Una visión trascendente de la vida

Intelectual de gran talla, Marías tenía una profunda fe en la resurrección: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”.

07 DE JULIO DE 2014 · 22:00

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“Hay gente que dice que el esperar otra vida, le quita importancia a esta, pero es todo lo contrario – observa Julián Marías (1914-2005) –. Justamente, el que se espere otra vida, es lo que da verdadera importancia a esta. Si la vida humana termina con la muerte y no hay más, entonces nada tiene demasiada importancia, porque un día dejará de tenerla.” El centenario del nacimiento de Marías en Valladolid, es ahora recordado tanto por medios conservadores como el ABC, como por el diario El País, que ha dedicado dos páginas a su aniversario. Filósofo y comentarista de cine; católico y liberal; académico de la lengua, aficionado a la novela policiaca… Su figura no es fácil de enclavar en un país donde se es una cosa u otra. Todos llevan etiquetas. Y se confunde la falta de partidismo con la indefinición. Marías fue secretario del socialista Julián Besteiro, durante la Segunda República. Es encarcelado por Franco en la prisión que había donde está hoy el Colegio Divina Pastora de Santa Engracia –justo enfrente del Colegio Evangélico El Porvenir, donde estudié yo–. Como no puede enseñar en la universidad española, tiene que sobrevivir de traducciones, hasta que se va a Estados Unidos. La paradoja es que cuando llega la democracia y el socialismo está en el poder, es marginado por los herederos de Besteiro, por ser católico y liberal. Aunque era republicano, en la Transición es nombrado senador en 1977, por designación real de Juan Carlos. Así “votaba lo que le daba la real gana, y no lo que manda el partido”. Se opuso a las listas cerradas y estaba “descontento con la ley electoral”, que favorece a los partidos mayoritarios. Participó en las discusiones del proyecto de la Constitución, pero al disolver Suárez las Cortes en 1979, se concentra en la labor intelectual y académica. “Decía siempre lo que quería –recuerda su hijo Álvaro en El País, crítico de música clásica en el ABC e intérprete de flauta–, mi hermano Javier –el novelista y académico– ha heredado eso bastante”. Aunque enseñaba en el extranjero, no decidió quedarse en el exilio. “Vivió un exilio interior –dice Javier–, extrañado en un país sobre el que pensó para hacerlo, como dice un título suyo, inteligible”. UNA FAMILIA EXCEPCIONAL Cuenta en El País, su hijo Miguel –economista y crítico de cine– que una vez fue con su padre a una conferencia en Sevilla. El público se quedó estupefacto, cuando les dijo que lo que él quería, es ser pirata, no filósofo… ¡me encanta! Este carácter vitalista de los Marías, es lo que siempre me ha fascinado de esta familia, donde nadie parece normal. Todos son geniales. Me pregunto si será algo genético. El padre fue el principal discípulo que tuvo Ortega en España, pero ha creado finalmente un pensamiento propio. Se casó con una filósofa, que se atrevió a escribir en la dictadura un libro titulado “España como preocupación”. Como se llamaba Dolores Franco, la censura no quería publicarlo. Irónicamente, Julián propuso que ¡tal vez, lo podía firmar su hermana, que se llamaba Gloria! Su hermano es, curiosamente, el recientemente fallecido director de cine pornográfico y de terror, Jesús Franco, que estuvo mucho tiempo afincado en París. El filósofo tuvo cinco hijos –uno murió de pequeño, sobre el que escribe Javier en “Negra espalda del tiempo” –, pero los cuatro que han sobrevivido son excepcionales. Miguel es el mayor. Dirige el Servicio de Estudios de la Cámara Oficial de Comercio e Industria de Madrid y es crítico de cine. Escribe ahora más en publicaciones extranjeras que españolas –aunque ha pasado por todas ellas–. Tradujo, además, “Las cartas del diablo a su sobrino” de C. S. Lewis. Muchos le conocen por el programa de Garci, “¡Qué grande es el cine!”. Luego viene Fernando, el historiador del arte, especialista en El Greco y Velázquez; Javier, el escritor español más conocido ahora en el mundo; y el más joven es Álvaro, creador del grupo de música barroca Zarabanda. Mi fascinación por los Marías viene de los años ochenta. Cuando estudiaba periodismo, me apunté a un curso de alemán en la Facultad de Filología de la Universidad Complutense. Luego, seguí haciendo neerlandés. Iba a clase en un autobús que salía de Moncloa. Delante de mí iba siempre, leyendo, Javier Marías. Después de enseñar en Oxford, había vivido un tiempo entre Madrid y Venecia, cuando empezó a dar clases de traducción en su antigua facultad. Había publicado ya cinco novelas. La última acababa de recibir el Premio Herralde, “El hombre sentimental”. Los Marías han vivido siempre cerca de mi casa. Los he visto en la calle y vamos a las mismas tiendas. Javier es cliente de la Librería Méndez –una de las pocas que tiene todavía fondos de títulos de los años ochenta–. Miguel compra sus discos de importación de jazz en Toni Martin, donde nos traen a Javier y a mí, series antiguas americanas de televisión en DVD –él del Oeste, y yo, policíacas–. En los cincuenta, los Marías vivían en la calle Covarrubias de Madrid, aunque pasaban temporadas en Estados Unidos, pero en los sesenta se mudan a Vallehermoso. Los hijos iban al Colegio Estudio, que era el heredero de la Institución Libre de Enseñanza. INTELECTUAL A LA SOMBRA Hay una placa ahora en memoria de Julián Marías, en la casa donde vivían, justamente enfrente del mercado de Vallehermoso. Después de un tiempo en Barcelona, Javier, que es soltero, vuelve a vivir con su padre, que se queda viudo en 1978. No abandonará el domicilio familiar hasta 1995, cuando traslada su inmensa biblioteca a los dos pisos que tiene enfrente de la Plaza de la Villa –la de su padre sigue en Vallehermoso–. La lealtad de Javier a su padre llega hasta el punto de que cuando le concedieron el Premio Nacional de Narrativa en el 2012 –muy bien dotado económicamente, por cierto–, no lo aceptó, diciendo que si su padre no era digno de recibir premios, tampoco él lo era. Aunque en los últimos años tuvo algún galardón importante como el Príncipe de Asturias en 1996 –compartido con Indro Montanelli–, tal y como su hijo Javier ha observado, no tuvo “ni siquiera un mísero Premio Nacional de Ensayo, que se ha otorgado hasta a autores noveles con obras más bien escolares”. Vetado e ignorado en la etapa democrática, por los herederos de Julián Besteiro, con quien colaboró los últimos días de la República, Marías representa “una tercera España”, que no es la socialista, ni la de Franco. Denunciado por su mejor amigo –su nombre lo reveló Javier, en contra de su padre, que no ha querido vivir resentido–, pasó un tiempo en la cárcel, pudiendo ser fusilado. Le suspenden la tesis doctoral, que le dirigía Zubiri, siendo excluido de la enseñanza universitaria. Sobrevive de clases, traducciones y conferencias, hasta que sustituye como profesor al poeta Jorge Guillén, en la universidad femenina de Boston, Wellesley College. Comparten la casa en Massachusetts con Vladimir Nabokov –donde residirá también Javier un curso, en que enseña el Quijote–. Luego, da clases en Yale. En los años sesenta logra cierto reconocimiento en España, al ser elegido miembro de la Real Academia –lo que no gustó a Franco–. Fue siempre un filósofo muy peculiar. Escribía sobre cine, todas las semanas, antes que filósofos como Trías se interesaran por el séptimo arte. Marías, en aquella época, seguía sin saber conducir, no tenía televisión, no aprendió a nadar. Eso sí, viajaba constantemente al extranjero. Aunque los veranos los pasaban en Soria –donde Javier se ha retirado también recientemente, para escribir–. Iba con frecuencia a Argentina, donde solía dar conferencias en el Colegio Barker de Buenos Aires, como la que se ve en YouTube, hablando de la esperanza cristiana, algo antes de su muerte en el 2005. FE EN MEDIO DEL SUFRIMIENTO Julián Marías se declaraba sus últimos días “profundamente religioso, y “específicamente católico”. Para él, “el problema de la divinidad no es inventado, formulado o construido, sino descubierto”. Le ha interesado, por eso, la obra de Unamuno, a quien conoció en 1934. Aunque continúa la obra de Ortega, trata temas muy unamunianos, como el problema de España, el sentido de la vida, Dios, la muerte y la novela como instrumento filosófico. Su hijo Fernando observa que “él tenía, como católico que era, ese concepto de pecado”. Aunque su antropología era bastante optimista. Pensaba que “para un cristiano, el pesimismo es imposible, sean cualesquiera los males que se puedan descubrir y acumular”. Sufrió la traición de su mejor amigo, pero también la muerte de su primogénito con tres años y medio. En sus Memorias dice: “lo adorábamos; nos parecía un don inmerecido, el hijo que hubiéramos soñado”. Por eso, “al ver su cuerpecillo inerte, la vida nos resultó insoportable”. Tras esa experiencia desoladora, perdió a su esposa Lolita, fallecida por un cáncer de estómago en 1977. Estaba muy unido a ella. Miguel le recuerda siguiéndola por toda la casa, leyendo lo último que había escrito, hasta mientras ella se lavaba la cabeza. Era su mayor colaboradora. Fue muy crítica con él, pero era a la que hacía más caso. “No se recuperó nunca de la muerte de nuestra madre”, dice Álvaro: “Fue el peor viudo que he conocido. Se refugió en el trabajo. Y escribió un montón de libros importantísimos en ese largo trance”. “Sólo me sostenía la profunda fe en la resurrección –dice él–. La evidencia de que la persona que era Lolita no podía haberse destruido por un proceso corporal, de que volvería a verla y estar con ella”. Años después, escribiría en “La felicidad humana”: “En la medida en que se ama, se necesita seguir viviendo o volver a vivir después de la muerte, para seguir amando”. Es por eso, que le entusiasmaba tanto C. S. Lewis, “uno de los autores más inteligentes que ha producido Inglaterra, con las virtudes del país y sin sus defectos”. Cuenta Leticia Escardó en el suplemento católico Alfa y Omega –que se distribuye con ABC–, que a los pocos días de morir una hija suya, se encontró con Julián Marías. El le preguntó: “¿qué estás leyendo?”. No recuerda que respondió, pero le hizo otra pregunta: “¿tienes dónde apuntar?”. Le recomendó una lista de títulos de C. S. Lewis, empezando por “El problema del dolor” y siguiendo por “Cuatro amores”, “Una pena observada” y “Sorprendido por la alegría”. Como él, Marías pensaba que la destronización de Dios suponía “la abolición del hombre”. EL VALOR DE LA PERSONA El filósofo piensa que “no es posible hablar de persona humana sin pensar en el rostro personal de Dios”. Para él: “la persona humana se legitima como persona porque Dios es persona. Es desde la revelación, la encarnación del Verbo, como se aplica al hombre el concepto de persona. La concepción de toda criatura humana como persona referida al Dios Creador, Redentor y Salvador, es la más importante respuesta a la búsqueda del hombre”. Es por eso que se opuso al aborto: “Si usted me pregunta qué es lo más grave que ha ocurrido en el siglo XX, yo respondo: es la aceptación social del aborto. Más que el aborto en sí, su aceptación social. El hombre comete pecados y errores siempre. Pero que eso parezca bien, que eso parezca un derecho, que eso parezca moral, eso es lo que no había ocurrido nunca y es lo más grave que ha sucedido en el siglo XX”. Como protestante, hay aspectos de Marías que no comparto. En su famosa “Historia de la Filosofía” –manual universitario de muchas generaciones–, dice que la “consecuencia necesaria del libre examen es la destrucción de la Iglesia”. Aunque escribió esto en la España “nacional-católica” de 1941, lo grave es que lo sigue diciendo cuarenta años después, en la edición de 1981 (Revista de Occidente, Madrid, 33ª ed., pág. 265). Yo no creo que el libre examen de la Reforma sea la destrucción de la Iglesia. Todo lo contrario. Bien entendida, la sola Escritura es la base sobre la que se sostiene, o cae, la Iglesia –como dice Lutero–. Lo que pasa es que como también decían los reformadores, la salvación no está en ser católico o protestante, sino en la fe en Cristo Jesús. Marías no era un teólogo, pero su fe no carece de contenido. Le dedica un capítulo al Credo de los Apóstoles en su libro “La felicidad humana”. Me impresiona, sobre todo, la esperanza que tiene por la resurrección de Jesús. Ya que “si no hay resurrección de muertos, tampoco Cristo no resucitó”, dice Pablo (1 Co. 15:13), pero “si Cristo no resucitó, vana es también vuestra fe” (v. 14). VIDA PERDURABLE La fe en la Resurrección supone para Marías la esperanza en una “vida perdurable”. Desde una perspectiva cristiana, le parece que “la idea de que las personas se aniquilan es incomprensible, monstruosamente inverosímil”. En su prólogo a “La fuerza de la razón”, hace lo que podríamos llamar su testamento espiritual, ya que “quizá, con seguridad, no escriba más”. Dice: “Gracias a esa fuerza, me encamino a Dios, e imagino cerca, con ilusión, la vida perdurable. Esa luz perpetua que siempre nos iluminará con su hermosísima claridad”. ¿Cuál es “la razón de la esperanza que hay en nosotros” (1 Pedro 3:15)? La “esperanza viva” que nos da “la resurrección de Jesucristo de los muertos” (1:3). Nuestra fe no está basada en el mensaje, sino el hecho de la resurrección en sí. Por esa razón esperamos que el “Dios, que levantó al Señor, también a nosotros nos levantará con su poder” (Romanos 6:14). Esa esperanza frente a la muerte tiene que estar basada en un poder que no es el nuestro. Es el poder de Dios que se manifiesta en el evangelio (2 Timoteo 1:8), que nos salva y nos transforma por medio de la fe en Jesucristo, “el cual quitó la muerte y sacó a luz la vida y la inmortalidad por el evangelio” (v. 10). Por él “participamos de aflicciones”, pero aunque “padezco, no me avergüenzo, porque yo sé en quién he creído, y estoy seguro que es poderoso para guardarme para aquel día” (v. 12). ¡Ese día habrá muchas sorpresas!

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