La libertad del predicador

¿Por qué todos tienen derecho a decir lo que piensan y el predicador no tiene derecho a proclamar lo que dice la Biblia?

03 DE AGOSTO DE 2017 · 07:57

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La libertad de expresión tiene diversos escenarios donde puede manifestarse. Algunos de los tales son clásicos y están en la consideración de todos, como la tribuna de un parlamento, las páginas de un periódico, el micrófono de una radio o las cámaras de una televisión. Otros escenarios son más recientes, como las redes sociales.

Pero hay un escenario donde la libertad de expresión tiene unas peculiaridades especiales y ese lugar es el púlpito. La palabra predicador, que es la traducción de la palabra griega para heraldo, se refería en su origen al personaje que era portador de mensajes oficiales, habiendo sido investido para esa función por la autoridad competente, a fin de poner en conocimiento de todos alguna noticia importante. La paz, las festividades, la guerra, los juegos u otros acontecimientos eran el contenido de sus mensajes. Dicho contenido debía ser entregado tal como había sido recibido, sin añadir ni quitar nada. El heraldo era responsable de ser fiel a lo que se le había encomendado; lo que hicieran sus oyentes con el mensaje era responsabilidad de ellos. Pudiera ser que algunos mensajes fueran agradables a los oídos, pero también pudiera ser que otros no lo fueran. En cualquier caso, el heraldo sabía que debía transmitir lo que se le había dicho que dijera.

Su libertad de expresión estaba limitada a lo impartido por el monarca, magistrado, príncipe o gobernador que le había enviado. Es decir, no tenía la libertad de decir lo que le viniera en gana. Pero si se sujetaba al contenido del mensaje recibido, su libertad para proclamarlo era total y nada ni nadie podía coartarla. En resumen, no tenía libertad en lo que se refiere al contenido del mensaje, pero tenía toda la libertad para proclamarlo fielmente.

Este es el caso del predicador cristiano. Se pone tras el púlpito con un mensaje que no es suyo y sobre el que no tiene derecho de autor para decir lo que quiera, por lo que está totalmente limitado en su libertad de expresión en cuanto al contenido. Pero también se pone tras el púlpito sabiendo que el mensaje que ha recibido ha de proclamarlo con total libertad, con denuedo, porque está respaldado por la máxima autoridad, independientemente de si gusta o no a sus oyentes. Es decir, con el predicador cristiano sucede una paradoja. No tiene ninguna libertad, pero tiene toda la libertad. No tiene ninguna libertad para alterar el contenido del mensaje; pero tiene toda la libertad para transmitirlo. Su carencia de libertad es señal de la autenticidad de lo que proclama. Su plenitud de libertad es señal de su gloriosa investidura.

Pero hay en España quienes pretenden que el predicador cristiano altere su mensaje para que se adapte a las circunstancias actuales y al pensamiento dominante. No sólo lo pretenden sino que toman las medidas necesarias para obligarle a que diga lo que ellos quieren que diga. Y aquí es donde el predicador cristiano debe decidir qué va a hacer con el mensaje recibido. Si es fiel al mismo se pone en contra de los enemigos del mensaje; si no es fiel al mismo se pone en contra de quien le envió. Personalmente tengo claro a quién prefiero tener en contra.

El dilema del predicador cristiano no es nuevo. En la misma disyuntiva estuvieron Elías, Amós, Jeremías o Juan el Bautista, quienes fueron heraldos de Dios para denunciar la iniquidad reinante en su tiempo. Pero como su mensaje, que no era suyo, ponía en evidencia el pecado, el precio que tuvieron que pagar por ser fieles al mismo fue muy elevado, desde la persecución hasta la muerte.

Hoy se da por sentado que el periodista puede escribir lo que quiera, porque eso es libertad de expresión, que el político puede decir lo que quiera, porque eso es libertad de expresión, y que el ciudadano puede hablar lo que quiera, porque eso es libertad de expresión. Y nadie se atreverá a poner en entredicho tales manifestaciones, porque si se hiciera se estaría amenazando el propio sistema de libertades. Pero ¿puede el periodista escribir, el político disertar y el ciudadano hablar y no puede el predicador predicar? ¿No puede decir que es malo lo que es malo, aunque muchos digan que es bueno? ¿No puede decir que es bueno lo que es bueno, aunque muchos digan que es malo? ¿Por qué todos tienen derecho a decir lo que piensan y el predicador no tiene derecho a proclamar lo que dice la Biblia? ¿No puede llamar pecado a lo que la Biblia llama pecado? ¿No puede llamar honroso a lo que la Biblia dice que es honroso? ¿No puede llamar a las cosas por su nombre? ¿Todos pueden hacer uso de su libertad, menos el predicador? ¿Hay libertad para la tribuna, para el micrófono, para la cámara y no la habrá para el púlpito?

El honor del predicador es el más elevado que pueda haber, porque lo que proclama es de parte de Dios. Pero el puesto de predicador es el más comprometido que pueda haber, porque el aborrecimiento hacia Dios se vierte contra él. Pero ese mismo riesgo que corre por ser fiel al que le envió es un honor añadido al de haber sido enviado. El mandato de un viejo predicador, que estaba en la cárcel por predicar, a un joven predicador fue: ‘Que prediques la palabra.’ (2 Timoteo 4:2). Un mandato que es muy pertinente actualmente.

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