Carta a Albert Boadella

Texto publicado por primera vez en la revista Restauración, en junio de 1984.

29 DE MAYO DE 2019 · 08:00

Albert Boadella en 2015. / Wikimedia Commons,
Albert Boadella en 2015. / Wikimedia Commons

¿Conoce usted, señor Boadella, la frase de Spencer en Evanessence of Evil: “Todos clamamos contra el prejuicio, pero nadie está libre de caer en él”? Pues mire: yo, en este caso, formo parte de la excepción. No estoy condicionado por la simpatía ni tampoco por la antipatía hacia usted. Escribo sin una actitud afectiva subordinada. La noche pasada estuve en el teatro Olimpia, de la madrileña plaza de Lavapiés, y acepté durante dos horas el Teledeum que usted ha montado allí. De esto quiero hablarle.

Antes, cuatro o cinco cosas de poca importancia, pero necesarias para que ajuste en su marco lo que sigue después.

No soy católico romano. Con esto quiero decirle que no estoy integrado en esa Iglesia con la que usted parece querer arreglar cuentas por comportamientos pasados y a la que dispara desde el escenario los dardos más afilados. Soy creyente en la plena libertad de pensamiento, de sentimiento, de insinuación, de expresión y de afirmación. Creo que la libertad, como el movimiento, hay que demostrarla. La libertad sin ideales perjudica más que aprovecha. Concedo al ateísmo los mismos derechos para manifestarse que tiene la religión. Porque  la libertad no es un fruto exclusivo de la persona religiosa. Si el ateo, como dice Víctor Hugo en Los miserables, es mal conductor del género humano, es otra cosa. Pero a ninguna religión asiste razón para rasgarse las vestiduras cuando la pelota del ateísmo cae en su campo; sobre todo si se ha pasado la vida, como ha sido el caso de nuestro país, arrojando balones duros a la portería contraria. También difiero del señor Pujol, presidente de la Generalidad de Cataluña, en lo que es y no es la libertad de expresión. En el programa que reparten a los espectadores a la entrada del teatro reproducen ustedes una frase de Pujol que no acabo de entender. Este hombre dijo respecto a su Teledeum: “Yo, personalmente, no siento ningún deseo de verla, en uso de mi facultad de expresión”. Cada día comprendo menos a estos políticos. El señor presidente de la Generalitat autoriza la entrega de catorce millones de pesetas para subvencionar la obra y luego dice que no siente deseos de verla. Es como el que paga una partida de vino para que se emborrachen otros. Pero hay más: o el señor Pujol no sabe hablar o yo no sé leer. ¿Qué tiene que ver eso de ir a un teatro y contemplar una obra con la libertad de expresión? Su libertad de expresión quedaría comprometida si después de haber visto la obra tuviera que pronunciarse. Más correcto hubiera sido hablar de libertad de división. Y mire usted, igualmente objeto lo que en el mismo programa dice el sacerdote malagueño José María González Ruiz, considerado como muy liberal, muy socialista, muy libertario teológicamente: Que el Teledeum tiene “malaje” y que no consiguió reírse ni una sola vez. Yo sí reí. Y aplaudí algunas escenas. En teatro siempre busco motivo para la risa. Y lo encuentro. Aunque presencie el estrangulamiento de Desdémona por Otelo o el desafío de Don Juan a la estatua del Comendador. En el teatro la risa nos mantiene más razonables que el enojo.

La crítica teatral de la prensa madrileña que yo he leído maltrata Teledeum sin compasión, llegando en algunos casos al vilipendio personal. Se nota que tanto por parte de usted como por la de sus críticos intervienen factores  políticos. De política baja y pobre. Sin embargo, hay en su obra escenas y argumentos que, aun rechazándolos por instinto natural de mi conciencia, están dentro de la lógica. No los acepto, pero admito que acierta usted.

En determinados momentos del lenguaje y en algunas actitudes de los personajes, da usted en el clavo. Valgan algunos ejemplos. El uso y el abuso que hacen los religiosos del sustantivo “hermano” está bien reprochado; porque a pesar de las frases estereotipadas entre ellos, se consideran tan hermanos de los demás como lo era Caín de Abel. Tampoco se le puede censurar a usted la desmitificación del santón religioso, aureolado por sus feligreses y reducido en la intimidad a caricatura de sí mismo. 

En el tema ecumenismo, tratado con tanta humillación, casi estoy por darle a usted sobresaliente. Un ecumenismo de doctrina, de comprensión, de amor, de paz y de concordia entre las distintas confesiones cristianas es imposible. Hay muchos intereses creados, señor Boadella. Intereses religiosos. Y hay también muchos rencores patrióticos. Cada cual defiende su bandera, la del país que le presta la nacionalidad. Y nadie está dispuesto a aceptar que otra bandera se alce un centímetro por encima de la propia. El mormón alemán recordará siempre al anglicano británico los bombardeos de la última guerra. Y está también la soberbia, muy propia de los profesionales religiosos, muy arraigada en el ego de unos y de otros. El exaltado ortodoxo griego se niega escandalosamente a fraternizar con el testigo de Jehová o con la monja norteamericana. A lo más que llega es a darle un tímido abrazo al representante del Vaticano. En todo esto, señor Boadella, no falta usted a la verdad.

Pero en otras partes de la farsa se pasa, va demasiado lejos en su crítica antirreligiosa. ¿Cree usted que la hipocresía de algunos sacerdotes, sean de la religión que sean, puede quitar algo a la verdad y a la sublimidad de la idea de Dios? ¿Por qué mezcla usted el misterio con la basura?

La burla constante que hace del texto bíblico, rematada por ese mormón que aun después de acabada la función sigue leyendo la Biblia al público, a mí me parece ultrajante. ¿Le ha dicho a usted alguien que la Biblia, palabra inspirada y revelada de Dios, es el depósito de la sabiduría, de la vida y del consuelo? Le recuerdo palabras de Thomas Browne: “Incluso si fuese obra humana sería el libro más extraordinario y sublime existente desde que el mundo es mundo”. Esto solo ya merece el respeto que usted atropella.

Se degrada a sí mismo cuando profana los símbolos de la redención. Cuando la monja norteamericana sustituye la oblea por el “catsupchrist” y hace una especie de “sandwich” con esa salsa de tomate y dos obleas. Salsa roja que, para aumentar el escarnio, es vomitada por el cardenal romano. El cineasta y escritor italiano Alberto Bevilacqua, de visita estos días en Madrid, ha dicho que “Cristo es el más grande autor cinematográfico”. Usted puede comprobarlo. El cuerpo que dejó crucificar en el monte Calvario y la sangre que derramó para redimirle a usted le han dado materia para largos minutos de su espectáculo. Pero no se preocupe, que la agonía de Jesús se prolongará hasta el fin de los tiempos, hasta que los intelectuales como usted agoten toda su locura y descubran que el saber es el ala que nos permite volar hasta Dios.

Con la persona de Dios llega usted al límite de la blasfemia. Es aquí donde su Teledeum se torna realmente ofensivo. ¿No se da usted cuenta? Si hubiera planteado el tema de la increencia a niveles racionales, dentro de las exigencias más o menos populares del teatro, bien, habría quedado usted como autor discutido, pero admirado. Sin embargo, ese bombero con el culo al aire insultando a Dios a base de gestos tras haber perdido el habla rebajan sus argumentos a eso, a estiércol, a heces, a excrementos. Es aquí, en esta precisa escena, donde los espectadores sensibles padecen ofensa, burla y asco.

Y la blasfemia de este acto no disminuye con el grito final de los nueve actores: “¡Viva Dios!” Dios ha vivido desde siempre, señor Boadella. Y vivirá para siempre. Quite usted a Dios del Universo y éste no será más que una ilusión.

No soy crítico teatral, ni milito en partido político alguno. Le pregunto como simple espectador. ¿Cree usted que su espectáculo es arte? Revolver en el fango, atizar y alimentar pasiones bajas, ¿es arte? Alguien dijo que el arte sin alma no es nada, y su “Teledeum” carece de alma. Yo resido en Madrid desde 1965. Ocho años antes ya hacía viajes a la capital y en cada viaje procuraba ver teatro. Entonces leía que los autores teatrales no escribían obras de calidad porque lo impedía la censura de la dictadura. Llegó la democracia, desapareció la censura, ¿dónde están las obras de calidad? Le puedo decir a usted que durante la dictadura gocé en Madrid obras teatrales de más calidad humana, más profundas en sus planteamientos y más vitalmente polémicas que en los años de democracia.

Si lo que ustedes buscan es el aplauso del pueblo, desde luego lo consiguen. El día que yo presencié su Teledeum el teatro estaba lleno y la gente aplaudía a rabiar. Lógico, ¿no? El pueblo español ha estado reprimido en materia religiosa no, como se suele decir, desde el triunfo del Nacionalcatolicismo en 1939, sino desde el grito de Pelayo en Covadonga hace doce siglos. Cuando este pueblo católico y al mismo tiempo anticlerical ve ridiculizada la religión desde un escenario dramático, se identifica y aplaude. Pero no se haga usted ilusiones: aplaudirá con idéntico entusiasmo cuando saquen en procesión a su virgen preferida o a su Cristo favorito.

  Aplausos de éstos, ¿son suficientes para un intelectual de su talla? ¿Quién dijo que el arte no es ningún criado de las muchedumbres? Piense mejor su próximo espectáculo. Y recuerde que el arte es bello cuando logra que la verdad resplandezca.

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