Hogar, dulce hogar

El cristiano que no sabe a dónde va y no tiene una idea mínima de este lugar, fácilmente se deja embaucar por este mundo.

29 DE MAYO DE 2019 · 14:37

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Siempre me ha llamado la atención que en nuestros sermones y cultos apenas nada se oye ni se canta del cielo. Parece que es un tema que interesa poco. Pero más bien diría: interesar, interesa mucho. Lo que pasa es que los que escriben las canciones y exponen la Biblia no lo mencionan. Y no voy a especular ahora sobre el por qué. Solo verbalizo una sospecha: será porque no nos gusta que nos vean como cristianos que nos fijamos demasiado en el más allá. Craso error, en mi opinión. O simplemente porque creemes que la Biblia no dice mucho sobre el tema. Otro error. Porque el cristiano que no sabe a dónde va y no tiene una idea mínima de este lugar, fácilmente se deja embaucar por este mundo. Y esto sí que creo que es un problema.

Cada vez que la Biblia habla del cielo, habla de un lugar real, poblado por personas reales. Sin embargo, nuestras imaginaciones lo ven como lugar nebuloso, borroso, “a ver si nos reconocemos”, etc. En la subconsciencia de muchos creyentes, no es un lugar que les atraiga demasiado.

Y no me cabe duda que esto es una estrategia satánica: aguarnos la fiesta, diluir el gozo de lo que va a venir. En Apocalipsis 13:6 nos enteramos de que la bestia pone en ridículo tres cosas: la persona de Dios, el pueblo de Dios y el lugar de Dios: el cielo. Será por esto que hay tantas caricaturas sobre el cielo y casi ninguna ni por asomo acierta.

El hecho es que Cristo nos está preparando un lugar: “En la casa de mi Padre muchas moradas hay; si así no fuera, yo os lo hubiera dicho; voy, pues, a preparar lugar para vosotros” (Juan 14:2). Es uno de los versículos de la Biblia que más consuelo da.

Personalmente, considero un privilegio haber podido acompañar gente que se estaba muriendo, particularmente si son creyentes. Ellos ya no se interesan mucho por las cosas de aquí. Quieren saber a dónde van. “Háblame del cielo”, ha dicho más de uno.

Jesucristo mismo nos anima a “hacernos tesoros en el cielo”. Y la razón es sencilla: “Porque donde esté vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón.” (Mateo 6:19,21). Si no transferimos tesoros al cielo, no lo tendremos en alta estima. Y transferimos cosas allá invirtiendo en asuntos eternos: las almas de las personas y todo lo que ayuda a acompañar a una persona a que llegue a este lugar tan maravilloso. Fuimos creados para una persona y un lugar: Jesucristo y el cielo. Por eso Pablo dice que más bien le gustaría estar allí ya.

Y es bueno que meditemos frecuentemente sobre esta realidad que formará la realidad futura y eterna de cada creyente. Cristo nos ha prometido que comeríamos con Él en el cielo. Nos daremos cuenta de que es un lugar que superará todo lo que nos habíamos imaginado. Los últimos dos capítulos de Apocalipsis nos dan una idea. Un lugar de una belleza inimaginable. Y allá encontraremos personas que siempre hemos querido conocer y otros que hemos conocido y han partido unos años antes que nosotros: Abraham, Isaac, Jacobo, Moisés David, el apóstol Pablo, mi abuela que me enseñó las cosas del Señor, mi hermana mayor que nunca conocí porque murió al nacer. Mi primer amigo que murió a los 4 años. Y el hombre que me llevó al Señor y que nunca llegué a conocer personalmente porque me hablaba a través de una estación de radio a 10.000 kilómetros de distancia.

¿Tienes gente ya en el cielo? Los encontrarás de nuevo. Ya te están esperando. Me imagino que con una gran sonrisa.

Hablaremos con ángeles, los que nos protegieron aquí. Vamos a poder dar la bienvenida a invitados en nuestra morada celestial. No es un chiste, ni exageración mía. Lo leemos en Lucas 16:9.

Allá no habrá iglesias, ni templo. Cristo será el centro de nuestra adoración. Leemos de un coro de millones y millones en Apocalipsis 5 todo en un idioma que entenderemos todos, sin haberlo aprendido.

Y no será un lugar aburrido: aprenderemos en el cielo (¡sí, señor!). Dios seguirá revelando cosas de las cuales no tenemos ni idea ahora (Efesios 2:7).

Recordaremos cosas de la tierra que valen la pena. Porque los recuerdos forman parte de nuestra personalidad. Los que han perdido su memoria aquí, la recuperarán. La futura ciudad según Apocalipsis 21:12-14 nos habla de cosas que nos recuerdan de acontecimientos e instituciones aquí en la tierra.

Y lo digo de nuevo: nos conoceremos en el cielo: Lucas nos cuenta (9:28-33) que Elías y Moisés eran reconocibles en la transfiguración. El hombre rico vio a Abraham. Los mártires en el cielo recuerdan claramente sus vidas y se dan cuenta de lo que pasa aquí (Apocalipsis 6:9-11). El cielo no significa ignorancia de las cosas que pasan en la tierra.

Serviremos al Señor, lo cual implica trabajo (Apocalipsis 22:3). Me da la sensación de que seremos más activos que nunca. Y eso implica responsabilidades, obligaciones, esfuerzo, planificación y creatividad. No, el trabajo no es una maldición. Es una bendición. Existió antes del pecado. Y existirá después.

Reinaremos con Cristo, no solamente en el milenio (y me da igual si eres pre-, a- o post-)  sino para siempre (Apocalipsis 22:5). Reinaremos incluso sobre los ángeles (1 Corintios 6:2.3). Cuando Dios baje el cielo a la tierra, secará todas las lágrimas (Apocalipsis 21:4). La tierra no conoce pena que el cielo no podrá sanar. En este mundo nuevo ya no hay hospitales, cementerios, pecado, maldad, temor, abuso, armas y terrorismo. Ni gente pesada. Los minusválidos serán liberados de sus limitaciones. Andan y corren para ver y para escuchar. Algunos por primera vez.

Fanny Crosby era una mujer que poca gente conoce de nombre. Pero escribió muchas canciones que cantamos. Mejor dicho: que se solían cantar. Unos 8.000 himnos entre ellos la “Grata certeza, soy de Jesús”. Fanny era ciega. El descuido de una persona la dejó sin visión cuando era un bebé. A las personas que lamentaban su estado siempre solía decir: No lamentes mi ceguera porque la primera cara que veré será la cara de mi Señor.

El cielo es lugar de tremenda alegría. Y lo mejor de todo: allí estará nuestro amor: el Señor Jesucristo. No sé cuándo exactamente nos dará la bienvenida a nuestro hogar. Pero allí nos espera. Con sus manos y pies que aún llevan las marcas de la crucifixión. Sus primeras palabras sonarán como música celestial: “Bienvenido, siervo fiel” (ni el lenguaje supuestamente sexista ya importará a nadie).

No, no estamos en casa en este mundo. Somos ciudadanos del cielo, no del mundo. No es nuestra patria. Somos embajadores de un reino lejano y al mismo tiempo tan cercano. Y a la vez extranjeros y peregrinos. Nuestros cuerpos simplemente son llamados “tiendas”. Esto habla de la temporalidad de esta morada a la cual damos tanta importancia (2 Pedro 1:13).

Este cielo es el lugar de la esperanza del creyente. Y esta esperanza debería sostenernos en los momentos más tristes. Pero esto no ocurre automáticamente. Tenemos que pensar y meditar en estas cosas, recordarlas siempre como nos insta Colosenses 3:1.2.

Y con el paso de tiempo, nos daremos cuenta de una cosa: la bendita esperanza de la realidad que nos espera cada vez será más fuerte. Pablo lo llama “peso de gloria”. Leemos en 2 Corintios 4:17.18:

“Porque esta leve tribulación momentánea produce en nosotros 

un cada vez más excelente y eterno peso de gloria

no mirando nosotros las cosas que se ven, 

sino las que no se ven; 

pues las cosas que se ven son temporales, 

pero las cosas que no se ven son eternas.”

Y ese peso va aumentado. Ganamos de peso: el peso de la gloria que viene.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Teología - Hogar, dulce hogar