El culto a las imágenes y Fátima

Todas las apariciones han sentido la misma maniática preocupación por quedar materializadas en imágenes.

06 DE JULIO DE 2017 · 09:32

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Señor Director de Protestante Digital: Sigo. Quiero decir que continúo escribiendo sobre las supuestas apariciones de la Virgen en la aldea de Fátima hace ahora cien años, en mayo de 1917.

En los cuatro artículos anteriores que usted ha recibido y confío que habrá leído he escrito sobre estos temas relacionados con Fátima: la visita del papa Francisco el 13 de mayo último; los niños, siempre objeto de las supuestas apariciones; los mensajes que transmiten a los niños; la Inmaculada Concepción; el purgatorio; el infierno; el rezo del rosario y la hostia del ángel.

Hoy toco otro tema que está siempre en el centro de las discusiones entre el catolicismo, el judaísmo, el Islam, la Iglesia Ortodoxa y el protestantismo: El culto a las imágenes, disfrazado por la Iglesia católica de veneración para disimular lo que realmente es, adoración.

“Que me construyan una capilla y que vengan aquí en procesión”, dijo la Virgen de Lourdes a Bernardita (1). Y la de Fátima, más exigente, pidió: “Que se hagan dos andas para llevar en procesión a Nuestra Señora del Rosario… Que empleen la mitad de dinero recogido hasta ahora para hacer las andas con sus imágenes… La otra mitad servirá para la construcción de la capilla” (2).

Todas las apariciones han sentido la misma maniática preocupación por quedar materializadas en imágenes. Y también al pueblo ha parecido importar mucho el que queden. Lo más pronto que le ha sido posible se ha formado una aproximada idea de la aparecida y esa idea ha quedado plasmada en una imagen de talla por arte del imaginero. Si no hacía esto, el pueblo no quedaba conforme.

Digamos una vez más, para vergüenza de la Iglesia católica, que la fabricación de imágenes está terminantemente prohibida por la Biblia y su culto se considera como una profanación de la Ley de Dios. El Segundo Mandamiento de esta Ley, que la Iglesia escribe en los catecismos de manera distinta a como aparece en la Biblia, dice textualmente: “No te harás imagen, ni ninguna semejanza de cosa que esté arriba en los cielos, ni abajo en la tierra, ni en las aguas debajo de la tierra. No te inclinarás a ellas, ni las honrarás” (3). A esta explicita prohibición sigue una seria advertencia: “Guardad pues mucho vuestras almas: pues ninguna figura visteis el día que Jehová habló con vosotros de en medio del fuego. Porque no os corrompáis, y hagáis para vosotros escultura, imagen de figura alguna, efigie de varón o hembra”. A tal extremo abomina Dios las imágenes, que pronuncia maldición contra todo aquél que las fabrica: “Maldito el hombre que hiciere escultura o imagen de fundición, abominación a Jehová, obra de mano de artífice” (4). Deuteronomio 4:15-16 y 27:15

Pasajes semejantes a estos abundan en toda la Biblia. Incluso los libros apócrifos, añadidos por el Concilio de Trento al Canon de libros inspirados, condenan el culto a las imágenes. Uno de estos libros, el de Baruc, que el lector puede consultar en cualquier versión católica de la Biblia, ridiculiza hasta la hilaridad el culto a las imágenes.

Fue ya avanzado el siglo sexto de nuestra era cuando los templos cristianos empezaron a poblarse de imágenes. Al principio, los jefes religiosos las rechazaron y los apologistas cristianos escribieron contra lo que consideraban una práctica pagana y un insulto a Dios, alegando para ello razones tomadas de las Sagradas Escrituras. Pero el fervor popular pudo más y la voluntad de los Obispos se fue debilitando y cambiando sus ideas.

El culto a las imágenes fue ganando adeptos, especialmente entre las mujeres, y los encargados de velar por la pureza de la religión permanecían impasibles ante la propagación de la herejía. En la primera mitad del siglo VIII, el año 726, el Emperador León III, que ocupaba el trono de Oriente, asesorado por el Obispo Constantino de Nicolia, promulgó un decreto prohibiendo el culto a las imágenes. Pero los resultados fueron negativos. El año 754 se reunió en Constantinopla el séptimo Concilio de la Iglesia. Empezó sus tareas el 10 de febrero y las terminó el 8 de agosto del mismo año. Asistieron 33 Obispos. En ese Concilio dice Rivas que “se condenó el culto de las sagradas imágenes; se ordenó que estas fueran destruidas, imponiendo graves penas a los que contraviniesen estas disposiciones. Se pronunció anatema contra los que se habían distinguido en defensa del culto proscrito, y singularmente contra San Germán de Constantinopla, San Gregorio de Chipre y San Juan Damasceno” (5).

Pero los partidarios de las imágenes no se resignaron. Desobedecieron las conclusiones y prohibiciones del Concilio y continuaron propagando, con renovados bríos, la legalidad del culto. Por desgracia para el Cristianismo, los partidarios de las imágenes recibieron el apoyo de una mujer extraordinariamente influyente, brutal y sin escrúpulos. Fue esta mujer la Emperatriz Irene, esposa de León IV y madre de Constantino Porfirogénito, ambos Emperadores de Oriente. Irene defendía el culto a las imágenes y deseaba verlo convertido en dogma del Cristianismo. Era una mujer ambiciosa, desleal. Hubo de ser desterrada a Constantinopla por su propio hijo, quien, ya adulto, no soportaba las intromisiones de la madre en los negocios de Estado. Para entender la crueldad de esta mujer, que fue el principal instrumento en manos del Diablo para introducir el culto a las imágenes en el Cristianismo, dejemos el hilo de la Historia al propio fraile dominico, quien dice de ella:

“Al cabo de un año y a petición del senado y de la nobleza, Constantino le levantó el destierro, restituyéndole el título de Emperatriz. Con este paso se encontró la ambiciosa Irene en situación de desquitarse del destierro sufrido; porque la disolución de su hijo y las persecuciones de que hizo objeto a varios monjes, que habían reprobado su conducta por vivir públicamente amancebado después de haber repudiado a su esposa, sublevaron contra él los ánimos e Irene era demasiado astuta para dejar de aprovecharse de un estado de cosas tan favorables a sus instintos. De aquí que habiendo atraído a su partido al ejército, no sólo destronó a su hijo, sino que le hizo sacar los ojos, con lo que le ocasionó la muerte (6).

En las grandes catedrales y en las parroquias de pueblo, en las lujosas tiendas y en los pequeños comercios, las imágenes deslumbran a los visitantes. Son las bonitas muñecas del Catolicismo, siempre hermosas en su apariencia, fantásticas en su glacial silencio; muñecas con las que juega a la religión la imaginación adulta. El hombre y la mujer necesitan ese entretenimiento religioso para seguir soñando con la niñez. A falta de muñecas están esas imágenes…. Dice Fray Justo Pérez de Urbel, quien fue Abad en el Valle de los Caídos, que si San Pablo volviera encontraría en nuestras ciudades tantos vendedores de amuletos como en Éfeso o en Antioquía, tantos ídolos como en Roma (7).

 

NOTAS

1. Canónigo Joseph Belleneis en “Sainte Bernadette”, página 120.

2. El jesuita Luis Gonzaga Da Fonseca en “Las apariciones de Fátima”, páginas 156 y 79.

3. Éxodo 4:20.

4. Deuteronomio 4:15-16 y 27:15.

5. Rivas, “Curso de Historia Eclesiástica”, tomo I, páginas 295 y 296.

6. Rivas, tomo I, página 310.

7. Fray Justo Pérez de Urbel, “San Pablo”, página 15.

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