La fecha del nacimiento de Cristo

Más que la fecha importa el hecho. Y nacer, es evidente que nació.

13 DE DICIEMBRE DE 2017 · 10:49

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Señor director de Protestante Digital, don Pedro Tarquis. Ya hemos vivido medio mes de diciembre. Nos acercamos a la Navidad. Voy a escribir tres artículos sobre el tema para usted. Nada nuevo. Lo de todos los años. Pero un año es diferente a otro.

Este es el primero. Aquí discurro sobre la fecha de la Navidad.

Nadie puede dudar inteligentemente de la realidad histórica de Jesús. El Hijo de Dios vino al mundo donde dice la Biblia, en un pesebre de la pequeña Belén. Así lo atestiguan los evangelistas. E independientemente de estas fuentes inspiradas tenemos otros documentos extra-bíblicos que también lo confirman. Justino, quien murió el año 165, en su primera Apología dice que hacía 150 años que había nacido Jesucristo en una cueva cercana a la aldea de Belén y que él había conocido los arados hechos por el carpintero de Nazaret. Y Orígenes, en el siglo III, añadía: “Se muestra en Belén la cueva donde nació Jesús. El hecho es público en todo el país.  Los paganos mismos saben que en esta gruta nació un cierto Jesús adorado de los nazarenos”.

La fecha del nacimiento de Cristo está ligada a los “días del rey Herodes” (Mateo 2:1) y al edicto de Augusto César (Lucas 2:1-2). No parece simple casualidad que las dos figuras más grandes de la Historia, Jesús y Augusto, aparecieran en la misma época. Escritores de todos los tiempos han reflexionado sobre ello.

El año exacto de su nacimiento oscila entre el 745 y el 750 de la fundación de Roma. La era cristiana va atrasada por lo menos en cinco años respecto al nacimiento del Salvador. Contando a partir del año justo de su nacimiento, deberíamos estar por lo menos en 2022 y no en 2017. Así lo reconoce la misma Iglesia católica. El sacerdote Venancio Marcos, ya fallecido, en sus charlas dominicales a través de Radio Nacional de España, decía el 4 de enero de 1953: “El calendario está equivocado; el calendario actual lo ideó, a mediados del siglo VI, un presbítero romano, de origen escita, llamado Dionisio el Pequeño por su poca estatura, y cometió varios errores: el primero, el de hacer comenzar el año el día 1 de enero y no el 25 de diciembre, fecha en que, según tradición, nació el Redentor, y el segundo, el de situar el nacimiento, por un error evidente de cálculo, unos años más tarde del verdadero. ¿Cuál es el verdadero? Pues no se ha podido saber con exactitud. Se han seguido varias pistas: la de la muerte de Herodes, la del empadronamiento de Quirino y la de la aparición de la estrella, y no se ha podido sacar en limpio nada preciso; lo único que ha quedado claro es que Jesús nació entre siete y cinco años antes del año computado por Dionisio el Pequeño”.

Venancio Marcos está en lo cierto. Y también lo está al decir que la fecha del 25 de diciembre como aniversario del nacimiento del Salvador nos ha sido legada por la tradición. La Biblia guarda un silencio absoluto al respecto. La Virgen María, que conocía la fecha exacta y que se la pudo haber contado a los evangelistas, no lo hizo. Y si lo hizo, los escritores sagrados no quisieron consignarla en las páginas de los Evangelios, para que no viviésemos pendientes de un aniversario. Cristo debe nacer en nosotros con cada amanecer del sol. Se ha señalado el 29 de septiembre y también el 2 de abril como fechas posibles de su nacimiento. Pero nada se sabe en concreto. La Iglesia de Oriente solía celebrarla el 6 de enero, el día en que la Iglesia católica conmemora la festividad de los Reyes Magos.

Los que rechazan el 25 de diciembre como fecha del nacimiento de Cristo aducen dos razones principales: la vigilia de los pastores y el empadronamiento ordenado por Augusto César.

Aunque el clima de Palestina no es de los más crudos, las noches de diciembre a febrero suelen ser frías. Lucas dice que en la noche del nacimiento “había pastores en la misma tierra, que velaban y guardaban las vigilias de la noche sobre su ganado” (Lucas 2:8) Hoy se sabe que los pastores de Judea no velaban el ganado a campo abierto por las noches más allá de octubre. El frio lo impedía. Un 25 de diciembre no podían estar en las montañas cuidando el ganado a la media noche.

El mismo argumento es aplicable al empadronamiento ordenado por Augusto César. Dice Lucas que “iban todos para ser empadronados, cada uno a su ciudad” (Lucas 2:3). Este movimiento masivo de personas debe hacernos pensar en los medios de transporte con que contaban los judíos en aquel entonces. El traslado de una ciudad a otra tenía que hacerse principalmente en animales de carga. Jennings, en su “Antigüedades Judías” y otros autores tales como Barnes, Doddrige, Scaliger, etc., insisten en que semejante orden de empadronamiento no pudo haberse dado en pleno invierno. Imaginemos las caravanas de hombres, mujeres, niños y ancianos cruzando a lomo de asnos, camellos o mulas las montañas de Palestina, los caminos rústicos abiertos en la maleza, y ello en pleno invierno, bajo el agua y el frío. Este traslado no pudo haberse ordenado en un mes de diciembre. El mismo Señor pone de relieve la crudeza del invierno en Palestina cuando  dice: “Orad…que vuestra huida no sea en invierno…” (Mateo 24:20).

¿De dónde viene entonces la costumbre de celebrar el 25 de diciembre? El origen pagano de la Navidad está fuera de toda duda. La mitología egipcia dice que Horo, el hijo de la diosa Isis, nació un 25 de diciembre. Una tribu de la antigua Arabia, que solía adorar la luna, no el sol, como símbolo de la divinidad, celebraba también el 25 de diciembre como “día del nacimiento del Señor”.  El entendido en mitología universal sabe que eran muchos los pueblos y tribus de la antigüedad pagana que solían celebrar  festividades religiosas importantes en los últimos días de diciembre.

Así ocurría en la Roma del paganismo. En los últimos días de diciembre se solía tributar grandes solemnidades religiosas a Saturno, esposo de Cibeles. El Dr. J. F. Rodríguez, especialista en temas de la Navidad, ha descrito estas solemnidades en su libro “El Privilegio de Llorar”. Durante una semana entera amos y esclavos convivían juntos y no había tuyo ni mío. La alegría lo inundaba todo. Los cristianos aprovechaban estos días de fiesta, que culminaban precisamente el 25 de diciembre, para reunirse y adorar con libertad al Hijo de Dios, mientras los paganos estaban en sus orgías. Lo hacían por la oportunidad que les deparaba la festividad pagana del día y no porque creyeran que Jesús nació el 25 de diciembre. Más tarde, cuando el Cristianismo vino a ser la religión oficial del Imperio Romano, la cristiandad de Occidente adoptó definitivamente el 25 de diciembre como conmemoración del nacimiento de Cristo, y así hasta hoy. Pero todo ello sin base bíblica, antes todo lo contrario.

Dejemos a un lado, ahora, todo lo relativo a fechas y datos. Jesucristo no nació a la media noche del 24 al 25 de diciembre. Pero si se quiere celebrar en esos días la conmemoración de su nacimiento, al menos se ha de compenetrar uno con el verdadero espíritu de la Navidad. Acostumbrados a pervertirlo todo, hemos hecho de la Navidad un acontecimiento puramente material en el que el principal motivo, y casi el único, suele ser la bebida y la comida, el ambiente frívolo y el enloquecimiento de las mentes al ruido de las castañuelas y las panderetas, el embrutecimiento de la conciencia y la muerte del alma.

El espíritu de la Navidad no puede ser ese. No debe serlo. A eso lo hemos reducido nosotros, pero nos hemos engañado, hemos traicionado nuestras propias almas, hemos defraudado nuestras convicciones. Ya no hay cristianos en la Navidad. No hay seres que se reconcentran en sí mismos, que oran, que alaban, que agradecen, que aman y que meditan. No. Hay hombres y mujeres que derrochan, que trasnochan, que gritan como exaltados, que jalean como si tuvieran una central eléctrica en sus cuerpos, que bailan hasta entontecer como si corrieran por su sangre centenares de tarántulas.

La Navidad tiene que ser otra cosa. Sin castañuelas. Sin turrones ni polvorones. Sin pollos ni comidas especiales. Sin visitas molestas a los amigos ni escándalos por las calles. Sin vino y sin licores. Sin estimulantes carnales ni provocaciones al alma. Nada de bebidas. Nada de perder el entendimiento. Que nadie grite villancicos monótonos y vacíos. Que no se hable del Niño entre los ardores del estómago. Que se olvide el pesebre al vomitar los atracones. Que no se llenen a la media noche los templos de seres tambaleantes ni se contagie la atmósfera con el vaho irrespirable de hombres y de mujeres con el alma chorreándoles alcohol. Que se quite todo el mundo la careta. Que cada cual aparezca como es. Que no se engañe al vecino. Si se quiere comer, beber y degradarse un par de días al año, que se haga, pero que se deje en paz a Dios.

Después de todo, qué más da si Jesús nació un 25 de diciembre, un 29 de septiembre, un 2 de abril o un 6 de enero. Más que la fecha importa el hecho. Y nacer, es evidente que nació. Nació, creció, vivió, murió, resucitó, ascendió y sigue viviendo. Y también sigue naciendo. Porque su vocación es nacer. Nacer todos los días, todas las noches, a cada instante en nosotros. Más que nacer renacer, encarnarse por el Espíritu Santo en nuestros corazones de piedra y hacernos renacer también a la vida de Dios.

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