Hecatombe y cansancio

Dios no sería Dios si no actuara en nuestro favor a lo bruto, con exageración, con un desprendimiento y una generosidad impresionantes.

06 DE AGOSTO DE 2018 · 09:00

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Esta semana, debido a un mal diagnóstico, por poco se muere nuestro gato. Creo que una de las peores noches de mi vida la he pasado echada a su lado sin saber bien cómo reaccionar ante una muerte tan eminente y sin saber qué hacer para calmarle el dolor y la angustia. Aquel día empecé a sentirme profundamente cansada, física, mental y emocionalmente, pero también espiritualmente. Hay veces que, sencillamente, una no puede más. Creo que ese sentimiento no le es ajeno a nadie. Aparece decenas de veces en las páginas de la Biblia. De hecho, es increíble, cuando te pones a analizarlo, la cantidad de relatos de personas que llegan a Dios en medio de una hecatombe mental y espiritual: David y el hijo que tuvo con Betsabé, Elías, Jeremías, Job… La lista es muy larga. Incluso el mismísimo Jesús pasó por uno de esos momentos de no poder más delante del Padre poco antes de ser apresado.

Orando por nosotros, como familia (porque una mascota es un miembro más de la familia, y de la salud de uno depende la salud emocional de los demás) me vino a la cabeza uno de los primeros pasajes donde se llama a Dios Yahvé Rafá: el Dios que sana. Estaba trabajando en un artículo sobre los nombres de Dios y tenía eso fresco en la memoria (ese artículo vendrá pronto, prometido). Volví a Éxodo 15 (vv. 22-27) donde se narra esta historia para encontrarme, de nuevo, con un relato de gente que no puede más delante de Dios. Como yo.

Dios va guiando al pueblo que acaba de salir de Egipto a través de Moisés. Se sienten eufóricos por haber podido escapar del Faraón, pero también acongojados por lo que tienen por delante: nada más que desierto. Así también nos sentimos a veces, que parece que no hemos salido de un problema para acabar metidos en otro, que parece que no acabamos de recuperarnos de una mala noticia cuando llegan más en tromba. Después de tres días sin agua, los israelitas se comenzaron a desesperar, algo que tampoco era inusual en ellos. No, lo suyo no era la paciencia, y eso se ve a lo largo de todo el Pentateuco. En eso también me identifico con ellos. Y cuando parece que por fin sus deseos son respondidos y llegan a un lugar con agua, no se puede beber porque no es potable. Al llegar a Mara se dieron cuenta de que no encontrarían allí la respuesta urgente que buscaban. Y llegó el desánimo: sin remedio y sin filtro, y les inundó más que el agua que esperaban.

Los israelitas murmuraron contra Moisés, y Moisés, en cambio, se dirigió a Dios. Y ahí hay una diferencia grande: cuando algo malo ocurre, hay mucha gente que comienza a volcar su frustración hacia otras personas, o entidades, o sistemas, o instituciones. Y que no se me entienda mal, debe haber un espacio para la queja, para pedir responsabilidades y buscar justicia. Sin embargo, lo lógico era que, si Dios los había llevado hasta allí, ellos fueran a buscarle a él buscando explicaciones, y no a Moisés. Pediremos cuentas al primer veterinario, pero no me voy a dejar llevar por la ira, porque no es a ellos a quien tengo que acudir buscando respuestas. 

Me encanta la respuesta rápida que Dios le da a Moisés en cuanto él se acerca a preguntar: parece que le estaba esperando, que lo tenía todo preparado. Y qué orden tan bizarra, tan misteriosa y barroca: echar un trozo de madera al agua. Seguramente tiene una explicación científica y natural, pero ¿cómo iba a saberlo Moisés? ¿Cómo iba a saberlo un pueblo que venía de una huida milagrosa tras generaciones en esclavitud en otra tierra? En vez de eso, Dios proveyó, y ellos le hicieron caso, aunque no lo entendieran.

Y no, no siempre entendemos a Dios.

Cuando volvimos a casa con nuestro gato con el peor diagnóstico, aunque nos habían derivado a un veterinario especialista en otro pueblo, decidimos (por alguna razón, por pura intuición, porque el Espíritu estaba ahí, seguramente) no ir allí. No sabíamos si estábamos tomando una buena decisión, igual que Moisés, en el momento de echar el trozo de árbol al agua, también se estaría preguntando qué estaba haciendo. Y lo bizarro en nuestro caso, nuestro trozo de madera al agua, fue que el otro veterinario del pueblo donde pensamos llevarle al día siguiente buscando cómo ofrecerle la mejor muerte a nuestro gatito, a pesar de estar abierto, no nos contestó al teléfono en toda la tarde. Y ya, desesperados, a última hora probamos con otra clínica cercana: donde casualmente nos dieron cita para primera hora de la mañana, y donde casualmente trabaja un veterinario con 40 años de experiencia en traumatología de gatos. Fue muy raro, no lo voy a negar. Nuestro gato pasó de morirse a volver a tener ganas de comer, de beber y de vivir en 24 horas, con un poco de sabiduría, con nueva medicación y un nuevo tratamiento. Igual que el pueblo de Israel, que al final, a pesar de la frustración, el agotamiento y las raras directrices de Dios, pudieron beber en Mara.

Pero Dios no sería Dios si no actuara en nuestro favor a lo bruto, con exageración, con un desprendimiento y una generosidad impresionantes. Lo mejor de este pasaje de Éxodo no es que el pueblo de Israel encontrase una respuesta de Dios en Mara, sino que después de aquello, de aquella pequeña prueba, Dios les ofreció una respuesta más en Elim: un oasis lleno de vegetación y manantiales de agua donde acamparon, se saciaron y descansaron. Toda el agua abundante por la que Moisés había clamado la ofreció Dios, y un poco más. Pero hubo que esperar. Primero tuvieron que pasar por Mara, porque era importante. El tratamiento que nos habían propuesto en primer lugar para intentar salvar la vida del gato era tan obscenamente caro que no nos lo podíamos permitir siquiera, y eso nos destrozaba. Al final, en el segundo veterinario que casi ni sabemos cómo encontramos, el tratamiento es básicamente la medicación y las visitas; además, Dios nos proveyó generosamente una ayuda económica a través de algunos de sus hijos para que este gasto imprevisto no nos ahogase. Ese fue nuestro Elim, donde nosotros también hemos descansado, donde hemos recibido esa generosidad abundante e inesperada de parte de nuestro Padre.

Lo más seguro es que, igual que el pueblo de Israel, todavía nos quede un desierto por delante. Eso no nos lo quita nadie. Nunca se dejan de tener problemas que solucionar, solo se van cambiando unos por otros. Pero es bueno aprender de lo que Dios quiso enseñarles allí a los israelitas en Mara: si le seguimos en lo que es justo (y para nosotros, ahora, la justicia eterna es Cristo), él estará a nuestro lado para sanarnos no solo físicamente, sino también emocional y espiritualmente, para saciarnos y proveernos. Pero es una lección para la que no hay teoría: solo se puede aprender en la práctica, en medio de la hecatombe y del cansancio. Así que, cuando llegue, ni aun así desesperemos.

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