Comunidad política: papal vs. reformada

La comunidad de confesión reformada así fue una fuerza completamente antitradicional y desarticuló el mundo medieval por completo.

08 DE JUNIO DE 2019 · 19:05

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Con la Inquisición se otorgó “a la sangre la capacidad de generar dos grupos humanos. San Pablo fue olvidado. En cierto modo ese fue el sentido del odio visceral a la Reforma, que como sabemos fue ante todo una restauración paulina. Los intentos de Hernando del Talavera, y antes de Alfonso de Cartagena, que podían haber llevado a una reforma paulina hispana, quedaron en el olvido… La ritualidad católica solo unió a los que se integraban en una óptica pasiva: eran vistos por los ojos perennes del Tribunal, pero nada íntimo los unía en una forma de ver común.” (p. 162)

“Sin embargo, justo cuando España iniciaba ese camino histórico, que la hizo pasar de disponer de una mera comunidad negativa (los no conversos) a convertirse en la negación de la comunidad (los potencialmente investigables), Europa caminó hacia una renovación de la vida comunitaria con una fuerza desconocida durante siglos. Eso fue la Reforma. La renovación del concepto de Espíritu, la insistencia en su divinidad como tercera persona de la Trinidad, permitió a los reformados, a la vez, reducir de forma drástica la comunidad de rito y aumentar la certeza de vínculo íntimo invisible… La comunidad de confesión reformada así fue una fuerza completamente antitradicional y desarticuló el mundo medieval por completo.” (p. 163)

“La fe ahora es saberse elegido. Y, por tanto, debe ser confesada en tanto capacidad de abandonar y romper con la vieja fe. Y los que viven en común por ese Espíritu Santo que la transmite, son una comunidad positiva, que brilla con un nuevo código, un nuevo maestro, un nuevo orden, una nueva autoridad, que define la totalidad de la vida social desde una nueva intimidad. Por eso ya no es una comunidad difusa, ni ritual, ni negativa. Es una comunidad de fe compartida, porque rompe con todos los significados antiguos de la vida social y los resignifica en común. De ahí que el ingreso ya no sea ritual, sino espiritual.” (p. 165)

Estas palabras, que no sé dónde cortarlas, proceden del capítulo dedicado al “Efecto Inquisición” en el libro del profesor Villacañas que tengo como referencia. Junto con el capítulo anterior: “Inquisición”, suponen 31 páginas dignas de configurar un buen curso sobre el tema.

Ante el término “confesar”, tan estudiado por nuestro autor (no sólo en este libro), piense quien esto lea qué se le viene a la mente. En el papado la confesión pública nos coloca en el auto de fe, fiesta de la victoria del papado contra sus disidentes, ésa es su confesión pública. Si alguien quiere su correlato actual, algo más lúdico, en apariencia, pues ahí tiene la “confesión pública” que supone la procesión: ¡todos encapuchados! ¿Cómo puede salir de ese modelo una comunidad civil pública, alegre, libre, que confiesa su fe, su fiesta de salvación, porque ha sido redimida por la buena voluntad de quien tiene todo poder? Pues no puede salir, y esto es asunto desde varios puntos de vista tratado por el profesor Villacañas.

Cuando la confesión no procede de la libertad es la señal, al mismo tiempo, “de no haber podido configurar comunidades modernas de fe. Y eso ha hecho inviable la vida política, porque no hay vida política moderna sin la comunidad moderna de fe, o sin esa presión a favor del libre asentimiento a un consenso forjado comunitariamente… La Reforma, por el contrario, supone generar un sentido moderno de comunidad, capaz de forjar valoraciones comunes y dotarse de un sentido del escándalo compartido, de lo aceptable e inaceptable para la conciencia libre. Carecer de este sentido de la comunidad libre, asentada en convicciones espirituales compartidas, es el efecto de la Inquisición. Y ese déficit, que implica una incapacidad de forjar elites legítimas y cohesionadoras, que den voz a lo común, es su más pernicioso efecto en nuestra historia.” (p. 166)

En la España de Roca Barea, documento comprimido del imperio dorado, no se dan estas reflexiones, pues aquí “el Estado Español reconoce a la Iglesia Católica el carácter de sociedad perfecta,” así en los acuerdos de 1953, luego, con formato diferente, se confirma en los actuales, en los que se concede lo que se concede por ser la iglesia católico lo que es, con su culto, jurisdicción y magisterio. La sociedad civil española contiene como propia la existencia de los ritos y santuarios del papado, que se aceptan como propios. Esta es nuestra política. No tienes que ser “creyente”, basta con ser español, esos ritos (culto, jurisdicción y magisterio) son tuyos, de tal manera que, si te desprendes de ellos, has perdido tu condición de español. Imperiofobia es el síntoma de todo esto. Por eso se convierte en estampita milagrosa. Si estás en contra, estás contra España.

Sobre las proposiciones que el profesor Villacañas presenta tocantes a la diferencia de comunidad en el papado y en la Reforma, como ven aquí señaladas, pero que se amplían en su libro Imperio, Reforma y Modernidad, se deberá atender a que su espacio es el de la Reforma en sus inicios. Ahí se puede afirmar que solo la nueva comunidad de fe es creadora de una nueva comunidad política, que configura el posterior mundo moderno. Esa comunidad de fe es la salvada por pura gracia, su fe es donada, y su confesión supone el salir de la antigua fe y comunidad religiosa y política. Esto supone un tratamiento complejo del tema, pero que depende de la recepción del testimonio de los reformadores iniciales, Lutero, Melanchthon, Calvino… La salvación del pecador nunca puede provenir de su condición previa a ser salvo, ni de la iglesia, ni de los sacramentos, nada, todo es antiguo, y tiene que ser derribado. Esto es especialmente relevante cuando se toca la voluntad. Tampoco se puede sacar nada de ella. Todo es de Dios, de fuera. Y luego la salvación es total, una nueva vida. Por supuesto, si ahora alguien concluye que donde aparece un porcentaje de evangélicos, como en sitios concretos de Latinoamérica, se tendría que producir un cambio de comunidad, pues no es así, y no lo es por simple observación. Se ha podido cambiar el formato del culto, pero la condición de comunidad sigue intacta. No se ha reformado la sociedad. Donde se siga sosteniendo que la salvación depende de algo previo en el pecador, aunque sea su voluntad, que habría quedado fuera de su muerte espiritual total, no hay manera de luego promover la comunidad nueva de fe, porque esa fe es la misma del papado, con ropajes diferentes. 

La riqueza de esas reflexiones, fundamentales para ver hoy el espacio político y religioso, debe colocarse en su sitio. Si alguien quiere los frutos, debe reconocer el árbol. Les pongo dos afirmaciones que nuestro autor toma de un escrito de Melanchthon, en el contexto de analizar la existencia de la conducta en el creyente, el elegido, donde el Espíritu es quien cumple el bien, nunca el hombre de sí propio. “El Espíritu enseña que todas las cosas pasan necesariamente de acuerdo con la predestinación”, y “la experiencia enseña que no hay libertad en los afectos.” (p. 453) Solo si estás muerto estás libre. Los actos externos de naturaleza no son obras que “ocultan” un bien no dañado, la voluntad, que puede desde su impulso religarse con Dios. “No hay”, dice el profesor Villacañas, “poder humano que se oponga a la pulsión”, pues precisamente la pulsión es el poder del hombre, es lo que cada uno “puede” hacer. Esto sería el escándalo de evangelistas modernos. Pues anuncian un evangelio donde las obras externas, la conducta, puede juzgarse como negativas, como “pecados” (no sé si todos lo dirán así), pero, además de esa condición, el hombre tendría un tesoro interno, escondido, con el cual puede religarse con Dios, y cambiar su estado: de condenado a salvo. Ese tesoro es la voluntad. Que esto es teología esencial en el variado mundo evangélico actual, pues no se duda. La duda es si esta teología tiene algo que ver con la Reforma inicial, donde se enseña que las obras no son extrañas a esa pulsión, o que algo de ella se puede librar de ese caos externo, sino todo lo contrario: la pulsión es el corazón. De ahí sale todo acto de rebelión. Y si una teología la toma como palanca necesaria, como hizo el papado, ha puesto a todos sometidos a lo que no puede tener solución. De ahí libera la Reforma. La comunidad cristiana nueva es libre del libre albedrío, de la pretendida potencialidad de la voluntad; de lo que era esencial en la antigua comunidad y en la antigua fe. Solo así es libre.

Por supuesto, estas cuestiones se pueden convertir en discusiones interminables que no edifican. Eso lo ha realizado siempre la escolástica, también la protestante. Precisamente esos escolásticos, en palabras del profesor Villacañas, “con ello confiesan que no saben nada de la experiencia del Espíritu… pues han hecho de la fe una capacidad del alma… El defecto del argumento de los escolásticos es que la experiencia de la fe debe proceder de las propias obras del alma y de nuestras capacidades naturales… Nada de la experiencia natural del alma, de aquello que pueda ser juzgado por la razón humana, tiene relación con la fe.” (p. 474) Estas reflexiones las lleva a cabo nuestro autor con referencia a los Loci communes de Melanchthon. (¿Hay por ahí algún evangélico, pastor o profesor de teología actual, que haya leído esta obra?)

Estamos hablando de los frutos de la gracia, del beneficio de Cristo, de la cruz de Cristo, con sus resultados ciertos para todo lo que fue ordenado. Esa Palabra fresca, como diría Lutero, y recuerda nuestro autor, que debemos entregar como “recién pronunciada por la boca de Dios o por los hombres inspirados” (p. 368), nos coloca en espacios de reflexión complejos. Esa es su riqueza. “La Reforma también es una experiencia de esos problemas y de las interpretaciones de la comunidad desde las que se produjeron… La reflexión sobre esas interpretaciones concede a la Reforma su dimensión específicamente moderna; esto es, capaz de regularse en el ejercicio de la autocrítica”. (p. 387)

Desmontar los bulos de Roca Barea, y de sus compañeros de baile, los independentistas catalanes, requiere distancia de los hechos. Analizarlos con honestidad; mostrar la falsificación de la autora, pero no considerarlos como resto de alguna túnica sagrada que tengamos que recobrar. Eso pasa con la comunidad reformada del inicio de la Reforma. Está ahí, la debemos conocer, pero no es un trozo de espacio que como lienzo puedes meterlo ahora en algún relicario sacramental. Debemos evitar las falsificaciones, por ejemplo, imaginar que sin la doctrina de la Reforma se puedan producir sus frutos sociales. Esto aplicado hoy es asumir que la mayoría del mundo evangélico está fuera de esa comunidad de fe que destroza la anterior. Más aún si ponemos el espacio de reflexión sobre este asunto en el plano de una escatología donde Cristo vendrá y estará reinando mil años en la tierra con su gobierno. Cada uno que tome su espacio, pero esto anula la comunidad de fe de la que se ha hablado aquí. Cualquier estudio de la acción política evangélica debería dejar clara esta cuestión desde el principio.

Conocemos nuestra historia, los efectos de la Reforma, pero, usando el mismo principio del profesor Villacañas, que la Palabra debemos ofrecerla tan fresca e inmediata como salida ahora mismo de la boca de Dios o de los hombres inspirados, nuestra obligación es escuchar esa Palabra, y proclamar sus frutos ahora en nuestro presente inmediato. Sabiendo los que produjo en el XVI, confesar los que ahora produce. Es la misma gracia, el mismo Espíritu Santo, el mismo Redentor. Cuando Dios ordene su Reforma hoy, tendremos el mismo poder de salvación, la misma comunidad de fe. Pero aquí en nuestro espacio y tiempo.

Nuestro próximo encuentro, d. v., con la conquista de América.

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