“Hablemos de... El papado”, de Leonardo De Chirico

El testimonio de las Escrituras no se ajusta con la función, el oficio y el poder que se atribuye al papa romano.

06 DE JULIO DE 2017 · 19:00

Detalle de la portada del libro.,Leonardo, Chirico, papado
Detalle de la portada del libro.

Un fragmento de "Hablemos de...El papado", de Leonardo de Chirico (2017, Peregrino). Puede saber más sobre el libro aquí.
 

3 Cabeza de la Iglesia (Caput Ecclesiae)

El desarrollo histórico del papado hasta el Renacimiento

Es imposible demostrar solamente con la Biblia cualquier idea que se asemeje con justicia a la del papado que defiende el catolicismo romano. La Biblia indica que Pedro tuvo un papel de liderazgo en la iglesia primitiva, pero no presenta a Pedro con un primado jerárquico sobre los apóstoles.

El Nuevo Testamento da fe de la participación de Pedro en la consolidación de la iglesia, pero no contiene la doctrina de la sucesión apostólica según la cual Pedro tendría sucesores como tienen los reyes. La Biblia no vincula la persona y el ministerio de Pedro a la ciudad de Roma como si esta relación tuviera una importancia teológica. El registro bíblico omite totalmente la información sobre lo que le sucedió a Pedro en los últimos días de su vida.

En conjunto, el testimonio de las Escrituras no se ajusta con la función, el oficio y el poder que se atribuye al papa romano. Intentar cuadrar la enseñanza de la Biblia con la realidad del papado es más un intento teológico a posteriori que algo que surja de las Escrituras.

Para entender las fuerzas motrices que contribuyeron al crecimiento en importancia del oficio papal, debemos examinar los desarrollos históricos en los primeros siglos de la Iglesia.

 

Los comienzos del papado

Un factor fundamental que respaldó el establecimiento del papado es la presencia y el martirio de Pedro en Roma. Como hemos visto, la Biblia no habla sobre ese asunto. Las fuentes históricas y la evidencia arqueológica son dudosas al respecto; sin embargo, lo que sí es seguro es que la tradición que afirma que Pedro murió como mártir en Roma y que su cuerpo fue sepultado en un cementerio en el área de la colina del Vaticano ganó aceptación inmediata y generalizada.

Esta historia sobre el final de la vida de Pedro, junto con un informe similar sobre Pablo, pronto ocasionó que Roma fuera considerada como la ciudad donde Pedro y Pablo fueron martirizados y donde la comunidad cristiana fue dirigida por ambos apóstoles. Roma comenzó a rodearse de un «aura» apostólica y un sentido de gran respeto por la identificación con Pedro y Pablo.

El posible lugar de sepultura de Pedro pronto se convirtió en objeto de peregrinajes y reuniones religiosas. Cuando el emperador Constantino (274-337 d. C.) decidió construir iglesias en Roma, la colina del Vaticano fue un lugar obvio donde comenzar.

Cuando se discutió la ubicación y disposición exacta de la iglesia, la idea de tener el altar sobre la que se imaginaba era la tumba de Pedro inclinó la decisión.

En Romanos 16 se hace referencia a varias personas y diferentes nombres, pero nunca se menciona a Pedro. Si este silencio se debe al hecho de que Pedro fuera a Roma después de que se escribiera la carta de Pablo, entonces el argumento de que Pedro «fundó» la iglesia de Roma se derrumba por completo. La iglesia de Roma ya se había fundado antes de Pedro y Pablo.

Las conexiones entre Pedro y Roma, entre Pedro y la iglesia de Roma, y entre Pedro y el lugar donde murió empezaron a reforzarse cada vez más. Surgió toda una tradición en torno a esta asociación entre Pedro y Roma. Otra corriente de pensamiento empujó la conexión aún más. Después de la muerte de Pedro, los líderes de la iglesia de Roma comenzaron a ser respetados y honrados como sus «sucesores», y vestidos con la autoridad «apostólica» de Pedro.

Roma llegó a ser la «sede» que había visto a Pedro y a Pablo como los líderes de la iglesia. Mientras el título de «obispo» se fue consolidando y considerando dentro del marco jerárquico del gobierno de la iglesia, la sede de Roma y los obispos que vinieron después de Pedro fueron vistos cada vez más como una iglesia especial y como unos líderes especiales.

Ignacio de Antioquía (c. 50-117) comenzó a referirse a la iglesia de Roma como la iglesia «que preside en caridad»,1 aunque esta presidencia surge de un compañerismo cristiano, es de naturaleza espiritual y se ejerce en amor.

 

Leonardo de Chirico.

Gran parte de este desarrollo no sucedió en un vacío, sino en el contexto de controversias doctrinales y pastorales. Ireneo (c. 130-202), obispo de Lyon, al confrontar la herejía del gnosticismo, argumentó que la verdadera doctrina apostólica se encontraba en la de los obispos que habían sido instituidos por los apóstoles y sus sucesores.

De acuerdo con Ireneo, este era el caso particularmente en cuanto a Roma. Todas las iglesias debían estar de acuerdo con la iglesia de Roma porque —como Ireneo erróneamente creía— esta iglesia había sido fundada por Pedro y Pablo, y había mantenido la tradición apostólica.2

Por esta razón, elaboró una lista de obispos de Roma para mostrar la continuidad entre los dos apóstoles y sus sucesores y para subrayar la importancia de estar de acuerdo con la iglesia de Roma. Con todo, hasta este momento no hay indicación de una definición propia de la primacía de la sede de Roma y su obispo sobre toda la iglesia.

El argumento de Ireneo, similar al de Cipriano de Cartago (c. 200-258), está motivado principalmente por preocupaciones apologéticas y es un esfuerzo por encontrar criterios institucionales sueltos para establecer una doctrina ortodoxa en medio de los debates teológicos.

 

El Papa como emperador

El papado nunca habría surgido si el imperio no hubiera modelado el ambiente político y cultural de la vida de la iglesia en los primeros siglos. El lento proceso que culminó con la formación del papado se apoyó en la importancia de Roma como la capital del impero y del poder que ejerció en el mundo antiguo.

La ideología de la Roma aeterna (Roma eterna) se coló en la iglesia e influyó la manera en que los cristianos entendieron el papel de la iglesia de Roma, al ver una analogía con el papel de la ciudad en los asuntos del imperio.

Desde el siglo IV en adelante, los obispos de Roma —por ejemplo, Dámaso I (366-84) y Siricio (384-99)— afirmaron ser sucesores del apóstol Pedro y a su juicio esto los hizo mediadores en controversias o árbitros de varios conflictos.

Lo que comenzó como un reconocimiento espiritual y fraternal de la descendencia apostólica de las demás iglesias hacia la de Roma, se convirtió en una imposición autoritativa y legal de la propia iglesia de Roma sobre las demás.

El derecho de apelar a Roma en el contexto del Imperio romano también se convirtió en un patrón eclesiástico en cuanto a los asuntos de iglesia. Lo que comenzó como la búsqueda de asesoramiento o consejo de los obispos en Roma se convirtió en directrices y órdenes.

La denominación de sedes apostolica (sede apostólica), que anteriormente hacía referencia a todas las iglesias fundadas por los apóstoles, comenzó a indicar solamente a la iglesia de Roma, y a traer consigo connotaciones legales vinculantes.

El concepto de que Roma ejerciera «primado» tomó forma y se estableció el derecho del obispo de Roma a gobernar más allá de la iglesia romana. Este, aunque ocupara un oficio igual que los otros obispos, fue considerado como superior por su privilegio de ser cabeza de la sede apostólica más importante.

Es en este punto cuando un texto bíblico como Mateo 16:18 se interpretó con un sentido «papal», como si ofreciera el apoyo de las Escrituras a la creciente importancia del obispo de Roma.

Se pensaba que este último continuaba la misión de Pedro en el contexto de la ley de sucesión romana. Toda la idea de sucesión se debió a los patrones legales del derecho romano, que se introdujeron a la vida de iglesia y a la interpretación bíblica. Inocente I (402-17) reforzó la idea del papado como un oficio legalmente definido que se desprende del obispo de Roma como sucesor de Pedro.

Si Ireneo había hecho hincapié en la importancia de Roma como el lugar donde se continuaba la tradición apostólica —haciendo así referencia a la dimensión espiritual y doctrinal—, Inocente subrayó que su papel estaba fundamentado en una ley divina, lo cual resultó en un oficio autoritativo. Con el tiempo, se completó la asimilación de los distintos modelos judiciales romanos.

 

Portada del libro.

Este es el contexto de lo que sucedió con el «cambio constantiniano».3 Después de que el Edicto de Milán reconociera la religión cristiana como legítima en el Imperio romano (313), Constantino el Grande se convirtió en el primer emperador que apoyó a la iglesia y, por razones políticas, llegó a ser un fuerte defensor de la unidad jerárquica de la iglesia.

A través regalos y exenciones fiscales, la iglesia adquirió grandes intereses seculares en términos de bienes raíces y transacciones financieras. Los intereses «temporales» de la iglesia crecieron en importancia y llegaron a ser muy prominentes en la vida de la iglesia.

La creciente relación entre la iglesia y el imperio causó que las diferencias organizacionales fueran cada vez menos visibles.

Una cultura de do ut des (es decir, intercambio de favores) caracterizó la cooperación entre ambas entidades. Posteriores reivindicaciones seculares de los papas hicieron uso extenso de lo que se ha llamado la Donación de Constantino (donatio Constantini).

Este es un decreto imperial romano falsificado en el cual supuestamente el emperador Constantino transfirió autoridad sobre Roma y el imperio occidental al papa. El documento era falso. Compuesto probablemente en el siglo VIII, se usó —especialmente durante la Edad Media— para apoyar las reivindicaciones de autoridad política del papado.

Se atribuye a Lorenzo Valla (1405-1457), un sacerdote italiano y humanista del Renacimiento, exponer por primera vez la falsedad de dicho decreto a través de argumentos filosóficos en el siglo XV.

Aunque fue muy influyente en los asuntos de la iglesia —incluso fue quien convocó el Concilio de Nicea en el año 325—, el emperador Constantino (272-337) fue bautizado como cristiano cuando se acercaba el día de su muerte en el 337 por el obispo arriano Eusebio de Nicomedia.

La iglesia primitiva en Roma estaba formada por diferentes comunidades que se reunían en casas y formaban redes de iglesias relacionadas orgánicamente. Después de Constantino, la iglesia se hizo más estructurada y jerárquica, siguiendo el patrón del imperio político existente.

Al ir cayendo el Imperio romano en Occidente, lo que quedó en Roma fue la estructura «imperial» de la iglesia con el papa con su cabeza. Entre los siglos IV y V, los papas se adjudicaron el término imperial de pontífice.

 

La consolidación del primado papal

El clímax de este largo proceso, por medio del cual el obispo de Roma llegó a ser un líder de tipo emperador y la iglesia en Roma llegó a ser una organización de tipo imperio, culminó con el papa León I (440-61).

En ese momento, Roma como caput Imperii (cabeza del imperio) llegó a ser intercambiable con Roma caput Ecclesiae (cabeza de la Iglesia). El papado como institución completamente formada se convirtió en una teoría definida.

León I extendió el primado del obispo de Roma no solamente a asuntos doctrinales, sino también al liderazgo de la iglesia en un sentido amplio. Él insistió en usar el título «vicario de Cristo». Así como Pedro fue el vicario de Cristo, también el papa, al suceder a Pedro como obispo de Roma, es el vicario de Cristo.

El marco conceptual para tal silogismo fue tomado de la ley romana y aplicado a las Escrituras para encontrar prueba de respaldo. Dando por hecho que Jesús le había dado a Pedro el poder total (potentia) y le había elevado para que fuera la cabeza (prínceps) de la iglesia, León I estaba convencido de que el obispo de Roma como sucesor de Pedro tenía completo poder para intervenir en todas las iglesias cuando se tratara de asuntos esenciales de doctrina y vida cristiana, incluso por encima o independientemente de los sínodos.

 

1 Ad Romanos I, 1.

2 Por ejemplo, Against Heresies [Contra las herejías], 3:3:2. Se han recopilado otras fuentes patrísticas por R. B. Eno: The Rise of the Papacy [El surgimiento del papado] (Wilmington, DE: Glazier, 1990); y J. M. Tillard: The Bishop of Rome [El obispo de Roma] (London: SPCK, 1983).

3 Ver M. Grant, The Emperor Constantine [El Emperador Constantino] (London: Weidenfeld & Nicolson, 1993).

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