‘Mindhunter’ o la mente del mal

Muchas veces bien y mal coexisten en el mismo entorno que nosotros, pero sabemos distinguirlos del mismo modo que sabemos distinguir la sal del azúcar, aunque tengan la misma apariencia.

03 DE NOVIEMBRE DE 2017 · 15:05

Cameron Briton como Ed Kemper, en Mindhunter. ,
Cameron Briton como Ed Kemper, en Mindhunter.

Puede que hoy estemos muy acostumbrados al término, pero hasta los años 80 nadie había oído hablar de los asesinos en serie. Tampoco se habían planteado que hubiera alguien que pudiera matar a otras personas sin que necesariamente hubiera una relación previa entre ellos. Oficialmente, los asesinos al azar no existían, pero desde hacía unos cuantos años se estaban empezando a suceder casos en Estados Unidos que desconcertaban a las autoridades y planteaban muchas dudas para las fuerzas de seguridad. Con esta clase de asesinatos ya no servían los viejos métodos de investigación, y la lentitud de los policías permitía que estos asesinos acumularan cadáveres a sus espaldas casi con impunidad.

Como en toda época de transición, el FBI se alejaba cada vez más de su naturaleza primigenia enfocada a la acción, y evolucionaba hacia un servicio de investigación y de inteligencia tal y como lo conocemos hoy. En ese proceso se abrió un hueco en el que a agentes como John E. Douglas se les permitió estudiar esta nueva clase de criminalidad desde un punto de vista científico y psicológico: viajaron por todo Estados Unidos entrevistando y estudiando a los asesinos más sangrientos, y fueron los primeros en hablar de asesinatos en serie, asesinos en masa, y de establecer toda una clasificación que ayudaría a la creación de los perfiles criminales y al avance de la criminología tal y como la entendemos hoy.

Toda esta historia, basada en el libro que Douglas escribió años después, la cuenta una nueva serie, de la mano de David Fincher, estrenada en Netflix este mes de octubre pasado: Mindhunter. Sus protagonistas son ficticios, aunque están basados en los personajes históricos reales, y la serie tiene el acogedor toque de Fincher que todos los que le apreciamos conocemos bien. Desde el punto de vista visual, la serie es una maravilla. No destaca (a la manera de Stranger Things, por ejemplo) por la abundancia ni el recargamiento visual, sino que sabe trasladar a la perfección el mundo de aluminio y líneas rectas que fue el Estados Unidos de la época posthippie. Esta ligereza en lo visual se utiliza adrede para centrarse en lo que la serie es realmente prodigiosa: en el desarrollo de los personajes.

A diferencia de otras series modernas, Mindhunter se parece más a las clásicas películas de abogados en las que la acción queda empañada por la palabra. Aunque hay acción, casi toda la serie gira en torno a los escenarios austeros de las cárceles donde los dos agentes entrevistan a los asesinos, al tétrico centro de operaciones del sótano del edificio del FBI de Quántico donde trabajan y los grandes espacios abiertos de ese Estados Unidos que viraba incómodamente hacia la modernidad. La historia se narra sin aspavientos ni grandes giros dramáticos, presentando al espectador con constancia y meticulosidad las vidas de los personajes y cómo toda su experiencia se va entretejiendo con las diferentes tramas. Ninguno de ellos es accesorio o prescindible. La interpretación de Cameron Britton como Ed Kemper, para mí, es antológica, y probablemente una de las razones por la cuales dentro de algún tiempo me vuelva a apetecer revisitar la serie.

Y detrás de todo esto, según vas avanzando, capítulo a capítulo, lo que se te queda es la reflexión que se realiza no solo acerca de la naturaleza del mal, sino de nuestra propia relación con ese mal. Uno de los agentes del FBI, Holden Ford, parece que juega constantemente en el límite en el que su moralidad no se diferencia demasiado de la que supuestamente tienen los asesinos a los que investiga. Eso molesta especialmente a una clase dirigente (del FBI y de otras instituciones) que, aunque aceptan los cambios sociales de los recién estrenados derechos civiles, junto con otras libertades, aún consideran el problema del mal desde una perspectiva demasiado puritana. A Ford y Tench, los dos agentes encargados de la investigación en la Unidad de Análisis de la Conducta del FBI, se les concede esa libertad para ir a entrevistar a los asesinos, pero durante toda la serie persiste la tensión entre ellos. La parte más antigua, el viejo mundo, que simboliza Tench, aún cree en la maldad innata del hombre, en que hay quienes, sencillamente, se dejan seducir por ese mal que coexiste con la raza humana desde la Caída. Para Ford, que representa ese nuevo mundo hacia el que todo se deriva irremediablemente, todos esos conceptos carecen de fuerza y de razones. Ford no entiende esa obsesión con el mal arcaico, y se deja convencer demasiado a menudo por la mera idea de que lo que muchos consideran mal no es más que una desafortunada mezcla de circunstancias. Y ninguno de los dos termina de tener razón. Porque, aunque Ford insiste en que, una vez desarrollado su método deductivo, el mal podrá incluso llegar a evitarse (si se previenen todos los factores que los asesinos comparten), Tench, junto con Wendy, la doctora en psicología que finalmente trabaja con ellos en la elaboración de la investigación, se inclinan más a pensar que, a pesar de todo, lo decisivo para que una persona de las características de sus asesinos cometa actos tan atroces no reside en la naturaleza de sus circunstancias, ni en que estas les hayan obligado a actuar así, sino en el único punto de inflexión de su voluntad.

Como Génesis nos explica, se nos otorgó el distinguir entre el bien y el mal y ni siquiera el haber muerto espiritualmente y estar lejos de Dios ha conseguido arrancarnos esa capacidad. Muchas veces bien y mal coexisten en el mismo entorno que nosotros, pero sabemos distinguirlos del mismo modo que sabemos distinguir la sal del azúcar, aunque tengan la misma apariencia. Todo lo demás, caer hacia un lado o hacia el otro, no es más que una cuestión de cuál será nuestra voluntad.

Mindhunter, con su delicado uso de los personajes, de los silencios, los espacios y la narración pausada, consigue introducirnos en el viejo dilema: que, en realidad, no nos diferenciamos tanto de los peores asesinos. Que, en determinadas circunstancias, todos tenemos en el corazón la misma capacidad (y la misma tendencia) hacia el mal. Y esa es una reflexión muy necesaria en el mundo en el que vivimos.

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