La mirada radical de Ken Loach

El Premio de Loach es a una voz profética, que apela a una conciencia moral, en una sociedad que vive complacida de sí misma, sin querer enfrentar la realidad de sus problemas.

23 DE JUNIO DE 2014 · 22:00

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El festival de cine de Berlin le dará el Oso de Oro de honor a Ken Loach, por toda su trayectoria.

El Festival de Cine Internacional de Berlín otorgará en su próxima edición el Oso de Oro honorífico al director británico Ken Loach, en reconocimiento a toda su trayectoria. Ya en Cannes recibió el Premio Ecuménico, por el conjunto de toda su obra. Este festival es el único lugar donde un jurado ecuménico da un premio especial a la película que se considera más recomendable desde un punto de vista cristiano. Para conmemorar su treinta aniversario, se dio un galardón especial a Ken Loach. Se reconocía así el trabajo de uno de los creadores más radicales del cine europeo, que ha tenido mucha relación con España estos últimos años. Alguno se preguntará: si este director no es cristiano, ¿qué es lo que le ha llamado la atención a este jurado ecuménico, para darle un premio tan especial? Según el crítico del diario El País, Ángel Fernández Santos, el Premio Ecuménico de Cannes, “tiene cada día mayor consistencia”. Ese año el galardón recayó en otra de esas obras injustamente olvidadas en la lista de premios. Se distinguió así el original acercamiento del director brasileño Walter Selles a los orígenes del Che Guevara, por el recorrido de carretera que narra en sus Diarios de motocicleta a principios de los años cincuenta. Loach de hecho, ya recibió el Premio Ecuménico en 1995 por su obra sobre la guerra civil, Tierra y libertad. Esta película provocó una enorme polvareda en España, por desvelar el lado oculto del enfrentamiento que llevó a los propios comunistas a aniquilar al grupo disidente trostkista del POUM, en unas jornadas de terror que dividieron a la izquierda, en la enorme confusión que se vivió en Barcelona durante los primeros meses de la guerra civil. La mirada radical de Loach se ha levantado siempre contra todo tipo de abusos en nuestra sociedad, sea de la psiquiatría (como en la recientemente reeditada Family Life, la primera película del director que se estrenó en España a principios de los años setenta), el estalinismo (que trató ya en Fatherland, antes de hacer Tierra y Libertad), o los sindicatos (a los que ha denunciado en múltiples ocasiones, la última en La Cuadrilla el 2001). Puesto que este autor lo mismo ataca los intereses británicos en el Ulster (como en Agenda oculta), como el excesivo control de los servicios sociales ingleses (duramente castigados en su impresionante obra Ladybird, Ladybird), o la política liberal de Margaret Thatcher (muy bien retratada en su interesante díptico sobre la clase obrera inglesa a principios de los noventa en Riff-Raff y Lloviendo Piedras). Porque ¿a quien se le ocurre sino, excepto a Ken Loach, aceptar el encargo de un corto para una obra colectiva sobre el Once de Septiembre (2002), y hablar del aniversario del golpe de Pinochet en Chile, en vez de la caída de las Torres Gemelas? ¡Es un hombre siempre a contracorriente!… UNA VOZ PROFÉTICA En ese sentido el Premio de Loach es a una voz profética, que apela a una conciencia moral, en una sociedad que vive complacida de sí misma, sin querer enfrentar la realidad de sus problemas. Ya que no nos engañemos, a la mayor parte de la gente le interesa el cine, sólo cuando le proporcione el entretenimiento que le permita evadirse de la rutina de una vida gris y vacía. Hablar hoy, por lo tanto de un arte con mensaje, se considera algo ya propio de otra época. Porque la actual industria del espectáculo no entiende otro mensaje que la frivolidad de una diversión absurda, basada en la trivialidad de los efectos y la tontería adolescente, que continué insultando la inteligencia de un público embrutecido diariamente por el consumo de telebasura. Su mezcla de elementos dramáticos y documentales ha ido más allá del docudrama televisivo, para mostrar una concepción del arte marcada por la independencia de un medio dominado por un mercado de sensacionalismo, en el que prima el instinto carroñero. Loach en ese sentido es admirable por su sensibilidad, al mostrar la realidad con una reserva y discreción, que es capaz claramente de distinguir entre aquello que pertenece al ámbito de la información y lo que merece el respeto a la intimidad. Su trabajo con actores no profesionales hace que su obra adquiera una verosimilitud de la que carecen películas como Los lunes al sol de Fernando León, ya que sus trabajadores son realmente obreros, no personajes como el Santa de Javier Bardem, que habla como un poeta, en vez de cómo un obrero. El cine de Loach habla sin duda otro lenguaje. Loach ha demostrado a lo largo de toda su obra una singular honestidad. Aunque afectado por un moralismo de izquierdas –en ocasiones tan fuerte, que restringe algo de su apertura mental–, el cine de Loach desprende, incluso en sus peores momentos, una atención por el marginado, el débil y el excluido, que muestra una profunda compasión, capaz de conmover a todo cristiano. Su obra nos hace simpatizar por eso con parados, enfermos mentales, derrotados y disidentes, que luchan por sobrevivir en un mundo cruel, para el que no son sino un puñado de impresentables. Pero Loach, a pesar de haber sido formado en la elite intelectual de Oxford (estudió Derecho) y la exquisitez de la televisión pública británica (trabajando en la BBC), no ha perdido nunca contacto con una realidad, con la que se siente verdaderamente comprometido. Y eso es algo de lo que todos debemos tomar ejemplo. UNA DURA Y AMARGA REALIDAD Pero lo más emocionante para un cristiano de la obra de Loach es su presentación de esos personajes desencantados, que viven sin esperanza una realidad dura y amarga. Así el protagonista de Fatherland (1986) es un disidente del Este que busca a su padre, un antiguo combatiente de las Brigadas Internacionales, pero cuando lo encuentra, descubre que es un antiguo miembro de la policía secreta, que ha participado en torturas y asesinatos. Sus traiciones y engaños le han manchado con lo peor del siglo XX: de agente y ejecutor de Stalin, pasó a serlo de la Gestapo, para acabar con los americanos, viviendo ahora en un apartado rincón de la campiña inglesa, temeroso e inseguro, consumido cada día por la horrorosa perspectiva de ser descubierto…como inevitablemente acabará ocurriendo. El buen policía de Agenda Oculta (1990) desea servir a la sociedad y a la justicia, “dispuesto a llegar hasta el final” en su persecución de la corrupción policial en Irlanda del Norte, ayudando a la viuda de un activista de los derechos humanos. Pero la película acaba con un doble fracaso: Ingrid (Frances MacDormand) queda abandonada a su suerte, mientras que Karrigan (Brian Cox) se inhibe al ser objeto de chantaje, olvidando su afán de justicia, ante el peligro de quedarse sin jubilación. ¡Así de pequeños somos! En su búsqueda de dignidad, el protagonista de Riff-Raff (1991), un padre de familia de edad madura, laborioso defensor del hogar, se convierte en un pequeño ladrón, que va aumentando con ambición sus objetivos, hasta plantearse un intento de asesinato. La pregunta de Loach es: ¿qué lleva a un hombre normal a semejante situación? El cielo inclemente del desolado mapa social de Manchester hace que no tenga ya ninguna esperanza. Descubre así “la mala vida” de jóvenes alienados por sus ansías de satisfacción inmediata, sexo rápido y drogas, mientras trabaja de portero en una discoteca. Busca entonces ayuda en un sacerdote católico, que a pesar de su simpatía, no es más que otro representante de un sistema que le hace finalmente huir de su responsabilidad. Ya que en palabras de Loach, “la religión no forma parte de la solución, sino del problema”. Ya que “la religión evita que las personas piensen por si mismas”. El hogar y la familia se convierten entonces en la única realidad. El Estado asistencial que intenta ayudar a Maggie (Crissy Rock) con su filantropía en Ladybird, Ladybird (1994), lo que hace es arrebatarla lo único que le importa: sus hijos. Un accidente por un descuido hace que el mayor se queme por culpa suya. Ya que esta mujer inconstante es incapaz de otra cosa que juntarse con hombres, que con su violencia ponen en marcha la maquinaria benefactora de un Estado que va a decidir por su bien y el de sus hijos, arrebatárselos. Nadie parece escapar a ese comportamiento brutal que llena todo con un sentido de fatalidad, que hace del combate una lucha desigual. Pero su furia y su ira son la causa de una desgracia, en la que los problemas se van sucediendo sin que ella pueda hacer aparentemente nada. El conductor de autobuses de La canción de Carla (1996) conoce a una emigrante nicaragüense que baila en las calles de Glasgow, para subsistir. Al descubrir las cicatrices que lleva en la espalda, se da cuenta de sus tendencias suicidas y quiere llevarla con su familia, para reencontrarse con su antiguo amante y padre de su hija. Allí el personaje de Robert Carlyle no sólo pierde a su amada, sino que encuentra a alguien desfigurado y mutilado, tras el dintel de una puerta que no puede atravesar, porque no hay vida para él más allá. Sólo le queda el eco de una canción revolucionaria. El parado de Mi nombre es Joe (1998) ha sido alcohólico durante algunos años, pero ahora se dedica a entrenar el peor equipo de fútbol de la ciudad. Intenta ayudar a unos jóvenes mezclados en asuntos de drogas, que luchan por mantener una vida familiar con su hijo. Así conoce a Sarah, una asistente sanitaria que vive para su trabajo. Nace así una relación nada fácil Es la lucha de los inmigrantes hispanos de Pan y Rosas (2000) en Estados Unidos, al encontrar el nebuloso espejismo de la tierra prometida. LA REVOLUCIÓN DE JESÚS Estamos ante la crónica desesperada de una gente sin futuro, que como el adolescente en sus Felices Dieciséis (2002), intenta seguir una vida normal, pero todo parece estar a su contra. No tiene estudios, trabajo, dinero, ni casa. Su madre es una drogadicta que cumple condena. No puede contar con abuelo, ni padrastro, por lo que vaga desconsolado con su amigo, que resulta aún más desgraciado que él. Si una visión así no nos conmueve, es que hemos renegado ya de toda condición humana. El Evangelio no tiene respuestas fáciles a ninguno de estos problemas. Pero da una esperanza que políticos, sindicalistas, psiquiatras, asistentes sociales y sanitarios, no pueden dar. Porque el Evangelio nos lleva a la raíz de todo mal, que no está en las circunstancias, ni en las condiciones sociales, sino en nuestro interior. La revolución de la que habla Jesús comienza dentro de cada uno de nosotros, en la obra incomprensible del Espíritu de Dios que nos hace nacer a una nueva vida (Juan 3). Ya que nuestra necesidad no es de una mera ayuda moral, social, sanitaria o psicológica. La realidad es que estamos muertos (Efesios 2), por lo que necesitamos es volver a vivir. Y eso es solo posible por el poder de Dios que levantó a Cristo de los muertos. Los problemas no desaparecerán, pero nuestra esperanza es que por Él, lo mejor está todavía por venir…

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