La ecuanimidad del Espíritu Santo

Una reflexión bíblico-teológica sobre la acción divina y la experiencia carismática como elemento que disipa todo estereotipo marginal.

ESPAÑA · 16 DE AGOSTO DE 2018 · 17:07

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Una reflexión bíblico-teológica sobre la acción divina y la experiencia carismática como elemento que disipa todo estereotipo marginal.

Cuando afirmamos que el Espíritu Santo es «ecuánime» significa que opera de manera recta, justa e imparcial; lamentablemente, contrario al modo de actuar de la sociedad y, siendo sinceros, de la cristiandad en general. Si damos un breve recorrido por la historia del pensamiento cristiano nos daremos cuenta rápidamente que son muchos los presupuestos teológicos que humillan y marginan a grupos específicos, tales como judíos, mujeres, gente de color, discapacitados, etcétera.

No obstante, si prestamos atención al mensaje bíblico llegaremos a la conclusión de que el ser humano es creado a imagen de Dios (Gn. 1:27), y al hablar de «ser humano» no se debe pensar en un «individuo masculino de tez caucásica», sino en toda la diversidad presente en el conjunto del género humano.

En Joel 2:28-29, el profeta declara: “Y después de esto derramaré mi Espíritu sobre toda carne, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas; vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. Y también sobre los siervos y sobre las siervas derramaré mi Espíritu en aquellos días”.

El mensaje del segundo discurso del profeta Joel se centra en un llamado al arrepentimiento (1:13-14), con el cual Dios traería restauración (2:21-27) y enviaría a su Espíritu (2:28-29). Pero ¿sobre quién se derramaría el Espíritu divino? ¿A los judíos solamente? ¿Acaso hay otro condicionante que no sea fe y arrepentimiento? ¿Dios hace acepción de personas? Creo que el texto es claro.

No hay lugar para el racismo ni para el nacionalismo, la promesa es «sobre toda carne». No sólo afecta al pueblo judío, ni a una nación en concreto, se trata de una acción divina que se extiende a toda la humanidad. Muchos creen erradamente que cuando Dios se reveló a Abraham fue un acto de favoritismo a una nación, pero la verdad es que fue comisionado a ser de bendición a todas las etnias de la tierra (Gn. 12:1-3). Tal y como afirmó el teólogo suizo Karl Barth: «Esto es la gracia: de la estrechez a la amplitud». Pues Dios estaba desarrollando su plan universal a partir de un simple hombre, obrando cosas grandiosas desde cosas insignificantes.

Por otro lado, si de algo se ha acusado a la Biblia en nuestros tiempos es de ser machista. Sin embargo, el Dios revelado en las Sagradas Escrituras dignifica a la mujer. En este pasaje vemos que la mujer no está excluida de la participación de los dones espirituales: «Vuestros hijos y vuestras hijas». Mujeres y hombres son capacitados para la obra a la que han sido llamados, pues el género no determina el valor ministerial, sino el poder de Dios. Este es el mismo argumento que encontramos en la Epístola a los Gálatas: no fue la circuncisión —práctica que excluye al género femenino— el elemento que introducía a los no judíos en el pueblo de Dios, sino que fue «la verdad del evangelio —acreditada por los dones del Espíritu— […] que los aceptaba tal y como eran, como mujeres y varones gentiles.

Del mismo modo, la edad no es impedimento para la actuación de la potencia de Dios: «Vuestros ancianos […] y vuestros jóvenes». Tanto el más pequeño como el más anciano pueden disfrutar de la plenitud de la revelación divina y de sus diversos dones. La sociedad suele estipular que los jóvenes son inmaduros y que los ancianos son inservibles, pero el poder del Espíritu obra en la vida del ser humano en cualquiera de sus etapas biológicas.

Por último, el profeta Joel declara que el derramamiento sería también «sobre los siervos y sobre las siervas», que debe ser entendido como «esclavos» y «esclavas» (curiosamente vuelve a mencionar ambos géneros). Éstos eran lo más bajo en la esfera social, limitados en todas las áreas de su vida; mas el Espíritu Santo va más allá de toda construcción social y llena a todos, incluidos aquellos cuya condición es paupérrima. A pesar de su posición en la sociedad, de su cautividad y opresión, podían tener la libertad que solo puede otorgar Dios.

Cabe destacar que Pedro citó este pasaje en su primer sermón  como cumplimiento de esta promesa divina (Hch. 2:16-18). Pentecostés fue ‘una experiencia de tal inspiración y adoración, de tal liberación y poder, de tal donación y calidad numinosa» que sólo puede entenderse como totalmente originado y provocado por Dios’.

Cuando se reunieron en Jerusalén probablemente para esperar la consumación ya iniciada con la resurrección de Jesús, ellos la percibieron en una experiencia colectiva de adoración extática que se manifestó particularmente en visión y glosolalia. Ellos reconocieron esta experiencia como impacto del Espíritu de Dios, y en ella vieron la mano de Jesús resucitado, atrayéndolos, juntándolos en una comunidad vivificada, a la que se concedió tanto el impulso como la urgencia para dar testimonio de él.

Esta misma experiencia fue extendida a los samaritanos (Hch. 8:14-17), y posteriormente a los gentiles con la conversión de Cornelio y su casa (Hch. 10:44-48).

Así que, podemos afirmar que el derramamiento del Espíritu del Señor significó el fin de la marginación en todas sus facetas. Por lo tanto, como creyentes guiados por el Espíritu, la ecuanimidad debe caracterizarnos. Basta ya de barreras, basta ya de marginación y rindamos todos juntos adoración al Dios de toda gracia y misericordia.

El Dr. Martín Luther King exclamó acertadamente que: «La mejor forma de adorar es una experiencia social con gente de todos los niveles de vida reuniéndose para entender su unicidad y unidad según Dios» [traducción propia].

Quisiera concluir esta reflexión con la confesión bautismal paulina que refrenda que: «Ya no hay judío ni griego; no hay esclavo ni libre; no hay varón ni mujer; porque todos vosotros sois uno en Cristo Jesús» (Gál. 3:28).

 

Juan José Mora Castillo - Estudiante de Teología - Córdoba - España

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - JUAN JOSÉ MORA CASTILLO - La ecuanimidad del Espíritu Santo