Borges, el teólogo: metafísica y escritura oceánica

Roldán lleva de la mano al lector por los caminos preñados de espejos para encontrarse con el Dios del escritor, un Dios tan personal que se despliega en cada página como lo que es: un personaje tan livianamente construido, pero tan sólido en su armazón filosófica basada en las febriles lecturas de Spinoza y Schopenhauer.

20 DE JULIO DE 2018 · 19:00

Borges en una entrevista en 1981.,
Borges en una entrevista en 1981.

Hace escasos diez días salió de la imprenta el volumen Borges y la teología. Hermenéutica de textos de Jorge Luis Borges en perspectiva teológica (Buenos Aires, Teología y Cultura), del Dr. Alberto F. Roldán, quien gentilmente solicitó al autor de estas líneas la elaboración del prólogo, sabedor las aficiones comunes en cuanto al escritor en cuestión y las fecundas relaciones entre la teología y la literatura latinoamericana. El siguiente texto busca reflejar la forma en que Roldán ha abordado a su coterráneo, con todos los recursos a su alcance para ofrecer una gran aportación pues desde hace tiempo se echaba de menos un acercamiento a Borges desde el campo de la teología, particularmente protestante (aun cuando existen algunos trabajos notables sobre otros autores/as). Esta obra estimulará a los lectores a sumergirse en el maravilloso océano del autor de Ficciones y El libro de arena, entre otros libros extraordinarios, cumbres indiscutibles de la literatura de todas las épocas. Se presentará el próximo 24 de agosto (fecha de nacimiento de J.L.B.) en la Casa Borges, de Adrogué, Buenos Aires.

“En el cristal de un sueño he vislumbrado el Cielo y el Infierno prometidos”. J.L.B., Del infierno y del cielo(1942), El otro, el mismo (1964)

 

Portada del libro de Alberto Roldán.

Poeta, narrador y ensayista sin par, Jorge Luis Borges atravesó la literatura del siglo XX como una exhalación, lenta y sufrida, pero poliédrica y extraordinariamente rica. Lejos de las querellas sobre la calidad de su poesía, encerrada en esos artefactos formales en donde la rima era obligada cuando su autor ya no podía ver (la “magnífica ironía” de Dios al darle “a la vez los libros y la noche”), su obra poética es un monumento a la historia, a la lírica contenida y a sus temas obsesivos: la eternidad y el tiempo, en primerísimo lugar (su “refutación”, la máxima quimera); las sublimes e imprevistas obras del azar; el amor y sus laberintos; el mundo cabalístico y sus retruécanos; el lenguaje de los argentinos; la metafísica escindida en una diversidad de registros verbales; y claro, esos recónditos sueños en los que el autor se encuentra y se reencuentra consigo mismo. Los dos poemas De los dones (El hacedor, 1960, y El otro, el mismo) o Ewigkeit (“Eternidad”, en alemán, también del segundo libro) bastarían para enredarse en una polémica crítica de amplias dimensiones sobre la vida, la muerte y lo que exista más allá de ambas:

 

No así. Lo que mi barro ha bendecido

no lo voy a negar como un cobarde.

Sé que una cosa no hay. Es el olvido;

 

sé que en la eternidad perdura y arde

lo mucho y lo precioso que he perdido:

esa fragua, esa luna y esa tarde.

 

Imposible olvidar la insistencia crítica en poner por delante la poesía borgiana sobre el resto de su trabajo literario. Y como Borges se deja leer plácidamente, sin chistar, por esa crítica feliz (por esta vez) que se mueve a placer por los formatos, los giros y la técnica estricta pocas veces imaginada. Vaya una muestra para sentir el vértigo (otra palabra amada: “Siento un poco vértigo. No estoy acostumbrado a la eternidad.”, The cloisters, La cifra, 1981) de la poesía medida milimétricamente, ocupada en estos temas metafísico-teológicos sobre un tablero de ajedrez:

 

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.

¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza

de polvo y tiempo y sueño y agonía?

 

Explicarse a Borges como poeta en toda su escritura es una obligación moral de sus lectores, quienes al afrontar su narrativa ingresan, sin piedad, al laberinto más luminoso que puedan imaginar, poblado por criaturas nonatas que se mezclan con los senderos recorridos por una mente tortuosa, atrapada para siempre en las sagas nórdicas (particularmente, la islandesa), pero que permiten avizorar otros mundos, trascendentales todos para quienes traspasan la frontera neurótica de la imaginación (como si hubiera otra). La poesía invade toda su escritura, la subyace, la anticipa, la impregna de un sabor lírico que permite conectar con él sin mayores preámbulos. Las formas utilizadas le sirvieron de manera casi matemática para esta indagación existencial y religiosa: “El soneto con sus simetrías, rimas varias, con su rigor tectónico y con sus combinaciones numéricas parece ser el mejor espacio textual para reflejar (y recrear) un pensamiento panteísta, en que la sentencia universal se manifiesta en infinitos atributos” (Eduardo Zeind Palafox, Spinoza). (Sólo me queda recomendar el texto de Santiago Sylvester sobre esta poesía en el volumen Borges esencial.)

 

Roldán en la Casa Borges, donde se presentará el libro.

¿Y el Borges crítico? ¿Y el memorioso? ¿Y el autor de Fervor de Buenos Aires? ¿Y el director de la Biblioteca Nacional? ¿Y el crítico? ¿Y el profesor de literatura inglesa? ¿Y su afición por el tango y la literatura policiaca? ¿Dónde quedan? Todos son uno, el otro y el mismo, la voz local celebratoria y la indagación metafísica anclada sólidamente en la cultura. El lector latinoamericano, no cabe duda, se ve y se verá obligado por Borges a hacerse universal, a penetrar en los universos legendarios de todas las culturas y a saber moverse entre los intersticios de los misterios más sofisticados, propios de las mitologías, las religiones y las filosofías más variadas. De vocación ancestral por la heterodoxia, seguir los pasos borgianos por los rumbos de la religión y de la teología (su fervor por Swedenborg es elocuente…), obliga también a sus lectores y críticos a armarse de un bagaje intelectual y espiritual sumamente exigente para ser capaces de seguirlo entre líneas por los vericuetos de una fe que algunos quisieran “más normal”, pero que está definitivamente atormentada y así atormenta a quienes lo acompañan en su viaje escritural.

El monumental esfuerzo que ha hecho Alberto F. Roldán (quien no ha escatimado ninguna de las exigencias mencionadas) en este libro que reúne siete ensayos apasionados lo emparenta como lector efusivo con la legión de seres humanos que se sigue alimentando y nutriendo de esta literatura “abismal”, escrita siempre al borde de todo: de los linderos del pensamiento, del amasijo de autores cuya presencia abruma a los menos dotados, pero que estimula aún más a quien se adentra con los ojos bien abiertos en este océano. Es tanta la luz que puede encontrarse que se produce una adicción incontrolable, la cual se palpa a cada página del libro que nos ocupa.

Argentino, al fin, como argentino universal fue Borges, Roldán lleva de la mano al lector por los caminos preñados de espejos para encontrarse con el Dios del escritor, un Dios tan personal que se despliega en cada página como lo que es: un personaje tan livianamente construido, pero tan sólido en su armazón filosófica basada en las febriles lecturas de Spinoza, del laberíntico Schopenhauer que comenzó a leer en alemán, cuando en su adolescencia aprendió el idioma en la ciudad de Calvino, con quien ahora comparte espacio en Plainpalais. Esto lo lleva a cabo sobre todo en la prosa de Borges, pues la poesía, ciertamente, presenta otras resistencias, pues como escribió Ángela Blanco Amores de Pagella, muchos de sus textos en prosa “aunque de intención filosófica, tienen una lograda belleza poética, una belleza destructiva que se apoya en la negación del tiempo y de la realidad” (énfasis agregado).

Al pasar revista a varias obras, Roldán se embarca en un tour de force del que sale bien librado al aplicar un rigor interpretativo imperturbable, sin caer en la provocación de la celebración acrítica. Lidia enjundiosamente con los textos y los trae a cuento siempre que es necesario. Siendo una tarea apta para personalidades obsesivas empeñadas en extraer gemas de alta calidad estética y humana, la cumple a cabalidad y sus ensayos vislumbran los temas escabrosos (Dios, Cristo, la Biblia…) con gallardía y plenitud de miras. No afirma vaguedades absolutas, oye al autor y constata las voces críticas contrastándose audazmente con ellas. Nadie en el campo protestante latinoamericano había hecho esto, pero ahora su trabajo llega para volverse referencia obligada.

Al proyecto borgiano sobrehumano e imposible, plasmado en textos casi perfectos: hacer la Historia de la eternidad, Roldán contrapone una serie de ejercicios lúdicos de singular envergadura. No se despega de los textos y tampoco les hace ser lo que no son. Al abordar ese libro seminal (de una época tan temprana como 1936) muestra de cuerpo entero su metodología:

 

Portada de Historia de la eternidad, de Borges.

Borges termina esa sección, ofreciendo la clave hermenéutica de su texto porque dice: “Hasta aquí, en su orden cronológico la historia general de la eternidad.” Porque planear “la historia de la eternidad” es un oxímoron, ya que la eternidad no puede tener historia. Es, más bien, un repaso histórico de cómo se ha interpretado la eternidad en la historia humana y en sus registros: desde Platón, pasando por Plotino y los teólogos cristianos que la vinculan con lo que en teología se denomina “providencia” es decir, la conservación del universo por parte de Dios, lo que implica una especie de creatio continua.

Nunca mejor dicho por que el oxímoron es quizá el recurso retórico más útil para tratar de explicar esta escritura, así de proteica y polivalente es al refulgir en su incandescencia. Y no hay que olvidar que Borges también escribió una Historia universal de la infamia (1935, 1954): lo uno por lo otro. Con estos y otros cientos de textos, Borges, como “historiador atípico”, ha sabido resolver imaginativamente (o al menos, replantear desde los enfoques más inopinados) algunos de los más altos enigmas humanos. Tal vez el mayor de todos sea el de la existencia misma de Dios, misterio al cual se acerca de una manera totalmente inesperada y que Roldán expone aquí puntualmente, lo mismo que a otro texto fundamental: Los teólogos, que relaciona, mágicamente, con la teología lúdica de Rubem Alves.

Este texto agradecido ha surgido bajo la sombra de la reciente edición de un Borges verdaderamente esencial, que escanció de la existencia los asombros y las dudas, la felicidad negada y la alegría a cuentagotas, la vida toda. El libro de Roldán ha buceado en esas aguas y ha traído hasta nosotros lo que le interesaba: poner a Borges cara a cara con la religión y lo sagrado. Cerramos con las palabras del autor quien, más allá y también más acá de cualquier teología (para él, expresión suprema de la literatura fantástica), lo dijo sin ambages, en los linderos de la creencia y de la increencia, como una dialéctica suspendida. Oigámoslo expresarse teológicamente, desde el pasmo y la sombra atribulados con los plenos poderes del idioma en su mayor brillantez:

El infierno es la otra cara del cielo. Su reverso preciso es necesario para el equilibrio de la creación. Quien lo rige es el Señor, como, a los cielos. El equilibrio de las dos esferas es requerido para el libre albedrío, que sin tregua debe elegir entre el bien, que mana del cielo, y el mal, que mana del infierno. Cada día, cada momento de cada día, el hombre labra su perdición eterna o su salvación.

Creamos o no en la inmortalidad personal, es innegable que la doctrina de Swedenborg es más moral y más razonable que la de un misterioso don que se obtiene, casi al azar, a última hora.

La vasta literatura escrita sobre el cielo y el infierno abarca y agota todas las posibilidades. No sé qué opinará mi lector sobre estas conjeturas que acabo de exponer. He observado que aquellos que creen en un mundo ultraterreno poco se interesan en él. Conmigo ha ocurrido y ocurre todo lo contrario; me interesa, pero no creo. Otro tanto me ocurre con el libre albedrío, esa ilusión necesaria que nos hace sentir dueños de nuestras propias acciones. (“Del cielo y del infierno”, El País, Madrid, 30 de abril de 1986.)

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