Ángel Ganivet: Carácter del cristianismo español

Esta clase de cristianismo, que con una mano parece tocar las estrellas de Dios mientras que con la otra clava la espada en el cuerpo del supuesto hereje, no puede producir más que fanatismo e ignorancia. 

11 DE ABRIL DE 2019 · 20:10

Ángel Ganivet retratado por José Ruiz de Almodóvar. / Wikimedia Commons,
Ángel Ganivet retratado por José Ruiz de Almodóvar. / Wikimedia Commons

Ángel Ganivet, llamado «padre de la Generación del 98», nació en Granada el 13 de diciembre de 1865. Su padre murió cuando Ángel tenía 9 años. Por parte de su madre eran molineros. Y aunque no vivían con demasiada holgura, Ganivet pudo terminar su bachillerato en Granada y luego matricularse en la Universidad de Madrid, donde estudió Leyes y Filosofía y Letras con notas excelentes. En 1892 ingresó en el Cuerpo Consular, tras haber permanecido durante un tiempo en el Cuerpo de Archivos, Bibliotecas y Museos. 

En calidad de Cónsul, Ganivet representó a España en Amberes, Helsingfors y Riga. Fue en esta ciudad donde puso fin a su vida, arrojándose a las aguas del río Dwina el 29 de noviembre de 1898, cuando contaba 33 años de edad. 

Su pensamiento profundo y claro quedó expuesto en el Idearium Español, la más importante de sus obras, unas ocho en total. A su muerte, sus amigos publicaron varios tomos de cartas dirigidas por el escritor a compañeros en España, especialmente a Navarro Ledesma y a Unamuno. 

Angel Ganivet es hoy día conocido por su condición de ensayista y teorizador de la Historia de España. 

Resulta difícil escribir sobre Ganivet sin pensar en Larra. Ambos tienen mucho en común. A una distancia de 56 años –Larra nació en 1809 y Ganivet en 1865–, los dos escritores vivieron preocupados por los problemas de España. Larra, más metido en la brecha, en la batalla del artículo periodístico; Ganivet, desde el aislamiento y la meditación, concibiendo desde su propia introversión los grandes temas que plantea en el Idearium español. 

Los dos escritores están unidos, igualmente, por la manera trágica que eligieron para abandonar este mundo. Larra sólo contaba 28 años cuando se suicidó; Ganivet había cumplido los 33. Larra se disparó un tiro de pistola en la sien. Ganivet se arrojó a las aguas heladas del río Dwina. Tuvo que lanzarse al río dos veces antes de conseguir su propósito suicida. En ambos casos hubo mujeres por medio. Dicen que una de las razones que tuvo Ganivet para suicidarse fue la persecución de que era objeto por Amalia, con la que había tenido un hijo, pero a la que no amaba. Los hijos no son siempre frutos del amor. Larra se mató de despecho, al verse despreciado por Dolores, mujer casada que al parecer había mantenido relaciones sexuales con el escritor. Aunque no fue ésta la única ni la principal causa que motivó el suicidio de Larra. 

En cuanto al escritor granadino, no supo digerir su vasta lectura. Ser inteligente no significa necesariamente un parapeto contra las ideas. Ganivet, que logró destacar a fuerza de mucho estudiar y de mucho trabajar, se dejó convencer por las ideas pesimistas de Nietzsche y de otros autores alemanes y franceses de su misma ideología y el resultado fue la duda religiosa, la negación de la fe, la angustia interna. Si Nietzsche estaba loco al morir, Ganivet estaba casi loco. Es sabido que sufrió de manía persecutoria durante los últimos meses de su vida. Y que en la colección de cartas suyas que publicó Navarro Ledesma aparece, como lo señala Antonio Espina, «el espectáculo de un alma cambiante, agitada por un tumulto de ideas».

El naufragio espiritual de Ganivet fue determinante en la acción postrera de su vida. 

Una de las cosas que diferencian a Ganivet de Larra es el tema religioso. Larra vive alegremente la vida que Dios le da. Sus escritos son sátiras contra la política o duras críticas sociales. Son piezas maestras, pero no profundizan el tema religioso a la manera de Ganivet o de Unamuno. 

Ganivet, en cambio, elabora toda una filosofía del cristianismo español. Entre Ganivet y Unamuno existió siempre una estrecha relación. Ganivet era tan sólo un año mayor que Unamuno. Estudiaron juntos en la Universidad de Madrid y allí nació una amistad que se mantuvo hasta la muerte del escritor granadino. Pero Unamuno y Ganivet enjuiciaban el cristianismo español desde perspectivas diferentes. Unamuno era más creyente, persona de fe más arraigada a pesar de sus crisis espirituales; más conocedor de la Biblia que Ganivet y más enamorado de Cristo. A Unamuno le preocupaba el cristianismo que era, el que vivía; le gustaba ir de «sermoneo laico» para denunciar todo lo que él veía de supersticioso y de material en el cristianismo de su tiempo. 

Ganivet, en cambio, estaba más interesado en el cristianismo que había sido y su afán consistía en hallar las causas históricas que revistieron de singularidad al cristianismo español. Ganivet mismo no vivió el cristianismo. Ni se puso jamás como ejemplo de cristiano, al estilo de Unamuno, ni pretendió poseer la clase de fe que une al hombre con Cristo. Escribió lo suyo acerca de la fe, la llegó a comprender con el cerebro, pero no la vivió en el corazón. 

«En el mundo –dice Ganivet en su tesis doctoral España filosófica contemporánea, escrita a los 23 años– vivimos por la fe, sin la cual nuestra inteligencia no podrá dar sus primeros pasos ni aceptar ningún linaje de creencias». 

Su concepto de la fe es claro, lógico. No hace más que repetir lo que viene diciendo la Biblia desde hace veinte siglos. «Por la fe andamos –dice San Pablo– no por vista» (2ª Corintios 5:7). Es así como toda nuestra vida se desarrolla en el área de la fe. Y sin ésta, las creencias religiosas resultan imposibles. «Sin fe –insiste la Biblia– es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que lo hay» (Hebreos 11:6). 

Ganivet estaba convencido de la necesidad de la fe. Pero murió sin ella. ¿Por qué? Por lo mismo que vivieron sin fe sus compañeros del 98 y otros grandes escritores españoles de todas las generaciones. Porque el cristianismo que les hicieron conocer cuando niños, les defraudó completamente a la hora en que fueron capaces de pensar por sí mismos. Y, tras el desencanto, no les quedaron ganas para otras exploraciones religiosas. Se encogieron de hombros, cruzaron los brazos y se dejaron arrastrar intelectualmente por ideologías generalmente contrarias a las que habían bebido en las escuelas primarias. 

Por una defectuosa educación cristiana en la niñez fueron definitivamente perdidos para la causa de Cristo. Sus instructores fueron culpables en un 50% y ellos mismos en el otro 50%. Porque, hombres inteligentes, en lugar de cargar todas las culpas sobre quienes fueron incapaces de presentarles un cristianismo sencillo, bíblico, debieron haber entendido que la búsqueda de Dios es asunto personal y que el cristianismo sin Cristo no es más que una religión muerta, un cuerpo sin vida. 

Dice César Barja: «Hay en Ganivet todo el impulso y el afán de una naturaleza mística, pero no hay en él la fe de una conciencia religiosa. Está, pues, como el sediento en medio del desierto. El impulso místico lo lanza en la religión, y la religión no le ofrece más que un vacío desolador». 

Ganivet reconoce, en su Idearium, que «el cristianismo cayó desde muy alto, desde el cielo». «Pero el cristianismo, al españolizarse –dice en Granada la Bella– al tomar carta de naturaleza en nuestro suelo, quedó sometido a nuestros vaivenes históricos». 

Y España, país de espíritu guerrero, tenía forzosamente que dejar impreso su carácter agresivo en el alma de la religión que practicaba. Esta tesis, expuesta por Ganivet en el Idearium, es compartida por casi todos los historiadores españoles.

«España –añade Ganivet– fue la nación que creó el cristianismo más suyo, más original». Esta originalidad, a juicio del escritor, tuvo un carácter eminentemente combativo, producto de la larga lucha contra los invasores mahometanos. «La creación más original y más fecunda de nuestro espíritu religioso arranca de la invasión árabe –añade Ganivet en el Idearium, de donde también está tomada la cita anterior–. El espíritu español no enmudece, como algunos piensan, para dejar el campo libre a la acción; lo que hace es hablar por medio de la acción». 

Lo contradictorio de esta postura es que al hablar mediante la acción el cristianismo español combine dos sentimientos tan antagónicos como el misticismo y la destrucción. En otro pasaje del Idearium, Ganivet hace esta observación: 

«De esta poesía popular, cristiana y arábiga a la vez, arábiga sin que lo arábigo desvirtúe lo cristiano, antes dándole más brillante entonación, nacieron las tendencias más marcadas en el espíritu religioso español: el misticismo, que fue la exaltación poética, y el fanatismo, que fue la exaltación de la acción. El misticismo fue como una santificación de la sensualidad africana, y el fanatismo fue una reversión contra nosotros mismos, cuando terminó la reconquista, de la furia acumulada durante ocho siglos de combate. El mismo espíritu que se elevaba a los más sublimes conceptos creaba instituciones formidables y terroríficas, y cuando queremos mostrar algo que marque con gran relieve nuestro carácter tradicional, tenemos que acudir, con aparente contrasentido, a los autos de fe y los arrebatos de amor divino de Santa Teresa». 

Esta clase de cristianismo, que con una mano parece tocar las estrellas de Dios mientras que con la otra clava la espada en el cuerpo del supuesto hereje, no puede producir más que fanatismo e ignorancia. 

Sigue Ganivet en el Idearium

«La flaqueza del catolicismo no está, como se cree, en el rigor de sus dogmas: está en el embotamiento que produjo a algunas naciones, principalmente a España, el empleo sistemático de la fuerza». Y tras afirmar en el mismo lugar que los españoles nos hemos «arruinado en la defensa del catolicismo», prosigue en su condena de los métodos inquisitivos para la defensa de la religión: «Acostumbrados a conservar la unidad de la doctrina por medio de la fuerza, duele ahora pelear para conservarla mediante el esfuerzo intelectual; como si no fuera cierto que la fuerza destruye, a la vez que las opiniones disidentes, la fe misma que se pretende defender». 

Lástima que Ganivet no fuera capaz de diferenciar entre esta desviación humana del cristianismo y aquella gloria que vieron los apóstoles en el rostro de Cristo el día de su transfiguración y que ahora le acompaña en el cielo. De haberlo hecho, su propia mente habría sido iluminada con el resplandor de Dios y su cuerpo no habría sido tragado por las heladas aguas del río Dwina.

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