Pecados modernos

La vida de Dios es la que merece la pena. Hay que desengancharse de la otra.

25 DE JUNIO DE 2018 · 11:16

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Ha habido dos razones por las que he pasado unos meses sin escribir en este blog. Una de ellas son las complicaciones de estar esperando a un nuevo miembro de la familia para finales de otoño: mujeres, no creáis a los anuncios, que a veces no te pasas el embarazo bebiendo agua mineral al sol de media tarde y haciendo ejercicio felizmente en el parque; a veces te lo pasas en la cama sorteando náuseas como puedes.

El otro motivo empezó unos meses antes de conocer esta noticia, en la consulta de la doctora, donde me dijo que no tenía anemia ni ninguna otra enfermedad: lo mío era estrés crónico, tan crónico y tan acostumbrado que ya me estaba empezando a pasar factura física. 

Ha habido mucha oración en el camino para entender que algo que me perjudica física, mental y emocionalmente no puede ser bueno delante de Dios. Pero no lo entendía. Lo tenía totalmente metido debajo de la piel, no solo el estrés, sino también la falacia de que lo necesitaba para ser una buena persona, una buena adulta responsable en la sociedad. Llevaba tantos años alimentando ese monstruo que ahora se resistía a morir.

Una de las cosas por las que he orado mucho es por poder entenderlo. Oraba y me preguntaba dónde empezó a torcerse esta parte de mi discurso interno y al cerrar los ojos he aparecido aquí, hace unos diecisiete años, frente a unas escaleras mecánicas renqueantes que suben pasajeros hasta la superficie en la vieja estación de Metro de Moncloa, en Madrid, que ya no existe. Voy camino de la universidad. Son apenas unos segundos en que debo tomar una decisión crucial, pero permitidme que aquí juegue con el tiempo y lo estire un poco más. Debo decidir si esperar la pequeña cola que se arremolina a la derecha, la de los que esperan que las escaleras les suban, o si debo correr al hueco de la izquierda, el espacio reservado para los que suben andando, a pesar de que las escaleras están en movimiento. Lo que decida hacer no será una decisión inocua, sino que significará perder o no un autobús, llegar a la facultad con un poco más de margen o no, y marcará la pauta de lo que yo misma empezaré a creer sobre mí en los próximos años. 

Me encuentro muy cansada. Me he levantado hace dos horas para poder llegar hasta aquí. Me esfuerzo, lo intento todos los días lo mejor que puedo, pero siempre estoy cansada cuando llego a esas escaleras. Y es ahora cuando debo tomar la decisión. Si decido esperar la cola significará que mi fuerza de voluntad no vale un duro, que no merezco la pena como adulta y que con esa actitud nunca podré llegar a ningún sitio en esta sociedad en la que cada pequeño paso adelante se debe conseguir a mordiscos y empujones. Así que, a pesar de que siento que me desgarro un poco por dentro, que el esfuerzo es demasiado grande, decido subir andando, porque “yo no me puedo permitir descansar”.

Y sí, ahí está. Ahí empezó.

No es culpa de nadie en particular, y es culpa mía, y culpa de toda esta sociedad bastante enferma, que durante diecisiete años, de forma periódica, yo me haya sentido cansada, en el límite de mis fuerzas y absolutamente convencida de que “yo no me puedo permitir descansar”. Sin embargo, no debía hablar de esto, porque “Yo sé que ver y oír a un triste enfada”, como dice el poema de Miguel Hernández. Durante diecisiete años cada vez que me paraba a descansar, cada rato de ocio, tenía que compartirlo con la misma culpabilidad que sentí al plantearme esperar en el lado derecho de las escaleras de Moncloa: que soy una vaga, que estoy abusando de la vida y que pagaré las consecuencias de mi debilidad. Y a pesar de que la medicación y ciertos cambios de hábitos funcionan, también me di cuenta de que esas viejas creencias ancladas en mi mente no se iban de ninguna manera. Todo esto iba pasando como si mi vida fuera a dos velocidades, a dos ritmos incompatibles: la vida de Dios en mí y la vida que toda la sociedad espera que tenga. Intentaba por todos los medios estar a la altura de lo que la sociedad espera de mí, y no lo llegaba a estar nunca. Mientras tanto, tomaba pequeñas dosis de Dios para seguir en pie. Pero no es así como debemos vivir. En estos meses, desde que todo explotó, cada ocasión, cada mañana en que he abierto la Biblia y me he puesto a leer, leyese donde leyese me llegaba un único mensaje: la vida de Dios es la que merece la pena. Hay que desengancharse de la otra. 

Dicen que un 18 % de la población sufre este trastorno, sobre todo mujeres. Tiene sentido. Creo que mucha gente más lo sufre sin haberse dado cuenta, como me venía pasando a mí; lo sé, lo intuyo, porque muchos de los síntomas que, en teoría, son “perjudiciales”, a mí me parece que son de lo más común. El miedo constante, el miedo como norma, es algo que forma parte de la naturaleza de nuestra sociedad, pero en teoría no debería ser tan normal. Ese cansancio perpetuo, también. La lista negra es larga. De hecho, en realidad, hasta que no me he dado cuenta yo estaba absolutamente convencida de que no me pasaba nada raro más que “vivir”. La vida es esto, han dicho siempre. No nos podemos permitir otra cosa. Y, por un lado, es verdad. Pero, por otro lado, es completamente incompatible con la verdad bíblica.

Solo por poner un ejemplo, esta vida viciada de cansancio y ansiedad no es compatible con la bomba de Mateo 6:28-34.

Tengo aquí delante el pasaje en la NVI y lo voy a analizar. Si observo las amapolas y las florecillas que surgen con la humedad en la primavera da la sensación de que su vida no merece la pena. No sirven para casi nada. Hacen bonito, quizá, pero no son productivas. En el mejor de los casos, nos causan unas alergias terribles a alérgicos como yo. En términos humanos, el hecho de que no trabajen ni hilen, su falta absoluta de productividad, hace de ellas seres totalmente prescindibles. No deberían existir en esta sociedad en que todo se mide en términos industriales y empresariales. Sin embargo, este Jesús que siempre nos sorprende dice que son admirables porque no hay nada creado por el hombre (ni siquiera por Salomón, la persona con más glamur y poderío que había existido para los de la época) que tuviera su esplendor. La Reina Valera introduce aquí el concepto de la gloria: la de esas flores nimias del campo es muchísimo mayor que la del mismísimo Salomón. Y esa gloria resulta un concepto completamente extraño en nuestra era postindustrial. La gloria está asociada a la belleza, a lo impalpable. Y Jesús dice que es el mismo Dios del universo el que se encarga de que esas amapolas y pequeñas margaritas tengan su dosis de gloria extrema e incomparable. Primera lección: a Dios le da completamente igual nuestra obsesión con la productividad. Lo suyo es la gloria, el esplendor y la belleza. Si rechazamos y nos negamos esas cosas en nuestra vida en pos de la productividad, estaremos rechazando al mismo Dios. Una parte de nuestro pecado es eso.

Jesús insiste: Dios se encarga de las flores. Se encarga de darles todo lo que necesitan para que subsistan y para que su existencia, sea corta o larga, merezca la pena. Por supuesto, nuestros “paraísos” asfaltados dan fe de que a nosotros su existencia nos da igual. Así estamos todos, rotos por dentro. Dios, no obstante, piensa en las flores. Dios, del mismo modo, piensa en nosotros. No en nuestros términos, sino en los suyos: en términos de belleza, gloria y esplendor. Las calles que él ha prometido a los suyos no están hechas de asfalto, sino de oro. Ese es un detalle importante.

La consecuencia de todo esto es que no tenemos ninguna razón real para preocuparnos, y esto me martillea en la conciencia. Yo, que estoy enferma de preocupación, en brazos de Dios no tengo ninguna necesidad de seguir agarrándome a ella. Segunda lección: Dios no quiere mi estrés. No forma parte de él y no debe formar parte de mí. Yo he crecido observando mi entorno, participando en mi sociedad, y aceptando la mentira de que un adulto responsable es un adulto preocupado y ceñudo, ajeno a la belleza y al descanso. Pero si quiero creer en el Dios que me ha salvado, debo creer que esa idea es mentira. Y que no funciona. No ha funcionado nunca. Nos hace completamente desdichados, porque eso es lo que hace el pecado cuando habitamos con él. Es una liberación y, a la vez, un reto.

Jesús continúa: buscad el reino de Dios. Buscad, no lo esperéis. Id a por él, que si dice que lo busquemos es porque podemos encontrarlo, porque él no nos lanzaría a una búsqueda infructuosa. Buscad el reino de Dios, el sistema en que se hacen las cosas a su manera, la vida en la que Dios actúa, dispone y comparte con sus hijos, y todas estas cosas nos serán añadidas.

Sí, en la sociedad en la que vivo cada pequeño paso adelante se debe conseguir a mordiscos y empujones. Pagar cada factura, cada servicio, cada pieza de fruta, cada bote de champú, es una lucha. ¿Nos atreveremos a vivir de verdad en el reino de Dios “como si” estas cosas nos fueran añadidas de forma constante y cotidiana?

He de confesar que esto no me resulta extraño. Soy consciente de que he llegado hasta aquí por la gracia de Dios y he visto cómo hay cosas necesarias y cotidianas que, de una manera o de otra, me aparecen en la vida sin grandes esfuerzos por mi parte. No es que no me esfuerce, ni que no trabaje. Es que, realmente, me son añadidas a lo que ya tengo. Tengo que confesar que la mentira de mi estrés me hacía creer que, aun así, esto no merecía la pena. Que si cada gramo de todo lo que consumo no me lo he procurado yo con mi propio esfuerzo, estoy siendo irresponsable e infantil. Pero tenemos un Dios tan grande, tan enorme, tan bueno sin miramientos, que no solo asume nuestra salvación sino también nuestra vida. La intercambia por la suya y nos la llena de abundancia.

No puedo vivir la vida en esta búsqueda de su reino y seguir viviendo la vida contaminada y tóxica del guion vital que impone la sociedad. Sé que, al igual que frente a las escaleras, otra vez debo tomar la decisión. Y también sé que es una decisión que cambia el rumbo de la vida.

Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL - Amor y contexto - Pecados modernos