“Una criatura única y necesaria”: la Biblia del Oso, edición Alfaguara, de 1987 (II)

Sin la Biblia de por medio, la lengua y la literatura castellanas enfrentaron un relativo “atraso” para asimilar la influencia cultural y estética de la “madre de la literatura occidental”.

20 DE SEPTIEMBRE DE 2019 · 09:00

Edición de 2001 de la Biblia del Oso por Alfaguara, dividida en cuatro tomos.,
Edición de 2001 de la Biblia del Oso por Alfaguara, dividida en cuatro tomos.

La traducción de Casiodoro de Reina es una criatura única y necesaria dentro de la literatura española y de la historia de España.

Juan Antonio González Iglesias

En la cuarta de forros del segundo tomo correspondiente a los Libros Históricos de La Biblia del Oso, publicada por Alfaguara en 1987 (reedición de 2001), se afirma: “En los textos narrativos que comprende este segundo volumen del Antiguo Testamento se incluyen los relatos de las gestas y desventuras de los grandes protagonistas de la historia antigua del pueblo de Israel en una espléndida fusión de mito, literatura y realidad que ha hechizado a lectores de todas las épocas”. Ese volumen (962 pp.) abarca desde el libro de Josué hasta Macabeos que, junto con el tercero y cuarto de Esdras, Tobías y Judit, constituyen la representación de textos deuterocanónicos que, posteriormente, dejaron de aparecer en las ediciones de las Sociedades Bíblicas.

El tercer tomo, el más grande de todos (1148 pp.), libros proféticos y sapienciales, editado por Gonzalo Flor Serrano, incluye desde Job hasta Malaquías, con la incorporación de la Sabiduría de Salomón, Eclesiástico, Baruch y la Carta de Jeremías. La leyenda de la cuarta de forros reza como sigue: “Se reúnen en este tercer volumen, último correspondiente al Antiguo Testamento, los Libros Proféticos, en los que predomina el valor testimonial, y los llamados Libros Sapienciales o de la Sabiduría, de carácter eminentemente didáctico. En ellos se resume una riquísima tradición de saberes acumulada a lo largo de los tiempos en medio de las vicisitudes de una historia tortuosa y preñada de acontecimientos”.

La introducción correspondiente del profesor Flor Serrano coloca a cada género y a cada libro en su justa dimensión histórica, literaria y religiosa. Las secciones en que se divide esta introducción (63 pp., Los sabios de Israel y sus escritos, Los profetas de Israel y sus escritos) son puntuales y exactas, pues dan cuenta de las características y el contexto de cada escrito. Sobre los profetas, escribe: “Estos artistas del lenguaje escriben normalmente en verso, de difícil traducción, y sus oráculos se encuentran con frecuencia adaptados y reutilizados para otras situaciones distintas a aquellas en que surgieron; pueden también estar desordenados, u ordenados según unos criterios que a nosotros nos resultan extraños, por temas o simplemente por conexión o asociaciones de palabras o frases, o agrupados bajo un solo nombre oráculos que se deben, en realidad, a varios autores” (p. xxxvi).

 

Olegario González de Cardenal.

El último tomo, dedicado al Nuevo Testamento (698 pp.), fue editado por José María González Ruiz. En la cuarta de forros se afirma que estos textos, “además de ser el punto de referencia de la mayor de las religiones de Occidente, están dotados de una belleza expresiva y literaria cuyo poder de fascinación ha vencido el paso del tiempo”. La introducción (32 pp.) consta de ocho secciones que van desde la formación del canon del Nuevo Testamento hasta las cartas católicas. Allí se discuten aspectos críticos, exegéticos y teológicos (como en el caso del “corpus” paulino y la epístola a los Hebreos), todos ellos derivados de una amplia profundización en los libros.

La reedición de 2001, con nuevo diseño y una elegante caja, mereció al menos dos importantes reseñas en los meses cercanos a su aparición. La primera, del poeta Juan Antonio González Iglesias (nacido en Salamanca en 1964, autor de La hermosura del héroe, Esto es mi cuerpo y Del lado del amor. Poesía reunida 1994-2009), no es parco en afirmaciones que destacan la grandeza literaria y cultural de la Biblia como libro sagrado y asevera, de entrada: “Durante siglos, la Biblia ha funcionado como un texto absoluto, al que debían plegarse los parámetros literarios, porque la Biblia no se sometía a ellos” (“Una criatura necesaria”, en Babelia, supl. de El País, 23 de junio de 2001, p. 3). Para seguir en su línea crítica sobre la apropiación de la misma por medio de una lectura sostenida:

Leer la Biblia no ha sido exactamente leer. Nuestro concepto de la literatura es en lo esencial el mismo que tenían los griegos y los romanos: una cultura de los libros (en plural y con minúscula). En ella, los libros —algunos— gozan de una sacralidad laica y son objeto de una veneración cultural (la que nosotros tributamos a El Quijote). La valoración está sometida a la crítica, y los textos mejores se transmiten a través de la educación. En cambio, la Biblia no está sometida a la crítica (si estuviéramos en una cultura todavía bíblica, esta reseña no tendría sentido). Tampoco se estudia en clase de literatura, ni se lee ni se transmite en ella.

Esta suerte de “ausencia” de la Biblia en espacios en los que debería ser un libro familiar lo lleva a referirse a su posible carácter de “clásico” literario, lado a lado con su canonicidad religiosa, lo que evidentemente la distancia de otras obras notables: “No es exactamente un clásico, aunque comparta con ellos la eternidad. Sí es, en cambio, el texto canónico por excelencia, fijado por autoridades religiosas. […] Llegaba equipada, sí, de inmensas dosis de belleza, de verdad, de moral, de historia, de amor y de profecías. Pero su autor era Dios. Siendo, como era, la fuente de verdad y el libro que iba definitivamente en serio, excluía dos de las energías primordiales de la literatura: la ficción y el humor”. Esta dificultad debió enfrentar, especialmente en España, la oposición oficial hacia su lectura, prohibida de manera permanente durante siglos enteros: “Leerla (aunque fuera en el original) y, peor aún, traducirla o publicarla podía acarrear grandes peligros. De nada sirvió la Modernidad, porque esos peligros se exacerban en pleno Renacimiento literario (pensemos en la cárcel de fray Luis). Y de poco sirvió la Ilustración”.

 

Gonzalo Flor Serrano.

El esfuerzo de Alfaguara lo ve González Iglesias como una empresa bien calibrada, pues la misma enfrenta al lector (pretendidamente más laico) a la “tensión literaria” que las lecturas religiosas limitan por su naturaleza: “Encontrarla en un sello editorial laico de gran difusión, dedicado esencialmente a la narrativa de ficción e inequívocamente literario, es una aventura muy atractiva”. Por ello es que califica la versión de Casiodoro de Reina como “una criatura única y necesaria dentro de la literatura española y de la historia de España”, en algo así como una reivindicación muy a posteriori de su inmensidad como expresión de la época en que surgió, en un contexto de persecución política y marginación cultural que se prolongó indefinidamente dentro de la Península Ibérica. Es allí donde entran vienen a cuento las peripecias paneuropeas de Casiodoro para lograr el milagro de la traducción completa.

Siendo gran literatura, esta Biblia debe ser leída como tal, “no en papel biblia” y sí como lo que no puede regateársele ni por un momento: “De Reina escribe en el momento mejor de nuestra literatura, el de fray Luis y Cervantes. Su Biblia es un clásico castellano (digno de aquella colección) que quedó excluido de nuestra tradición por razones teológicas y políticas”. La época (el Siglo de Oro), por sí sola, no podía haber producido algo tan magistral sin el concurso de un talento escritural, lingüístico y espiritual de alguien como Casiodoro. Reconocerlo es afirmar, contra viento y marea en la España todavía tan católica del siglo pasado (y en Hispanoamérica, del mismo modo), el tamaño literario de este monumento a la lengua castellana.

González Iglesias cierra sus comentarios con ejemplos precisos de la belleza textual de esta Biblia heroica, pues, en su opinión, “Dios habla al hombre recién creado con estas palabras tan bellas: ‘Fructificad y multiplicad y henchid la tierra y sojuzgadla, y señoread en los peces de la mar’”, en Génesis 1.28. Y con Abraham hace otro tanto, “con claridad castellana”: “Circuncidaréis, pues, la carne de vuestro capullo” (Gn 17.11). Para este autor, la mayor intensidad poética se encuentra en los libros proféticos y sapienciales, por ejemplo, en Nahum, “un gran poeta desconocido autor de un pequeño libro”. Y propone una lectura literaria conectada con lo que se escribía entonces (fines del siglo XX e inicios del XXI): poemas como “El llanto de la hija de Jephté”, de Pablo García Baena (1923-2018); “Eclesiastés, 3,5” y “Estrofa 24”, de María Victoria Atencia (1931), o libros completos como Hexateuco (2000), de Álvaro Tato (1978), y especialmente Poemas de la Teja (1998), de Alfonso Canales (1923-2010). Por último, se refiere a Job, y cierra con gran donaire castizo: “En la Biblia, Job plantea a Dios la misma pregunta que se hacen muchos: ¿por qué tiene que sufrir un ser humano bueno? Bástenos con saber que Job murió de viejo ‘y harto de días’ [42.17]. Leyéndolo, me ha gustado pensar que el sevillano Casiodoro de Reina aspiraba esa ‘h’ en su exilio de Londres o Basilea”.

 

Juan Antonio González Iglesias.

El teólogo Olegario González de Cardedal, por su parte, incluye en su reseña el pequeño libro de José Manuel Sánchez Caro, La aventura de leer la Biblia en España (2000), la cual comienza citando al filósofo Karl Jaspers: “Sin la Biblia no habría Europa” (“Aventuras de la Biblia”, en ABC Cultural, 8 de septiembre de 2001, p. 28), para preguntarse inmediatamente, de manera retórica: “¿Han tenido la misma influencia en España los libros del Antiguo y Nuevo Testamento que en Alemania e Inglaterra, cuyas lenguas han nacido y crecido troqueladas por la traducción bíblica de Lutero en un caso y afectada decisivamente por la King James Version en el otro? ¿Hay alguna traducción castellana que haya ejercido semejante influencia en nuestra lengua, hábitos mentales y expresión de la calle, como ejercieron aquéllas?”. Con estas duras interrogantes en mente, González de Cardedal comenta la aparición del libro de Sáchez Caro y la Biblia del Oso, aportando un recuento histórico de las traducciones antiguas en España, desde los intentos fragmentarios en el siglo XII hasta las del siglo XVI, sin olvidar los trabajos similares en otros idiomas, como el alemán y el checo, en 1466 y 1488, respectivamente.

A continuación, se refiere a la Políglota Complutense y la Biblia Regia, de Arias Montano, además de las traducciones de Fray Luis de León, estas últimas estrictas contemporáneas de la obra de Casiodoro, junto con las demás “biblias del exilio”. Finalmente se detiene en la Biblia del Oso mediante un resumen apretado de sus entretelones históricos y biográficos para afirmar: “Su traducción sigue las líneas del literalismo y fidelidad a la veritas hebraica, que había reclamado Fray Luis de León”, así como su dependencia de la Biblia de Ferrara, para lo cual cita la “Amonestación al lector” del ex monje jerónimo. Sobre la edición de Alfaguara en sí, señala que “tiene interés literario, no filológico ni científico estricto”, para luego recordar las prohibiciones parea leer la Biblia en España hasta 1757, cuando el papa Benedicto XIV aprobó, por fin, el permiso para traducirla a las lenguas vulgares. Lo que subraya inmediatamente, de naturaleza literaria y cultural, responde sólidamente sus preguntas iniciales: “Pero entretanto había pasado la fase creativa de la lengua, sin que la Biblia hubiera pasado al tejido vivo de nuestra expresión castellana. […] Ha habido que esperar a la mitad del siglo XX para asistir al admirable renacimiento bíblico que ha acercado el texto sagrado a todo lector español” (énfasis agregado). Este autor concluye su reseña agregando datos sobre las Biblias posteriores del siglo XX y destacando la “voluntad de fidelidad a los originales” y “el garbo en el estilo” de la Biblia de Casiodoro, con todo y que las recientes colaboraciones ecuménicas han producido mejores versiones.

 

Los cuatro tomos de la edición de Alfaguara de 2001, desde el lomo.

La sugerencia crítica de González de Cardedal es de enorme envergadura analítica: sin la Biblia de por medio, la lengua y la literatura castellanas enfrentaron un relativo “atraso” para asimilar la influencia cultural y estética de la “madre de la literatura occidental”, y quedaron a la zaga de otras literaturas cuya matriz bíblica les otorgó un perfil característico que era visto en España con mucho desdén. Que esa observación proceda de uno de los mejores teólogos españoles de la actualidad es algo muy digno de tomarse en consideración, pues manifiesta la innegable importancia de la literatura bíblica cuando ésta se integra creativamente a una cultura desde la lengua y la producción textual misma. En ese sentido, la existencia de la Biblia del Oso vino a ser la constatación de la riqueza e intensidad discursiva con que la lengua castellana se movió y difundió por Europa en los años más complicados de las reformas religiosas. Por todo eso, es muy simbólico el hecho de que, cerrando el siglo XVI y abriendo el XVII, Cipriano de Valera diera a conocer la segunda edición de esta traducción tan apreciada por los lectores cristianos heterodoxos, en España y, después, en toda Hispanoamérica.

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