La eterna sensación de estar perdidos

La promesa no es la seguridad material, sino la seguridad de la fidelidad de Dios.

20 DE NOVIEMBRE DE 2017 · 15:31

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Tu amor es mejor que la vida.

Salmo 63:3, NVI

No, no fue la crisis. A los de mi generación para abajo (a los que nos llaman millennials como si fuera un insulto) nos educaron para vivir en un mundo que ya no existe. Nos dijeron que la vida consistía en cosas a las que ya no tenemos acceso. Lo peor es que hay un choque generacional tan grande que la constante (la gran pena) es habernos tenido que acostumbrar a escuchar de las generaciones previas que todo esto es culpa nuestra: a los mayores la vida les funciona; si a nosotros no, es porque algo malo tenemos que estar haciendo. No exagero. Estoy escribiendo este artículo hoy precisamente para poder yo procesar y entender todo esto y, en la medida de lo posible, ponerlo a la luz de la Biblia y poder dejar espacio al perdón.

Porque me siento mal. De repente me he dado cuenta de que toda esa presión, ese agobio, estaban velados bajo la cotidianidad y me estaban afectando. Y yo respondía a esa provocación sintiéndome culpable. Y no es una culpabilidad divina, esa reprimenda del Espíritu que vive en nosotros guiándonos hacia la verdad y el bien; no: es una culpabilidad falsa, diabólica, de las que esclavizan. De esas hay que huir como de la peste, porque acabas creyendo y haciendo cosas que no honran a Dios.

El otro día, hablando con una amiga, nos dimos cuenta de que a nuestra edad no tenemos ninguna oportunidad de cotizar los años que dicen que hacen falta para poder tener derecho a una pensión. Casi nos hizo gracia, pero lo hablamos con aceptación: no es que no hayamos querido trabajar, es que no había trabajo. No lo ha habido durante más de una década. No para nosotros.

Tengo un gran monto de mis amigos emigrados. Todos ellos son gente muy válida con carreras profesionales, a quienes antes de decidir marcharse se les insistió en que eran unos niños mimados, unos blandengues, por querer vivir de lo suyo y no adaptarse al trabajo que hubiera disponible. Y, lo que es peor: algunos de ellos están en otros países haciendo mejores las sociedades en la que viven. Algo que aquí se les negó de malas maneras y con insultos velados. Los insultos provenían de contratos de eternos becarios con sueldos que no superaban el umbral de la pobreza y sin derecho a seguridad social. De contratos de prácticas, o de suplencias, donde más de la mitad del sueldo lo cobraban en negro. De encadenar durante años contratos temporales de una semana, o varios días. De jornadas de entre ocho y diez horas al mes sobre el papel que se convertían mágicamente en jornadas completas en la práctica. “Y da gracias que estás trabajando de lo tuyo”, les decían.

La precariedad a la que nos hemos visto arrojados la gente de nuestra generación nos ha provocado una eterna sensación de estar perdidos y ha chocado en primera persona con la aparente estabilidad de la generación previa. A esto hay que sumarle la otra miríada de problemas: la brecha entre ricos y pobres (cada vez mayor), la corrupción endémica del sistema, los viejos vicios políticos. Y esto, no me malinterpretéis, no es un problema para los más jóvenes: no, también es un problema para los mayores. Y un problema enorme a la luz de la Biblia.

Antes, cuando crecías y te hacías adulto, conseguías un trabajo, y el trabajo te facilitaba una casa, y la casa, poder tener una familia, y tu seguridad social, y todo estaba bien. De hecho, en lo espiritual, toda esa generación que pertenecía a la iglesia entendió que la abundancia de la clase media, esa casa, ese trabajo, esa estabilidad, eran prueba de la bendición de Dios. Nunca tuvieron que verlo desde otra perspectiva, porque la vida era eso. Entiendo que ahora se sientan desubicados y temerosos frente al mundo al que vivimos los de la siguiente generación: el de los trabajos temporales, el de la precariedad, el de la vivienda inaccesible, el de la ausencia de ninguna garantía o red de seguridad. Desde su cosmovisión, eso solo puede ser prueba de que Dios les está abandonando. Se intentan poner en nuestra situación y entran en pánico y, a veces, es cierto, reaccionan de mala manera, irracional, atacándonos a nosotros, que somos las víctimas, como si fuéramos los culpables. Esta generación más joven no es buena ni santa, no obstante, porque ninguna lo ha sido. Y eso quiere decir que, del mismo modo que el mal recorre las ideas y las vidas de los más jóvenes, también ese mismo mal, esa misma corrupción, ese mismo pecado, recorre las vidas y las ideas de los mayores. Aunque ellos crean que no, que todo está bien.

Sé que estoy generalizando un poco, pero es para que se me entienda, porque es denso de explicar. 

No sé cuántas veces a lo largo de mi vida he tenido que escuchar la amenaza de que quizá las cosas me iban mal porque estaba desobedeciendo a Dios. Sé que comparto esta experiencia con muchos de lo que me están leyendo ahora. Es una constante. Sin embargo, ahora sé que lo más sabio delante de Dios es huir de esa idea en cuanto se presente. Es una cosmovisión occidental secular disfrazada de beatitud cristiana: la Biblia insiste, una y otra vez, en que el que sigue el camino de Dios va a sufrir. La senda es estrecha, hay que tomar la cruz, en el mundo tendremos aflicción, etc. Sin embargo, esta generación insiste en que todo nuestro sufrimiento es muestra del abandono de Dios porque no estamos haciendo las cosas bien. Que quien hace todo bien no tiene por qué sufrir. Y eso es una flagrante mentira. Y tenemos a toda una generación de jóvenes cristianos que aman a Dios y, sin embargo, están pasando su primera adultez con la eterna duda de que, a pesar de que aman a Dios y quieren servirle, quizá le estén ofendiendo de un modo escurridizo porque no dejan de sufrir, y no por nimiedades, sino por cosas serias. Y, de repente, ese Dios que se supone de amor y paz, de poder, el soberano del universo ante quien todas cosas están sujetas, se convierte, en boca y ojos de esta generación mayor, en un Dios pasivo-agresivo, huraño, callado y quejica. Ya hay muchos textos, libros, artículos y sermones criticando a los millennials y su fe: prácticamente todos. Permitidme que escriba yo uno diciéndole a los de las generaciones anteriores que, si se sienten tentados a marchar confiadamente por ese camino del reproche y la recriminación, también se están equivocando de lleno, dejando al verdadero Dios de lado.

Hay cosas detrás de todo esto que están ocurriendo delante de nuestras narices y nos hablan de la verdad del evangelio. Debemos pararnos a verlas. Quizá realmente la prueba del amor de Dios en las generaciones anteriores fue la capacidad de crear una vida estable dentro del bienestar material. Yo sí creo que Dios les bendijo así. Pero el mundo ha cambiado. Ahora, a la gente de nuestra generación, Dios nos está desafiando a ir más allá de esa creencia y confiar en su provisión, en su bondad y providencia a pesar de que no tengamos ninguna seguridad económica ni ahora ni en el futuro. A los que aceptamos ese modo de vida, de repente las promesas reales del evangelio se nos abren ante nuestros ojos mostrándonos todo su poder y belleza. Quizá a los de la generación anterior les ocurrió de otra manera. Eso no significa que sea malo. Sé que, aunque ahora mismo no parezca que vayamos a poder sobrevivir dentro de 30, 40 o 50 años cuando tengamos que jubilarnos y no tengamos pensión, el Señor nos hará llegar allí con esperanza, porque esa es la promesa: no la seguridad material, sino la seguridad de la fidelidad de Dios.

Me gustaría poder decirles a los de generaciones anteriores que, sobre todo, entiendan esto y dejen de culparnos a los jóvenes. Que dejen de acusarnos de ser unos fracasados porque no tenemos acceso a su clase de vida. Que dejen de meternos miedo cuando decidimos confiar nuestro sustento a Dios. En todos estos años, él nunca nos ha fallado, y puedo dar fe de eso. Sé que quizá parezca una acusación injusta, pero hablo con conocimiento de causa. Quizá ellos mismos no se den cuenta de toda esta corriente interna de miedo e inseguridad que se convierte en recriminación; aún creen que nos están haciendo un favor, o “diciéndonos la verdad”. Si piensan que deben hacerlo, que consideren esto primero, miren a ver si es justo, y pidan dirección a Dios antes de decir nada.

Quiero decirles a los de esta generación mayor que Dios también les está usando: quizá sean la última generación que pueda disfrutar de tener su pensión asegurada; quizá deberían salir de la burbuja de la comodidad propia y dejar de actuar como si Dios se lo debiese, para aceptar la oportunidad que Dios les está dando, a cambio, de ser generosos y activos en misericordia con el bien que han recibido. Quizá en el plan de Dios eso sea absolutamente necesario, y por eso a ellos les dio esta estabilidad.

Y a los más jóvenes nos diría que, si confiamos en Cristo, dejemos de sentirnos de una vez perdidos junto con el resto de nuestra generación: nosotros somos los que llevamos encima toda la esperanza, toda la vida y la luz de Cristo. Abandonemos el miedo, los viejos prejuicios y esquemas. Si todo ha cambiado, pues bienvenido sea el cambio. Si hemos de ser exploradores de un nuevo mundo, hagámoslo con la fuerza que Dios pone en nosotros. Aun en medio de toda la adversidad, el que está en nosotros es mayor que el que está en el mundo. No es posible no tener esperanza frente a eso.

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