Animar a escribir (IV)

Cada escritor(a), con el ejercicio del oficio, forja un estilo y formas de trabajar para llegar al objetivo de publicar lo que escribe.

17 DE MARZO DE 2019 · 09:25

Foto: Aaron Burden (Unsplash CC0).,
Foto: Aaron Burden (Unsplash CC0).

Como cualquier oficio, el de escribir conlleva aprendizaje continuo. Es necesario tener disposición para evaluar si lo que redactamos tiene coherencia entre sus partes constituyentes.

¿El párrafo introductorio comienza con un balazo certero? (ver definición de balazo en el artículo anterior). ¿Los párrafos siguientes desarrollan lo que en germen se dijo en el primer párrafo?

¿Los datos duros respaldan las afirmaciones o negativas presentadas a lo largo del escrito? ¿Las conclusiones son acordes con lo que se ha desarrollado en el ensayo o artículo de opinión?

Un escrito siempre puede ser mejorado. Al releerlo encontramos expresiones innecesarias, tal vez ideas o juicios carentes de información verificada que funcione como respaldo seguro.

Con frecuencia uno comprueba que debió investigar más para que lo redactado tuviera mayor consistencia y fluidez. Esto, me parece, lo enfrentan quienes escriben para diarios y/o semanarios.

La presión en los tiempos de entrega provoca que el autor(a) deba concluir el escrito para enviarlo a los editores y, en no pocas ocasiones, al revisar la versión impresa o digital saltan incorrecciones o erratas que no fueron percibidas en la lectura rápida previa a envío del artículo.

Cada escritor(a), con el ejercicio del oficio, forja un estilo y formas de trabajar para llegar al objetivo de publicar lo que escribe.

Para el caso de tesis o libros he compartido a distintas personas y grupos que no esperen a tener una visión panóptica del tema sobre el cual van a escribir.

Hay quienes leen e investigan obsesivamente, acumulan notas, llenan ficheros con información, confeccionan acercamientos conceptuales, comunican bien verbalmente las líneas generales del tópico en cuestión pero, y es un gran pero, aplazan la acción de escribir la obra y corren el peligro de nunca gestarla.

Sugiero a quienes postergan escribir lo que con tanto esmero han investigado y, por lo tanto, conocen bien el tema, que con lo sabido escriban un artículo de máximo diez mil caracteres.

Después releer lo redactado e ir anotando al margen qué partes deben ampliarse, otras que tendrían que ser añadidas, párrafos que pudiesen ser embriones de otros capítulos.

De proceder así, la redacción inicial de diez mil caracteres va creciendo en las sucesivas revisiones y se crea una relación dinámica entre lo investigado/la fijación escrita/revisión/corrección y agregados/más investigación para fortalecer las partes débiles de lo que se ha redactado.

Varios de mis libros publicados, y otros por publicar en próximos meses, fueron inicialmente artículos de opinión o ensayos de entre cinco mil y quince mil caracteres (contando espacios).

Comparto un ejemplo: hace varios años conocí fragmentariamente el fuerte impacto que tuvo en la opinión pública de la ciudad de México la conversión al cristianismo evangélico del sacerdote dominico Manuel Aguas.

El hecho sucedió en 1871. Obtuve más información del personaje y las repercusiones que tuvo su ruptura con la Iglesia católica romana. Escribí un artículo que publicó en México el periódico La Jornada. La extensión del escrito alcanzó poco más de dos cuartillas (folios) a doble espacio.

El caso de Aguas capturó mi atención y busqué más datos, hallé documentos, investigué en la prensa de la época, leí sobre el contexto social y religioso anterior a la conversión del personaje, comprendí que en él se vigorizó el movimiento protestante preexistente e inició una época de visibilización que nunca antes tuvieron las células evangélicas en la capital del país y entidades aledañas.

El resultado de la reescritura de lo bosquejado en el artículo publicado en La Jornada, para mi sorpresa, creció de tal manera que se transformó en un libro de 520 páginas.

La escritura que más arriba referí como dinámica cobra vida y, por así decirlo, nos marca el rumbo hacia dónde dirigir los siguientes pasos.

Lo puesto en el papel o en la pantalla contribuye a tener una panorámica menos nebulosa, no del todo clara, pero mejor que sucumbir a la tentación de esperar a controlar todo el proceso investigativo que, supuestamente, garantizará límpida y armoniosa escritura.

En la medida que navegamos tenemos mayor posibilidad de llegar al puerto deseado. Es verdad que también existe otra posibilidad: la de naufragar.

Sin embargo, atreverse a desplegar las velas y correr el riesgo es un atrevimineto que no conocerán quienes tienen un reluciente barco que nunca surcará el mar.

En cierta manera escribir es como armar un rompecabezas. En primera instancia vemos piezas inconexas porque los bordes no se acoplan. Con calmado esfuerzo algunas piezas embonan en una esquina, otras se conjuntan y toman forma pero todavía no es posible conectarlas con las que logramos armar descartando/eligiendo componentes después de analizar sus contornos.

El quid de la tarea es no desistir ante la falta de avances súbitos, porque la persistencia es una cualidad o virtud que se cincela con paciencia.

Escribir, reescribir, continuar investigando para enriquecer lo que hemos tecleado es una espiral que podría crecer (pero no debe) indefinidamente. El peligro de no ponerle alto a la espiral es que el proyecto nunca vea la luz, que no sea publicado porque se considera que todavía le falta algo al escrito.

Hay que dejarlo irse de casa, con la esperanza que un lector lo encuentre en el camino y sea significativo en su vida.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Kairós y Cronos - Animar a escribir (IV)