Cristianos que desaniman

Una reflexión a partir de la Declaración del Movimiento de Lausana sobre Cristianismo Nominal.

08 DE NOVIEMBRE DE 2018 · 19:07

Imagen: Sasha Freemind, Unsplash (CC0),
Imagen: Sasha Freemind, Unsplash (CC0)

En la Declaración de Lausana sobre el Cristianismo Nominal de Roma 2018 se apunta a diferentes perspectivas desde las que observar el fenómeno de los que se hacen llamar a sí mismos “cristianos” pero su teología, su testimonio y sus creencias no encajan con lo que ha venido siendo el cristianismo evangélico desde finales del siglo XIX.

También se apuntan algunas vías de enfoque para su solución. Una de esas vías, agradablemente, es la de la misión. Siempre hemos entendido la misión de la iglesia con respecto a los que están fuera de ella, pero ahora se percibe que ese debe ser el mismo enfoque para los cristianos nominales que aseguran formar parte de las congregaciones.

En realidad, se enfoca desde la misión porque la propia declaración señala el fracaso de no haberlo hecho antes, como correspondía, desde el discipulado.

Desde un punto de vista misionológico, se trata, principalmente, de un problema de identidad. Ambos, cristianos nominales como no nominales, forman parte de las mismas comunidades, participan de los mismos cultos y celebraciones. Ambos se identifican como cristianos. Sin embargo, los resultados de la vida cristiana hecha desde el nominalismo se diferencian muchísimo de esa otra clase de vida cristiana que no comulga con él. En una gran parte de las ocasiones, los cristianos nominales no solo participan de la vida de iglesia, sino que la controlan, dictan la teología que más les conviene y desaniman a los que deciden apartarse de esa senda hacia lo que podría considerarse un evangelio bíblico auténtico. Desaniman a los que discrepan, utilizan una perspectiva más humana que espiritual en las relaciones y tienen una extraña tendencia al estatismo (en ambas acepciones del término).

No es un problema puntual: incluso a mí, sin ser pastora ni líder de iglesia, me lo cuentan muy frecuentemente como un problema difícil de enfrentar; tanto que hay que empezar a hablar de tendencia real, como ha hecho la declaración. El error del nominalismo es creer que se está haciendo bien, que no hay nada que cambiar; desde ahí, se pretende estar dando buenos consejos y dictando buenas conductas, pero la realidad es que genera malestar en cuanto se profundiza un poco o, en cualquier caso, en cuanto aquellos que comienzan su andadura en la vida cristiana se encuentran con los primeros problemas esperables.

A lo largo de todo el Nuevo Testamento, y como millones de cristianos a lo largo de la historia han podido dar fe, se expresa la vida cristiana en términos dinámicos, de movimiento: en un principio, incluso, a falta de otro nombre se le denominaba “el camino” (Hechos 16:17; 18:25, por ejemplo). Tras la conversión comienza un proceso de transformación y crecimiento que es continuo y permanente. La verdadera naturaleza del evangelio de Cristo dentro de cada uno de sus seguidores es la transformación y el aprendizaje permanentes. No es lo que se observa en el fenómeno de los cristianos nominales: una de sus principales características es la obsesión por hacer que nada cambie, ni dentro de la iglesia ni fuera, en la sociedad. Lejos de ser un error menor, ese rechazo de cualquier principio de cambio acoge a la gran mayoría del resto de problemas provocados por el nominalismo.

El cristiano nominal que vive bien adaptado a la vida de iglesia siempre observa con sospecha a cualquiera de sus compañeros que se aventura en el camino de la fe. La fe bíblica conlleva incertidumbre, búsqueda, sufrimiento (Hebreos 11). No es sencillo. Provoca muchas dificultades, completamente lógicas, con una sociedad hecha fuera de la medida de la fe; el problema se agrava cuando ese camino de fe encuentra a sus primeros detractores dentro de los mismos cristianos.

Es el típico caso de alguien que siente el llamado a dejar su trabajo e irse de misionero: los primeros que le dirán que desista, casi sin dudarlo, serán otros cristianos. A veces esto, que es una constante, le dejará lleno de perplejidad; pero es entendible (que no justificable) si se observa desde el fenómeno del nominalismo. Al cristiano nominal le provoca miedo el cambio que deciden asumir los otros por fe. Se ve incapaz de admirar la valentía del otro porque no puede dejar de pensar en que él no es capaz de hacerlo. Sabe que, desde un punto de vista identitario, si ambos se consideran cristianos, ambos (el nuevo misionero y el cristiano nominal) se encuentran en la misma posición para ser llamados por Dios a una aventura similar. Y el cristiano nominal no quiere que Dios le llame, en el fondo de su corazón. Quiere llevar las riendas él mismo y solo por terrenos por donde se sienta cómodo.

Ocurre también en ejemplos de cristianos que, al empezar a ensanchar su fe, se encuentran en una situación de dolor o sufrimiento (esperable, como asegura 1 Pedro 1): es mucho más probable que sea un cristiano nominal de su propio círculo de iglesia el primero que le dé la falsa respuesta de los amigos de Job, que algo malo habrá hecho para que las cosas le vayan mal. Y, como están convencidos del pecado del que sufre, su moral se resiste a prestarle ayuda o, en casos más extremos, a mostrar misericordia y compasión. No es realmente que el cristiano nominal tenga una respuesta teológica templada y pensada: en realidad, es una reacción psicológica y sociológica ante un proceso de cambio dentro de su comunidad. No le gusta sentirse incómodo, ni le gusta pensar que no tiene el control; de ahí deriva en una teología adaptada a su propio temor y sin base bíblica real. 

Dentro del proceso sociológico del nominalismo también es muy importante apuntar al gregarismo y la presión de grupo. Para esta clase de cristianos la pertenencia al grupo sustituye a la relación con Dios y, por eso, antes que meditar en la teología y la doctrina que aplican en su vida diaria, su baremo está puesto en no salirse de los límites del grupo que les da identidad como cristianos. De ahí que lo externo pase a tener tanto peso: la vestimenta, la cultura que se consume, las actividades que se realizan, porque todas estas cosas son marcas claras del grupo al que se pertenece. En realidad, no se diferencia, antropológicamente hablando, de cualquier otra tribu urbana. Esta dimensión quizá sea el arma más poderosa tanto de los propios cristianos nominales como contra los propios cristianos nominales: les hace profundamente vulnerables a la manipulación. 

¿Cómo, pues, aplicar esta misión también a los de dentro de la iglesia que, quizá, nunca se han parado a pensar que no son más que cristianos de nombre, pero no de fondo? Creo que el enfoque más sabio es comenzar en las comunidades un verdadero espíritu discipulador que nunca se debió abandonar. Se debe hacer desde la comprensión de esta identidad interna del nominal: esta clase de religiosidad evangélica les da mucha tranquilidad de conciencia, y no se puede sencillamente desbaratar, ni se puede atacar, sin construir algo en su lugar, sin ofrecer algo mejor a cambio. Se les debe convencer, quizá por primera vez, de que dejar la relación en manos de Dios y perder nosotros el control conlleva dificultades, pero también lleva a una gracia, una paz y una vida en abundancia que ninguna otra clase de ser humano sobre la tierra ha disfrutado jamás.

Si se comienza este camino de discipulado radical incluso por encima de otras “prioridades” del culto o de la vida de iglesia, tanto nominales como no nominales saldrán beneficiados y fortalecidos; sin embargo, muchos nominales perfectamente integrados en la vida de iglesia se marcharán cuando sean confrontados definitivamente con la realidad del evangelio que no se puede vivir desde la comodidad. Ese es un riesgo que muchos pastores, líderes e iglesias no quieren correr. Y ahí radica otro de los peligros del nominalismo: que no solamente están acomodados los feligreses, sino que es una forma muy sencilla de tener los bancos llenos.

Sin embargo, aquel que vive el evangelio real de Cristo no puede dejar de decir la verdad: no es fácil. Es un camino estrecho. Es bendición, vida, paz, pero choca frontalmente con la cultura y la sociedad en que vivimos, mucho más allá de lo aparente. Nos tocará sufrir el proceso de transformación, y es duro, aunque esté lleno de gracia de Dios. Hay que decírselo, aunque algunos decidan marcharse; que sea el Espíritu, como en cualquier otra misión, quien se encargue de convencer. Sin embargo, ante los enormes retos que tenemos por delante como iglesia en el mundo que se nos está quedando, seguir disimulando, dejando las cosas como están, por pereza, por miedo, ha dejado de ser una opción.

 

Puedes leer la declaración sobre nominalismo de Lausana aquí.

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