cuidadosos con la manera en la que lo usamos, porque construye o destruye con increíble facilidad, y como sucede con toda herramienta potente, la distancia entre el uso terapéutico y el uso tóxico es, a menudo, muy escasa. 

Necesitamos más verdad en nuestras relaciones. Más profundidad. Estamos ávidos de más frases que, no solo suenen bien, sino que transmitan pura realidad en puro afecto. Ese es el principio fundamental del evangelio, por cierto, la verdad de Dios, en el amor de Cristo. Y tal como dije antes, se me ocurren muchas, aunque no sean nuestra primera opción por falta de entrenamiento. Ese es quizá el problema: nos hemos conformado a la frase facilona, pero su consuelo es inexistente, con lo que resulta al final un fraude. Bienintencionado, pero un fraude al fin y al cabo.

Ahora bien, permítanme que sea todavía más crítica con los que, como yo, somos cristianos y a veces usamos con pasmosa facilidad estas frases también. Porque en nuestro caso, el daño es aún mayor. Cuando nosotros, cargados de palabras preciosas que no reflejan nuestro conocimiento, sino nuestros mejores deseos para esa persona que sufre, decimos cosas como “El Señor te va a sacar de esto”, “Ten fe y el Señor te librará de esta situación” o múltiples frases malentendidas que hemos usado casi como mantras, llevando su significado a lo que nunca quisieron decir (desde “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” al famoso “A los que aman a Dios todas las cosas les ayudan a bien”, que dicen lo que dicen, pero no significan lo que algunos quieren transmitir cuando las dicen), desilusionamos y frustramos a las personas, porque en el fondo no dijimos verdad, sino otra cosa. Y ni siquiera es que expresamos amor, sino solo buena intención, porque el amor no miente.

Dicho de otra manera, no es con nosotros que las personas se decepcionan en esos casos: es con Dios mismo y eso tiene graves implicaciones para los que lo sufren y también para nosotros que lo provocamos. Porque les hacemos creer que es Él quien les hace la promesa de que todo irá bien en el sentido más inmediato del término -y cuando las cosas no salen así, lo “arreglamos” con lo de que la persona igual no puso suficiente fe. Desde luego, no termino de entender en qué Biblia se basa eso. ¿Jesús sufrió porque no puso suficiente fe? ¿Esteban, Pablo o Pedro, martirizados entre muchos otros a lo largo de los siglos por su amor al Señor, tampoco? De verdad que nos falta temor de Dios, además de conocimiento de las Escrituras cuando somos tan atrevidos. Lo siento... de nuevo, no me vale “es una forma de hablar”, ni tampoco la ignorancia. No tenemos derecho a serlo en cosas tan obvias, ni tan básicas en el Evangelio, ni a usar a Dios, ni a Su nombre para decir lo que nunca dijo. Cuando nosotros mentimos sobre Dios aparentando verdad, le hacemos a Él mentiroso cuando las cosas no suceden como “predijimos”. Y así estamos donde estamos.

Sin duda, esa que he descrito líneas atrás no es la Biblia que yo manejo, porque en sus líneas me encuentro cosas bien distintas: que vivimos en un mundo caído, que las personas sufrimos por ello, que mientras estamos sujetos a este cuerpo seguimos teniendo dolor, enfermedad y sufrimiento, que la muerte sigue siendo nuestra mayor enemiga... y que en todo eso y por eso se hace imprescindible incorporar a Dios en nuestras vidas, no porque Él se haya comprometido a librarnos de todo lo malo aquí y ahora, sino porque nos proyecta hacia un tiempo y espacio en el que eso será diferente, porque las consecuencias del mal ya no nos alcanzarán más. Lo otro, el argumento facilón y bienintencionado, no aparece en ninguna parte, como vemos Su expresión máxima de amor, dejando que Su Hijo Jesús culminara su sacrificio por nosotros, para no añadir dolor eterno a nuestro dolor aquí. Si no entendemos el sacrificio de Cristo, y que no hay resurrección sin muerte previa, entonces no hemos entendido el Evangelio. Fíjense si es importante esto.

Los primera línea de batalla de las páginas de la Biblia entendieron muy bien estas cosas, incluso antes de que el Mesías llegara:

  • Los amigos de Daniel, ante el horno de fuego al que iban ser lanzados por seguir al Dios de Israel en medio de una Babilonia cruel e imperativa, hicieron una de las declaraciones más honestas ante la adversidad que podemos leer en la Biblia: “He aquí nuestro Dios a quien servimos puede librarnos del horno de fuego ardiendo; y de tu mano, oh rey, nos librará. Y si no, sepas, oh rey, que no serviremos a tus dioses, ni tampoco adoraremos la estatua que has levantado (Daniel 3:17). La clave de la cuestión está en la realidad de que, quizás, Dios podría no haberles salvado en cumplimiento de un propósito superior, aunque en aquel momento una salvación inmediata llegara de una forma sobrenatural. Daniel mismo fue librado del león en un momento dado (Daniel 6:20 en adelante), pero ¿cuántos otros murieron en sus fauces durante el primer siglo en los circos romanos simplemente por ser cristianos? ¿Cuántos siguen haciéndolo hoy en aquellos lugares del mundo en que el Evangelio es perseguido hasta la muerte?
  • Ester, por poner solo otro ejemplo entre muchos, siendo muy joven como lo era Daniel, tenía plena conciencia de que podría morir también en el intento de acercarse al Rey Asuero para procurar salvar a su pueblo, y sus palabras fueron de una potencia descomunal: “... y si perezco, que perezca” (Ester 4:16). Lejos queda esa declaración de un “No pasa nada”, al que tanto se parecen algunas de nuestras frases. 

Jesús mismo, en último lugar, rogaba al Padre que, si era posible, pasara de Él aquella copa, refiriéndose a Su propia muerte. Y sabemos bien como acaba aquella historia: con Jesús muriendo en la cruz aceptando el plan que el Padre había trazado a favor nuestro. Pero no solo acaba en la muerte de Jesús, que es solo la primera parte, sino en resurrección. 

Lo que hace que nuestro consuelo a otros aquí sea facilón, engañoso y contraproducente, con enormes consecuencias para la propia fe de las personas es que demasiadas veces no contiene la verdad, y tampoco la Verdad en mayúsculas. En esos casos, privamos a las personas de poder agarrarse al verdadero consuelo, que no se produce siempre aquí y ahora, sino en lo venidero. Y mientras esa salvación aquí y ahora llega o no, porque todo cabe, nuestro papel es llorar con los que lloran y reír con los que ríen, acompañando, abrigando y protegiendo, sin fórmulas exprés, ni palabras facilonas desprovistas de consuelo.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - El espejo - El engaño de un consuelo facilón