Santiago, la carta sobre la integridad del creyente

Santiago era uno de los medio hermanos de Jesús que no creían en él durante su vida, pero después de la resurrección de Cristo vino a ser un discípulo del Señor y llegó a ser uno de los pilares más importantes de la primitiva iglesia de Jerusalén, facilitando a los judíos la conversión al cristianismo.

ESPAÑA · 24 DE ABRIL DE 2019 · 18:08

Imagen de Dean Moriarty en Pixabay ,
Imagen de Dean Moriarty en Pixabay

Sabemos que en el Antiguo Testamento el término hebreo ‘Amén’ se usa generalmente para indicar una afirmación o un acuerdo, algo parecido a ‘sea esto así’. En el Nuevo Testamento se usa frecuentemente como un añadido de alabanzas o bendiciones (por ejemplo, en Hebreos 13:21-25), pero también reconocemos el término cuando se usa para cerrar o concluir un texto bíblico.

​Una curiosidad bíblica en el Nuevo Testamento es que, tanto el libro de Hechos como el de Santiago, no están “cerrados” con un ‘Amén’ (al menos en muchas de las versiones de la Biblia más conocidas). El libro de los Hechos de los Apóstoles suponemos que “sigue abierto” porque la historia de la iglesia continúa su recorrido con cada conversión, con cada alabanza, con cada testimonio. Cristo mismo dijo: “Yo edificaré mi iglesia y las puertas del Hades no prevalecerán sobre ella” (Mateo 16:18). Pero… ¿por qué la carta de Santiago no esta “cerrada” con un “Amén”? ¿Por qué siguen “abiertos” esos 5 capítulos, esos 108 versículos?

Santiago (Jacobo) era uno de los medio hermanos de Jesús (Marcos 6:3) que no creían en él durante su vida (Juan 7:5), pero después de la resurrección de Cristo vino a ser un discípulo del Señor y llegó a ser uno de los pilares más importantes de la primitiva iglesia de Jerusalén (Gálatas 2:9), facilitando a los judíos la conversión al cristianismo.

La carta de Santiago fue escrita sobre el año 44-45 d.C., probablemente desde Jerusalén, y destinada a las doce tribus de Israel que en ese momento se encontraban dispersas en otras partes del mundo. La lectura de la epístola es breve –podemos tardar unos quince minutos– pero asimilar su contenido, es otra historia. Entre otras cosas, Santiago nos anima y alienta a lo siguiente:

  1. El creyente debe ser hacedor de la Palabra, no tan solo oidor.
  2. El creyente debe soportar las pruebas y la adversidad con firmeza.
  3. El creyente debe ser imparcial, sin hacer distinciones injustas ni acepción de personas.
  4.  El creyente debe tener una fe práctica y activa, debe dar fruto. La fe sin obras esta muerta.
  5. El creyente no debe ofender, ni murmurar, ni juzgar al hermano; debe tener cuidado con lo que dice.

​Ahora entiendo por qué la carta de Santiago no esta “cerrada” con un ‘Amén’. Si tuviera ahora mismo en frente al apóstol, me gustaría decirle: “¡Basta ya, Santiago, por favor! ¡Lo que planteas, ni los mismos creyentes están dispuestos a cumplirlo!”. Posiblemente un solo versículo de la misiva del medio hermano de Jesús, nos pueda ayudar a entender todo esto: 

“Pero sobre todo, hermanos míos, no juréis, ni por el cielo, ni por la tierra, ni por ningún otro juramento; sino que vuestro sí sea sí, y vuestro no, sea no, para que no caigáis en condenación” (Santiago 5:12).

Sintetizando mucho, esto se llama tener integridad. Personalmente, si pudiera poner un título a la carta de Santiago, la llamaría: “La carta de la integridad”.

Pero debemos preguntarnos, ¿qué es ser íntegro? ¿Qué es la integridad? Podríamos definirla como la persona que actúa de una forma plena y recta. Es decir, una persona íntegra es honrada, es veraz, es coherente, es moral, es decente, es leal… En este versículo, Santiago nos esta diciendo que cualquiera puede decir que es cristiano, pero la mejor evidencia de ello se manifiesta en cómo uno vive su fe. Sobre este tema recuerdo una broma ingeniosa: “Dos señoras de edad caminaban por un cementerio y llegaron a una tumba cuyo epitafio decía: – Aquí yace John Smith, un político y un hombre honrado. – ¡Dios mío! – dijo la otra señora – ¿No es horroroso que hayan puesto a dos personas en la misma tumba”.

​Albert Eintein decía que “Dios no juega a los dados”. Es verdad, Dios no juega a los dados, creo que a Él le gusta más bien jugar al póker. Muchas veces entablamos partidas de póker con Dios y encima vamos de “farol” (en el juego de póker se emplea este término para reconocer una jugada falsa con la cual se intenta acobardar o impresionar al oponente), olvidando que Él es omnisciente y sabe las cartas que llevamos; olvidando que Él es todopoderoso y reparte las cartas como quiere. En la historia bíblica, muchos han ido de “farol” con Dios: recordemos a Faraón, en Éxodo; Ananías y Safira, en el libro de Hechos; Judas Iscariote, en los evangelios… ¡No hace falta recordar cómo terminaron sus días!

​En estos tiempos donde abundan la desesperanza, la corrupción, la deshonestidad y la parcialidad, el creyente debe ser una persona íntegra. Sófocles, un poeta de la antigua Grecia en el siglo V decía que “La mayor de las suertes es no haber nacido”. Hasta el siglo pasado la frase de moda era: “Dios está muerto”. Pero esto ya no es una novedad, ahora el pensamiento es: “Dios es la muerte”. Sin embargo, mucho antes de todo esto Dios le dijo a Satanás: “¿No has considerado a mi siervo Job, que no hay otro como él en la tierra, varón perfecto y recto, temeroso de Dios y apartado del mal, y que todavía retiene su integridad, aun cuando tú me incitaste contra él para que lo arruinara sin causa?” (Job 2:3).

​Como Job, el cristiano debe ser recto, íntegro y lleno de esperanza. Querido lector, permítame que le relate un sueño recurrente. Se trata de un sueño muy real que bien pudiera ser el suyo también:

‘Voy andando y me acerco a una ciudad enorme situada en un monte muy alto. La ciudad es cuadrada rodeada con muros muy altos; éstos miden más de dos mil km tanto de alto como de ancho, ningún arquitecto humano podtía haberla construido, pues sus cimientos son de toda clase de piedras preciosas y tiene doce puertas (tres por cada lado) y cada puerta es una perla.

Al entrar, me fijo en que sus calles son de oro puro, tanto que la luz traspasa y parece transparente. En la ciudad no hay ningún templo, ni sol ni luna, porque es Dios mismo quién la ilumina y el Cordero (Cristo) es su lámpara. Un río cristalino cruza la ciudad, con árboles a los lados cuyos frutos dan vida eterna. En sus calles hay mucha gente alegre y ambiente de fiesta. No hay dolor, ni llanto, ni muerte.

Me cruzo con alguien que no he visto nunca, pero le reconozco… ¡Es Santiago! Nos abrazamos y le digo: “Yo leí tu carta, la entendí e intenté cumplirla. Yo puse mi ‘Amén’ personal en tu carta”. Y él me dice: “¡Ya está hecho, Amén, hermano, Amén!”.

 

Diego Iglesias Escalona – Ldo. Teología – Sevilla (España)

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