Breve historia de la apologética cristiana (II)

Se necesitaba mucho valor para escribir contra la idolatría en el Imperio romano.

27 DE JULIO DE 2019 · 21:50

Agustín y los donatistas, obra de Charles André van Loo. / Wikimedia Commons,
Agustín y los donatistas, obra de Charles André van Loo. / Wikimedia Commons

Algunas de las obras más relevantes del período patrístico han sido publicadas recientemente en español por la editorial Clie, bajo la supervisión de su editor, Alfonso Ropero, y dentro de la colección “Patrística”. En ellas se encuentran apologistas cristianos como Ireneo de Lyon (130-202 d.C.), quien argumenta en contra del politeísmo pagano, el emanatismo gnóstico (todo emana de Dios, luego no habría creación a partir de la nada) y el dualismo marcionita (el bien y el mal serían dos principios eternos), con estas palabras: “Conviene por tanto que comencemos por lo primero y más importante, a saber, Dios, el creador, que hizo el cielo y la tierra y todo lo que en ellos hay (Éx. 20:11; Sal. 146:6; Hch. 4:24; 14:15), el del que estos blasfemos dicen ser “fruto de una deficiencia”. Mostraremos que no hay nada por encima o más allá de Él, que hizo todas las cosas por su propia y libre decisión, sin que nadie le empujara a ello; pues Él es el único Dios, el único Señor, el único Creador, el único Padre, el único Soberano de todo, el que da la existencia a todas las cosas.”[1] Así inicia Ireneo su refutación de la tesis valentiniana de 128 páginas.

Por su parte, Justino Mártir (100-165 d.C.), en su condena de la idolatría de su época dice de los cristianos: “Tampoco honramos con abundantes víctimas ni con coronas de flores a aquellos a quienes los hombres, después que les dieron forma y los colocaron en los templos, llamaron dioses. Porque sabemos que estas cosas están muertas e inanimadas y que no tienen la forma divina (…). Esto no solamente es contrario a la razón, sino que además es, a nuestro juicio, injurioso a Dios, porque Dios tiene una gloria y una naturaleza inefables y su nombre no puede imponerse a cosas que están sujetas a la corrupción”.[2] Se necesitaba mucho valor para escribir contra la idolatría en el Imperio romano. De hecho, Justino murió martirizado en Roma durante el reinado de Marco Aurelio.

En tiempos de Clemente de Alejandría (150-217 d.C.), los escépticos de la fe cristiana argumentaban -tal como algunos continúan haciendo hoy- que un Dios que castiga no puede ser bueno. El gran apologista escribe al respecto: “Algunos se empeñan en decir que el Señor no es bueno porque usa la vara, y se sirve de la amenaza y del temor (…) Entonces, dicen algunos, ¿por qué se irrita y castiga, si ama a los hombres y es bueno? (…) Este modo de proceder es de suma utilidad en orden a la recta educación de los niños (…) La represión es como una especie de cirugía para las pasiones del alma, ya que las pasiones son como una úlcera de la verdad y deben eliminarse enteramente por extirpación. (…) Sin lugar a dudas, el Señor, nuestro Pedagogo, es sumamente bueno e irreprochable, porque en su inestimable amor hacia los hombres, ha participado de los sufrimientos de cada uno. Si el Logos odia alguna cosa, quiere que esa cosa no exista; y ninguna cosa existe si Dios no le da la existencia. No hay, pues, que sea odiado por Dios; y, por tanto, nada es odiado por el Logos.”[3]

Tertuliano (160-220 d.C.) nacido en la ciudad romana de Cartago, al norte de África, fue uno de los apologistas latinos más brillantes. Se le llamó el “Gladiador de la Palabra” por su agudeza para argumentar y debatir. Él escribió estas palabras: “Decimos, y públicamente lo afirmamos y lo voceamos mientras vosotros nos destrozáis con tormentos y sangramos: ‘Adoramos a Dios por medio de Cristo’. Creedle mero hombre si queréis; más por Él y en Él quiere Dios ser conocido y adorado. (…) Examinad, pues, si es verdadera esta divinidad de Cristo. Si su divinidad es tal que su conocimiento reforma a los hombres, se sigue que ha de renunciarse a cualquier otra falsa divinidad.”[4]

Orígenes (185-254 d.C.) nació también al norte de África, en Alejandría (Egipto). Fue un teólogo cristiano muy prolífico -más de 6.000 títulos- y en uno de ellos, Tratado de los Principios, escribió estas palabras a propósito del origen de la materia: “No comprendo cómo tantos hombres ilustres han podido creerla increada, esto es, no hecha por el mismo Dios, creador de todas las cosas, y decir que su naturaleza y existencia son obra del azar (…) Según ellos, Dios no puede hacer nada de la nada, y al mismo tiempo dicen que la materia existe por azar, y no por designio divino. A su juicio, lo que se produjo fortuitamente es suficiente explicación de la grandiosa obra de la creación. A mí me parece este pensamiento completamente absurdo.”[5] Es curioso comprobar lo actuales que resultan tales reflexiones.

Atanasio nació asimismo en Alejandría (296-373 d.C.) y fue uno de los obispos más importantes de la Iglesia. Argumentó contra los arrianos que rechazaban la doctrina de la Trinidad. Entre sus principales obras apologéticas destacan: Discurso contra los griegos y Discurso sobre la Encarnación del Verbo.[6] También Juan Crisóstomo (347-407 d.C.) fue un gran apologeta y orador cristiano de Antioquía. Su apodo “Crisóstomo” significa “boca de oro” y llegó a ser patriarca de Constantinopla por mandato imperial. Sus principales obras constituyen una sincera crítica de las desviaciones y corrupciones a las que ya había llegado el clero, durante los siglos IV y V de la era cristiana. Refiriéndose a la tremenda responsabilidad del ministerio cristiano dice: “Si Pablo, que aun se excedía en la custodia de los divinos mandamientos, y que de ningún modo buscaba lo que era suyo, sino el bien de los demás, estaba siempre con tanto temor cuando volvía la consideración a la grandeza de este ministerio, ¿qué será de nosotros, que frecuentemente sólo buscamos nuestros intereses, que no sólo no sobrepasamos los divinos mandamientos, sino que por la mayor parte no los cumplimos?”[7]

Por último, Agustín de Hipona (354-430 d.C.) es considerado, tanto por católicos como por protestantes, como el “campeón de la verdad”. Se enfrentó en la defensa de la fe frente a los errores maniqueos, arrianos y pelagianos. Refiriéndose a una cuestión tan actual como el origen del tiempo, escribe: “¿Cómo habrían podido transcurrir siglos innumerables puesto que tú, que eres el autor y el fundador de los siglos, no los habías creado aún? ¿Cómo hubiese podido existir un tiempo, si tú mismo no lo hubieses establecido? ¿Y cómo hubiese podido transcurrir, si todavía no existía? (…) Tú hiciste todos los tiempos, eres antes que todos los tiempos. Por consiguiente, no hubo un tiempo en que no había tiempo.”[8]

 

3. PERIODO ESCOLÁSTICO (Siglos VI al XIII)

Tras la caída del Imperio romano por la invasión de las tribus bárbaras, el mundo entró en una época turbulenta. El cristianismo se refugió en los conventos y el pueblo llano cayó en la ignorancia y la superstición. Poco a poco los invasores fueron asimilando la fe cristiana. Sin embargo, en Oriente se estaba gestando otro grave problema, el islam, una nueva religión monoteísta que mantendría en jaque a la Europa de tradición cristiana durante siglos. En el año 620, el profeta Mahoma, juntó las tribus nómadas de Arabia prometiéndoles el paraíso si difundían su doctrina. En poco más de cien años se apoderaron de Palestina, Siria, Persia, Egipto, todo el norte de África y España. El avance del islam no se limitó al terreno de las armas, incidió también en el área del pensamiento. Desde el califato de Córdoba, los pensadores musulmanes, liderados por Averroes, descubrieron la filosofía de Aristóteles y emprendieron la labor de compaginarla con el Corán, presentándola como alternativa al cristianismo. En el terreno científico, el islam avanzó por un tiempo con mayor rapidez que la Europa cristiana, lo que dio lugar a un resurgir de la apologética.

Anselmo de Canterbury (1033-1109), considerado el padre de la escolástica, retomó la defensa de la fe e intentó utilizar la filosofía grecolatina clásica para comprender la revelación cristiana. No obstante, fue Tomás de Aquino (1225-1274) quién levantó de nuevo en alto la antorcha de la apologética con dos obras monumentales: Suma contra los gentiles, y su famosa Suma teológica. Presionado por los avances del islam, abandonó el platonismo para recuperar la filosofía aristotélica y compaginarla con la fe cristiana, estableciendo un acuerdo entre la razón y la fe. Tomás de Aquino abrió las puertas al Renacimiento y allanó el terreno para los avances científicos. La materia ya no era inferior al espíritu y la Naturaleza dejó de ser algo despreciable para convertirse en una segunda revelación de Dios, dando vida al germen del período renacentista y reformado.

 

Notas

[1] Troncoso, A. M. (Editora), 2018, Obras escogidas de Ireneo de Lyon, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 161.

[2] Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Justino Mártir, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 69.

[3] Ropero, A. (Editor), 2017, Obras escogidas de Clemente de Alejandría, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 90-91.

[4] Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Tertuliano, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 104-105.

[5] Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Orígenes, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 136-137.

[6] Sánchez García, B. 2005, Manual de Patrología, Clie, Terrassa, Barcelona, España, p. 224.

[7] Ropero, A. (Editor), 2018, Obras escogidas de Juan Crisóstomo, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 115.

[8] Ropero, A. (Editor), 2017, Obras escogidas de Agustín de Hipona, Clie, Viladecavalls, Barcelona, España, p. 380-381.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - ConCiencia - Breve historia de la apologética cristiana (II)