Al borde del abismo

Debemos, en esta hora crítica, presentarnos ante el trono del Rey de reyes y Señor de señores para implorarle que tenga misericordia de nosotros.

28 DE SEPTIEMBRE DE 2017 · 08:16

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Habiendo llegado al punto en el que nos encontramos en España en estos momentos, en el que cualquier cosa puede pasar, y habida cuenta de la historia de enfrentamientos civiles que tenemos a nuestras espaldas, hay un recurso que los cristianos tenemos y que puede ser decisivo para que los amenazantes nubarrones se despejen o al menos se queden solamente en amenazantes.

Un pueblo que estuvo hasta en tres ocasiones al borde del abismo colectivo en el lapso de unos pocos años, fue salvado las tres veces, pese a su propio fracaso, por ese poderoso recurso.

La primera ocasión crítica fue cuando vulneraron en su primer mandato aquella ley con la que previamente se habían comprometido. El pacto ratificado entre las dos partes suponía la observancia de cada uno de los artículos que lo componían, bajo severas penas en caso de transgresión. El pacto contenía derechos y deberes a partes iguales, porque, en realidad, en los deberes estaban incluidos los derechos y en los derechos los deberes. No había manera de separar lo uno de lo otro. Era un equilibrio entre responsabilidad y libertad.

Sin embargo, aquel pueblo se tomó la interpretación de los términos del pacto según su propio entendimiento, olvidando que la otra parte signataria del pacto debía ser tenida en cuenta y respetada. Para ello se hicieron, según su imaginación, una fabricación pervertida de cómo era la otra parte signataria, lo cual fue la espoleta que desencadenó la crisis, porque la parte ofendida reclamó su derecho a imponer la sanción prevista por la quiebra del pacto, que era la destrucción de los transgresores. Pero allí se interpuso un hombre entre las dos partes enfrentadas y gracias a su intervención los transgresores fueron exonerados de ser destruidos.

Una segunda ocasión crítica en la que este pueblo estuvo al borde del abismo fue cuando se levantó en motín generalizado, a causa de los informes traídos por los enviados en una misión de inspección. El proyecto que se les había puesto por delante como pueblo era suicida, según la opinión de diez de aquellos enviados. Su informe, en el que solamente se contemplaba un aspecto de la realidad, envenenó a la audiencia, que, soliviantada por las palabras de aquellos demagogos, echó la culpa a los promotores del proyecto de llevarlos al desastre, a los que se dispusieron a apedrear. Fue precisamente el sentenciado a ser lapidado, la misma persona que intervino la vez anterior, el que se interpuso de nuevo entre aquel pueblo y el principal promotor del proyecto, suplicándole que no tuviera en cuenta la afrenta que le había hecho el pueblo, al calificar de malintencionado su buen proyecto.

Pero todavía hubo una tercera ocasión en la que este pueblo estuvo al borde del abismo y fue cuando unos pocos resentidos lograron transmitir su resentimiento a un gran número, esgrimiendo que el principio de autoridad establecido no era legítimo, por lo que debía ser derribado para ser instaurado otro en el que ellos fueran los que mandaran. La cosa podía haber llegado a mayores, de no haber sido porque la autoridad cuestionada y negada, el mismo individuo que en las otras dos ocasiones críticas anteriores actuó en favor del pueblo, se interpuso a favor de ellos, ya que la autoridad última estaba decidida a exterminarlos. También en esta ocasión esa intervención hizo la diferencia y fue decisiva, para bien de los sublevados.

Estos estos tres casos, en los que un pueblo estuvo al borde del abismo pero no cayó en el mismo por la interposición de alguien en su favor, me dan esperanza para pensar que todavía hay margen para que no suceda una catástrofe en España.

Nuestro problema no es sólo que tenemos un conflicto horizontal como nación sino también uno vertical, con Dios, del que el horizontal es una consecuencia. Y es que una nación que resueltamente le da la espalda a Dios no puede esperar un futuro halagüeño y prometedor.

Conociendo que Dios es lento para la ira, aunque teniendo en cuenta también que lento no significa inmóvil, y que él mismo ha instituido ese recurso de la intercesión, es por lo que debemos, en esta hora crítica, presentarnos ante el trono del Rey de reyes y Señor de señores para implorarle que tenga misericordia de nosotros, sabiendo también que no se deleita en la muerte del transgresor sino en que se convierta y viva.

‘Exhorto ante todo a que se hagan rogativas, oraciones, peticiones y acciones de gracias por todos los hombres; por los reyes y por todos los que están en eminencia, para que vivamos quieta y reposadamente en toda piedad y honestidad.’ (1 Timoteo 2:1-2).

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