Gustavo Adolfo Bécquer: vida y muerte en las rimas

Es, a través de las leyendas, donde Bécquer más ahonda en el alma, que, en la mayoría de los individuos, se mueve entre la afirmación y la negación.

01 DE JUNIO DE 2018 · 09:00

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Gustavo Adolfo Bécquer nació en Sevilla el 17 de febrero de 1836 y murió en Madrid el 22 de diciembre de 1870, a la temprana edad de treinta y cuatro años. La vida empezó a maltratarle desde muy joven. Quedó huérfano cuando contaba nueve años y fue recogido por un tío materno, Juan Vargas, quien cuidó de él y de su hermano Valeriano.

Ayudado por su madrina, Manuela Monahay, Bécquer ingresó en el sevillano Colegio de San Telmo, donde tenía la intención de prepararse para la Escuela Náutica. El colegio cerró cuando el futuro poeta llevaba tres años en él. Sin vocación alguna por la Náutica, Bécquer probó fortuna en la pintura, arte que había convertido su padre en profesión y que también había seguido su hermano Valeriano. Tras algunos intentos en la pintura y la música, Bécquer se decidió finalmente por la literatura, dedicando sus años juveniles a la lectura de cuantos libros caían en sus manos.

En 1854 los hermanos Bécquer se trasladaron a Madrid en busca de gloria. Gustavo Adolfo consiguió un empleo, que perdió pronto, en la Dirección de Bienes Nacionales. En la capital de España se dedicó a la composición de versos y leyendas que luego le habrían de hacer famoso. Colaboró en periódicos y revistas. Dirigió EL MUNDO, publicación que tuvo una vida efímera, y con algunos amigos fundó la revista ESPAÑA ARTÍSTICA Y LITERARIA, que tampoco alcanzó larga vida. Estuvo en Avila, Soria, Toledo y Segovia, cuyas catedrales visitó. Tenía la intención de publicar una monumental HISTORIA DE LAS CATEDRALES DE ESPAÑA, de la que sólo llegó a publicarse un volumen.

Bécquer casó con Carla Esteban Navarro, hija del médico que le atendió durante su tuberculosis, enfermedad que terminó con su vida en el crudo invierno de 1870. Le nacieron tres hijos del matrimonio. Dos años después de su muerte, sus amigos recogieron y publicaron las obras completas del poeta, que han conocido numerosas ediciones desde entonces. En nuestros días, Bécquer es considerado como uno de los más grandes poetas del romanticismo español.

Se ha querido, sin razón, ver en Bécquer al poeta de las niñas cursis. Se ha pensado que las rimas del famoso poeta sevillano estaban bien recogidas en pequeños volúmenes de lujo y sobre las mesitas de noche en las alcobas de jovencitas soñadoras. Es cierto que Bécquer fue un poeta romántico, tal vez el más alto y puro representante del romanticismo español. También es verdad que el poeta se ocupa mucho de los temas característicos en los grandes líricos del romanticismo. Pero leída con detenimiento su obra completa se advierte la continua preocupación del poeta por los grandes temas del espíritu. Bécquer sabe, como pocos de sus contemporáneos, penetrar con sus escritos en las profundidades del alma humana, del alma española. Hasta tal punto, que Luis Rosales ha dicho de su obra lo siguiente: “No hay español que no sea “hechura suya”, que no le deba, en cierto modo, alguna parte de su corazón. No hay español que no haya recreado, en él, su intimidad. No hay español que no recite de memoria alguna de sus rimas”.

En las rimas se encuentran los inevitables temas frívolos a los que está obligado todo poeta. Pero aun en estos temas hay una melodiosa comunicación espiritual. Como en la número 23, tan celebrada:

Por una mirada, un mundo;

Por una sonrisa, un cielo;

Por un beso…¡Yo no sé

qué te diera por un beso!

A esta misma inspiración melódica y sentimental, en la línea de la más pura fantasía amorosa, pertenece otra de sus rimas que ha sido cantada y contada por todos los amantes familiarizados con la obra del poeta sevillano. La número 24:

¿Qué es poesía?, dices mientras clavas

en mi pupila tu pupila azul.

¿Qué es poesía? ¿Y tú me lo preguntas?

Poesía…eres tú.

El amor, cosa lógica, es una constante en las rimas de Bécquer. Amor “soñado o vivido en el deseo, suspirado en voz baja como un secreto entre dos, fruto agridulce de una inspiración viril y casta a la vez”. Amor que encuentra su plena realización, su goce total en el momento mismo del encuentro. Como en la rima número 58:

¿Quieres que conservemos una dulce

memoria de este amor?

Pues amémonos hoy mucho, y mañana

digámonos ¡adiós!

Pero las rimas de Bécquer, 76 poemas breves en total, más unos cuantos que fueron recogidos y añadidos después de su muerte, no están limitados al verso, a la mujer y al amor. Guillermo Díaz Plaja nos dice que “estas breves composiciones están completamente orientadas hacia la interioridad del poeta”. Y Bécquer, en opinión de Julio Nombela, que fue uno de sus mejores amigos, no era frívolo en absoluto y vivió su corta vida preocupado por los grandes temas del espíritu. “Siempre fue serio –dice Nombela-. No rechazaba la broma, pero la esquivaba. Nunca le vi reír; sonreír siempre, hasta cuando sufría. Tampoco le vi llorar; lloraba hacia dentro”.

Con esta calidad humana no sorprende encontrar en las rimas del poeta abundantes temas de meditación metafísica. El sentimiento fatalista del mal que Ie rodea Ie persigue y Ie aprisiona está expresado en la rima numero 40:

Mi vida es un erial;

flor que toco se deshoja;

que en mi camino fatal,

alguien va sembrando el mal

para que yo Io recoja.

Las dos eternas preguntas del alma humana, ¿de dónde vengo? y ¿adónde voy?, están presentes en la rima número 55. Los interrogantes quedan sin respuesta en la poesía becqueriana. EI cielo del poeta es negro, sin nubes y sin luz, sin vida ni esperanza. Las Iíneas finales de esta rima son un canto a la nada, la lúgubre nada de las almas sin luz:

En donde esté una piedra solitaria

sin inscripción alguna,

donde habite el olvido,

allí estará mi tumba.

Pero este sentimiento no es definitivo en el alma del poeta. En la tum­ba solitaria no puede acabar la más grande creación de Dios: el hombre. Otro poeta viejo, molido por el sufrimiento como Bécquer, castigado sin causa aparente por la vida, como Bécquer, se interrogaba también sobre «Ia otra orilla». «Si el hombre muriere, ¿volverá a vivir?», se preguntaba Job, el patriarca de la paciencia. Y Bécquer, en una de sus más hermosas rimas, la número 73, tal vez la más larga, donde canta a la soledad de los muertos, se pregunta igualmente:

¿ Vuelve el polvo al polvo?

¿ Vuelve el alma al cielo?

¿ Todo es vil materia,

podredumbre y cieno?

;No sé; pero hay algo

que explicar no puedo,

que al par nos infunde

repugnancia y duelo

al dejar tan tristes,

tan solos, los muertos!

Esta incertidumbre ante el destino final de los muertos se convertía para el poeta en tortura cuando consideraba Ia brevedad de la vida, que a él, particularmente, sólo Ie concedió treinta y cuatro años de existencia. No esperaba el poeta morir tan joven cuando cantó a la fugacidad de la vida humana en dos de sus rimas. Dice en una de ellas, añadida a la colección después de su muerte:

Es un sueño La vida,

pero un sueño febril que dura un punto;

cuando de él se despierta,

se ve que todo es vanidad y humo ...

Y en la que lleva el número 69:

Al brillar un relámpago nacemos,

Y aún dura su fulgor cuando morimos.

¡Tan corto es el vivir!

La gloria y el amor tras que corremos,

Sombra de un sueño son que perseguimos.

¡Despertar es morir!.

¡Morir! “La idea de la muerte –dice Guillermo Díaz Plaja- asoma con frecuencia a sus meditaciones”. Cuando Bécquer tiene veintidós años y está por terminar el período de su residencia en Sevilla, escribe: “No sé si a todos les habrá pasado igualmente; pero a mí me ha sucedido con bastante frecuencia preocuparme en ciertos momentos con la idea de la muerte y pensar largo rato y concebir deseos de formular votos acerca de la destinación futura, no sólo de mi espíritu, sino de mis despojos mortales…”.

¿Esperaba Bécquer otra vida tras la muerte? ¿Creía en ella? ¿Creía en Dios? Sus biógrafos no nos ayudan mucho en el esclarecimiento de estos interrogantes. De él mismo tenemos su famosa rima número 17:

Hoy la tierra y los cielos me sonríen;

hoy llega al fondo de mi alma el sol;

hoy la he visto… la he visto y me ha mirado…

¡Hoy creo en Dios!

Pero esta era, como se ve, una creencia poética. Fe en ese Dios que vive tan sólo en el mundo de los poetas. Un Dios irreal, impersonal, imagen evocadora más que Señor y Padre. En la rima número 50 parece diferenciar Bécquer entre el ídolo mudo, obra del mismo hombre que lo adora, y el Dios Espíritu. Dice:

Lo que el salvaje que con torpe mano

hace de un tronco a su capricho un dios ,

y luego ante su forma se arrodilla,

eso hicimos tú y yo.

Dimos formas reales a un fantasma,

de la mente ridícula invención,

y hecho el ídolo ya, sacrificamos,

en su altar nuestro amor.

El pensamiento religioso de Bécquer, sin embargo, hay que estudiarlo en sus famosas LEYENDAS más que en las rimas. Casi todas ellas están dominadas por la temática religiosa. Destacan, en especial, TRES FECHAS, EL BESO, LA CREACIÓN, LA AJORCA DE ORO, EL CRISTO DE LA CALAVERA, LA ROSA DE PASIÓN. LA CRUZ DEL DIABLO, CREED EN DIOS, MAESE PÉREZ, EL MONTE DE LAS ANIMAS Y MISERERE, la más impresionante de todas. Es en esta serie de leyendas que sería preciso estudiar por separado, donde el poeta afirma su dimensión religiosa. Y es, a través de ellas, donde Bécquer más ahonda en el alma, que, en la mayoría de los individuos, se mueve, al igual que ocurría con el poeta de Sevilla, entre la afirmación y la negación, entre el creer por momentos y renunciar a la fe durante peligrosos espacios de tiempo. Y sin fe, dice la Biblia, es imposible agradar a Dios.

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