Dios con nosotros (I)

La existencia histórica de Dios alcanza su cumbre en ese “Dios con nosotros”, de Mateo. El Dios eterno asume de manera misteriosa naturaleza humana y la une a sí mismo en una unidad personal. Este gran misterio se denomina en teología unión hipostática de lo divino y lo humano.

22 DE DICIEMBRE DE 2017 · 21:00

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Uno de los libros modernos sobre la existencia de Dios que más me ha impactado es el que lleva por título “¿Existe Dios?”, del jesuita suizo Hans Küng. Con una profunda formación filosófico-teológica, Küng, está considerado como el teólogo católico más crítico con el Vaticano. Escribe más en evangélico que en católico. No sé qué hace dentro de la disciplina vaticana un hombre que no cree en la infalibilidad del Papa y cree en muy pocos de los muchos dogmas de su Iglesia.

Pensando en la revelación del ángel a José: “Una virgen concebirá y dará a luz un hijo, y llamarás su nombre Emanuel, que traducido es: Dios con nosotros” (Mateo 1:23), Hans Küng dice que “la encarnación de Dios en Jesús significa que la palabra y la voluntad de Dios han tomado forma humana en todos los discursos de Jesús, en toda su predicación, comportamiento y destino: en todas sus palabras y obras, en sus sufrimientos y muerte, en su persona entera, Jesús anunció, manifestó y reveló la palabra y la voluntad de Dios”.

Este es el mensaje central de la Navidad. Lo demás es ornamentación, aderezo, mitos de oropeles, leyendas decorativas, acicalamiento del Evangelio.

Con el nacimiento de Jesús –poco importan la fecha, el lugar y las circunstancias- Dios irrumpe en la historia de la humanidad dándosenos totalmente en Cristo.

Al interpretar la profecía de Isaías 7:10-16, Mateo escribe la frase más honda y penetrante que hay en el Nuevo Testamento. El misterio más inagotable, inescrutable e insondable de la fe cristiana. La encarnación aparece en todos los aspectos como una obra sobrenatural, extraordinaria, de Dios.

Desde su perspectiva atea y nihilista, Nietzsche se fija en que a José se le ordena imponer al niño el nombre de Emanuel, pero dos versículos más abajo se “le puso por nombre Jesús” (Mateo 1:25). No existe contradicción alguna. El nombre de Jesús es su nombre propio y personal.

Emanuel es el nombre profético. Indica lo que significará para los seres humanos desde entonces hasta el final de los tiempos: Dios con nosotros. O, como dice a este propósito San Jerónimo, “significan lo mismo Jesús que Emanuel, no al oído, sino al sentido”.

Dios estaba con el pueblo hebreo espiritualmente. Pero ese no es nuestro caso. Dios está ahora con nosotros porque el Verbo se hizo carne (Juan 1:14), porque comunicó con nuestra carne y sangre (Hebreos 2:14).

Juan dice carne con referencia a hombre. El Verbo se hizo hombre, esto es, humano. Después de la encarnación, el Hijo quedó verdadero hombre sin dejar de ser Dios. Hombre con verdadero cuerpo y verdadera alma, poseedor de dos naturalezas, divina y humana, y por consiguiente de dos voluntades, una divina  otra humana. Explicaba San Agustín en este punto que “el Verbo de Dios se hizo carne tomándola para manifestarse a los sentidos de los hombres”.

¿Fue necesario?

Absolutamente. Si Él no se hubiese hecho Hijo del Hombre, nosotros no hubiéramos podido hacernos hijos de Dios.

Otra cosa es segura: Desde la primera Navidad, desde la encarnación, desde Jesús, se puso de manifiesto quién es Dios y podemos entender a Dios de forma distinta. Dios reveló su rostro. Jesús interpretó a Dios. De tal manera los dos son uno, que es imposible hablar de Jesús sin hablar de Dios; y resulta difícil hablar del Dios Padre sin hablar de Jesús, Hijo. La postura que adoptemos ante Jesús determinará la actitud que tomemos ante Dios.

Pascal, el gran matemático, físico, filósofo, teólogo y místico francés del siglo XVII, estuvo obsesionado por la idea del Dios escondido. Pascal era gran lector de las Escrituras. En carta a la señorita Rosanna, le dice: “Si Dios se descubriera continuamente a los hombres, no habría mérito alguno en creerle; y si no se descubriera nunca, habría poca fe”.

Dicho esto, evoca al Dios con nosotros y añade: “Dios ha permanecido escondido bajo el velo de la naturaleza hasta la encarnación”. Pero también en la encarnación persiste la impenetrabilidad: “Era mucho más reconocible cuando era invisible que cuando se hizo visible”. Karl Barth era de la misma opinión: “Todo verdadero conocimiento de Dios comienza por el reconocimiento del hecho de que está escondido”-

En Jesús, Dios se descubre y se esconde. Dios estaba en Cristo reconciliando al mundo, escribe San Pablo. Estaba dentro de Cristo, escondido en Cristo, pero al propio tiempo revelado en Cristo, manifestando en Cristo su poder, su gracia, su gloria. Como lo presenta San Pablo en Colosenses 2:9, en Cristo habitaba corporalmente, es decir, en el cuerpo propio de Cristo, la plenitud de la Deidad. Estas palabras desatan la totalidad de las perfecciones y atributos que nuestro entendimiento descubre en Dios.

La existencia histórica de Dios alcanza su cumbre en ese “Dios con nosotros”, de San Mateo. El Dios eterno asume de una manera misteriosa una naturaleza humana y la une a sí mismo en una unidad personal. A este gran misterio se le denomina en teología unión hipostática de lo divino y lo humano.

¿Lo entendemos?

¿Es capaz nuestra razón de asumir la enormidad irracional del hecho?

¿Cabe el misterio en los breves depósitos de nuestra fe, siempre débil, siempre tambaleante?

Aunque sea de escasos quilates, la fe es imprescindible para que nuestro intelecto y nuestro sentimiento acepten el misterio de Dios que se hace hombre. Porque, entre otras consecuencias, zanja definitivamente el problema de la existencia de Dios.

Si Dios encarna en figura humana hay que dar por hecho que Dios existe.

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