¡Happy birthday Estados Unidos!

EE.UU. nació como nación sustentada en un conjunto de derechos del pueblo y no en la búsqueda del mantenimiento de las prebendas de las castas privilegiadas

05 DE JULIO DE 2017 · 12:00

,4 julio, Estados Unidos

Esta semana, celebramos de nuevo el 4 de julio, el cumpleaños de esa gran nación que es Estados Unidos, y he considerado obligado detenerme en algunos aspectos que contribuyen a arrojar luz sobre el por qué de un desarrollo tan distinto entre lo acontecido en el independiente país norteño y las naciones que emergerían a la independencia en el sur y el centro del continente apenas unas décadas después.

Vaya por delante que, a pesar de lo que algunos se han empeñado en decir, el elemento racial nada pesó en la diferenciación. Los grandes próceres sureños fueron, por regla general, criollos –españoles de segunda o tercera generación– y además, al menos en algunos casos, se trató de personas dotadas de un talento fuera de lo común que, todavía hoy, sobrecoge al ser estudiado. La clave –y he dedicado a ello no poco espacio de mi labor como historiador– reside en la diferencia de cultura, entendida como tal no los curricula académicos sino la cosmovisión que impregnaba a las diferentes sociedades.

Corría el año 1776, y más concretamente el mes de julio, cuando el norte del continente americano se convirtió en el centro de un remolino de acontecimientos que tendrían una extraordinaria relevancia para la Historia del género humano. El día 2, el denominado Segundo congreso continental formado por los patriotas norteamericanos aprobó una resolución de independencia del Reino Unido. Dos días después, se aprobó igualmente la Declaración de independencia de la metrópoli. Redactada por Thomas Jefferson, su contenido estaba directamente inspirado en una declaración puritana anterior conocida como la Declaración de Mecklenburg. Nacía así una nueva nación cuya base era, fundamentalmente, el pensamiento protestante y más concretamente el del sector del protestantismo conocido como reformados, puritanos – era el nombre que le habían dado en Inglaterra por su insistencia en adherirse a la Biblia de la manera más pura – o presbiteriano, por la organización de sus congregaciones locales.

Se trataba de una cosmovisión expresada, entre otros aspectos, en una doctrina de los derechos como directamente derivados de Dios e inalienables en el caso de la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad. Aunque en aquellos momentos lo que realizaban los padres fundadores era novedoso y para muchos absurdo e incluso inmoral, los Estados Unidos de América acababan de convertirse en un faro de libertad para todo el globo.

La influencia de los puritanos en el desarrollo de los Estados Unidos resultó colosal desde antes de la creación de la nación. Puritanos fueron, por ejemplo, los peregrinos del Mayflower que constituyen la auténtica prehistoria de los actuales Estados Unidos. Pero también lo fueron personajes como, entre muchos otros, John Endicott, primer gobernador de Massachusetts; John Winthrop, el segundo gobernador de la citada colonia; Thomas Hooker, fundador de Connecticut; o John Davenport, fundador de New Haven.  Esa influencia de la cosmovisión puritana se extendió incluso a gente de otras denominaciones como el cuáquero William Penn, fundador de Pennsylvania y de la ciudad de Filadelfia, o el bautista Roger Williams, fundador de Rhode Island.

La Reforma –a diferencia de la Contrarreforma– había significado un impulso educativo –y científico– colosal, circunstancia lógica si se tiene en cuenta que para crecer espiritualmente resultaba indispensable saber leer la Biblia. En la parte del mundo donde triunfó la Contrarreforma, se podía ser analfabeto y santo –san Martín de Porres, el popular Fray Escoba sin ir más lejos– los reformados no podían, sencillamente, permitírselo. Mientras en el centro y el sur de América, la tasa de alfabetización no llegaría al diez por ciento –como en España– ni siquiera en vísperas de la Emancipación, los puritanos del Mayflower contaban con casi un ochenta de alfabetizados entre los hombres y cerca de un setenta entre las mujeres.

Las primeras universidades del continente fueron fundadas por los españoles, pero la prohibición inquisitorial de autores esenciales como Newton o Descartes fue nefasta y contrasta con el hecho de que, por ejemplo, la universidad de Harvard fuera fundada por puritanos en 1636 como sucedió también posteriormente con Yale y Princeton. A casi cuatro siglos de distancia esas instituciones docentes siguen estando a la cabeza del mundo mientras que las hispanoamericanas –o españolas– continúan relegadas.

No fue menos relevante el peso demográfico de los puritanos. Cuando estalló la revolución americana a finales del siglo XVIII, el era colosal. De los aproximadamente tres millones de americanos que vivían a la sazón en las colonias inglesas que ahora son Estados Unidos, 900.000 eran puritanos de origen escocés, 600.000 eran puritanos ingleses y otros 500.000 eran protestantes reformados de teología semejante aunque de extracción holandesa, alemana o francesa. En otras palabras, dos terceras partes de los habitantes de lo que sería Estados Unidos eran reformados de orientación estrictamente puritana.

La influencia puritana no concluía, empero, ahí. De hecho, los anglicanos que vivían en las colonias –como el propio George Washington– eran en buena parte de simpatía puritana ya que se regían por los Treinta y nueve artículos, un documento doctrinal con esta orientación teológica.

Por añadidura, el escaso tercio restante de los habitantes de los futuros Estados Unidos en su mayoría se identificaba con grupos de disidentes protestantes como los cuáqueros o los bautistas. Por el contrario, la presencia católica era insignificante –sólo uno de los firmantes de la Declaración de independencia era católico y un tanto peculiar porque, a la vez, era masón– e incluso los metodistas aún no habían hecho acto de presencia con la fuerza que tendrían después en Estados Unidos.

Los británicos captaron desde el principio el tipo de gente con que se enfrentaban que no era otro que los puritanos. Así, en Inglaterra se denominó a la guerra de independencia de Estados Unidos “la rebelión presbiteriana” y el propio rey Jorge III afirmó: “atribuyo toda la culpa de estos extraordinarios acontecimientos a los presbiterianos”. Por lo que se refiere al primer ministro inglés Horace Walpole, resumió los sucesos ante el parlamento afirmando que “la prima América se ha ido con un pretendiente presbiteriano”.

Esa influencia puritana quedó de manifiesto en episodios tan significativos como que, cuando el británico Cornwallis fue obligado a retirarse para, posteriormente, capitular en Yorktown, todos los coroneles del ejército americano salvo uno eran presbíteros de iglesias presbiterianas. Por lo que se refiere a los soldados y oficiales de la totalidad del ejército, algo más de la mitad también pertenecían a esta corriente religiosa derivada de los puritanos.

Permítaseme añadir algunos botones de muestra más a ese factor esencial para comprender la independencia de Estados Unidos y el desarrollo de la nación, tan distinto del centro y del sur del continente. La influencia de los puritanos fue extraordinaria no sólo en la manera en que Thomas Jefferson tomó de la Declaración puritana de Mecklenburg para redactar la Declaración de independencia sino también en la manera en que configuró la Constitución de los Estados Unidos.

También esa influencia puritana impidió conscientemente la existencia de una religión estatal como la que padecían naciones europeas como España, Francia y Portugal y levantó lo que se conoció como “muro de separación entre la iglesia y el estado” garantizando así una libertad religiosa inexistente en la Europa de la Contrarreforma y todavía más amplia que la que existía en la mayoría de las naciones europeas protestantes.

También fue puritana una cultura del trabajo que nunca ha arraigado en el sur de Europa o en la América hispana que considera el trabajo manual como digno y que contrasta con la importada por aquellos españoles que se quejaron a los Reyes católicos porque el almirante Colón los obligaba a trabajar alegando que para trabajar no hacía falta viajar a las Indias sino que se podían haber quedado en España.

Esa influencia puritana consagró igualmente una extraordinaria libertad de expresión y un sistema político de separación de poderes que derivaba directamente del organigrama eclesial de los presbiterianos. De hecho, cristalizó en un sistema de checks and balances o frenos y contrapesos que arrancaba no de un optimismo antropológico como el que aparecería en las revoluciones europeas e hispanoamericanas sino de la enseñanza bíblica que señala que el ser humano tiene una naturaleza caída y, por lo tanto, no puede tolerarse un poder absoluto ya que se convertiría en absolutamente tiránico.

Al respecto, llama enormemente la atención como los Padres fundadores no sólo empapan su correspondencia de referencias bíblicas sino también de qué pasajes llamaban su atención. Uno de los más citados es la referencia –nada optimista– a Jeremías 17: 9 donde se afirma que el corazón humano es engañoso –para si mismo y para los demás– y perverso. En otras palabras, dada la natural tendencia al mal de los seres humanos había que arbitrar mecanismos que impidieran el triunfo de esa maldad dividiéndola y controlándola. Basta ver el resultado de revoluciones como la francesa y la rusa – o como las hispanoamericanas – para comprender que la cosmovisión puritana de los Padres fundadores podía ser antipática, pero no errónea.

De manera comprensible y precisamente por esa influencia puritana, en Estados Unidos quedó garantizada desde el principio la libertad de conciencia y de culto para gente cuya teología o cuya cosmovisión eran muy diferentes de los propios puritanos. Tal sería el caso de los católicos, de los judíos, de los ateos y de la amplia floración de sectas que irían surgiendo a lo largo de la Historia nacional.

Esas bases acabaron permitiendo que Estados Unidos se desarrollara como la primera democracia de la Historia contemporánea y también que la nación fuera ocupando un lugar creciente mientras iban desapareciendo importantes imperios que existían en el momento de su nacimiento.

La evolución histórica de los Estados Unidos de América constituye una aventura prodigiosa y uno de los ejemplos más palmarios de lo que puede suceder en una nación cuyas bases se asientan no en los criterios de una confesión religiosa, de la masonería o del absolutismo –fue lo que sucedió en el sur de Europa o en la América hispana– sino sobre los principios recogidos en la Biblia. Precisamente por ello, a diferencia de la España, la Francia o la Portugal católicas e imperiales, Estados Unidos nació como una nación que se sustentaba en un conjunto de derechos del pueblo –We, the People se proclama orgullosamente– y no en la búsqueda del mantenimiento de las prebendas de las castas privilegiadas.

Ese cuadro de derechos entre los que tenían una especial relevancia la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad defendió enérgicamente la libertad de conciencia y de religión y separó radicalmente la iglesia del estado evitando episodios bochornosos como la inquisición y sus hogueras que existían al sur del mismo continente y en la Vieja Europa o el mantenimiento de una confesión religiosa por la masa de la nación. También trazó una visión sin poderes absolutos como los del papa, el emperador o el rey oponiéndoles una república con separación de poderes y ciudadanos libres e iguales.

De la misma manera, convirtió la libertad en un eje esencial de su vida política. Nada de eso sucedería en el sur de Europa o en el centro y sur de América. De hecho, en esos lugares, el punto de referencia frente al asfixiante despotismo católico fue, por regla general, la masonería. No sólo es que su visión optimista es desmentida por la realidad cotidiana y ha resultado mucho menos práctica que el pesimismo antropológico de los Padres fundadores sino que, por añadidura, jamás alentó un pensamiento democrático sino de una élite. Al respecto, basta leer la constitución de la logia Lautaro a la que pertenecieron buena parte de los emancipadores hispanoamericanos para comprobar que la meta no era la república como en el norte sino la creación de una sociedad poscolonial en la que una élite mantuviera las riendas del poder en las manos engañando, de manera más o menos sutil, a la masa de la población.   Esa búsqueda de la oligarquía como sistema explica no pocos de los males hispanoamericanos o sureuropeos y también la amargura final de personajes tan extraordinarios como San Martín o Bolívar.

A lo largo de su Historia, Estados Unidos ha tenido que enfrentarse a terribles retos como, por ejemplo, cuando en 1861 los nacionalistas sureños pretendieron la secesión temerosos de que la institución de la esclavitud –presente, por ejemplo, en las colonias de naciones como España o Bélgica– fuera abolida. A pesar de la gallardía innegable de los ejércitos sureños, sólo una potencia reconoció como estado a los secesionistas y no fue otra que el estado Vaticano que siempre ha apoyado los intentos de disgregación de las naciones en distintas partes del mundo incluida España que sigue padeciendo esa circunstancia a día de hoy.

Sin embargo, vez tras vez, el sistema norteamericano, concebido a partir de la cosmovisión puritana salió vencedor de las peores pruebas. Y fue así porque sus bases eran colosalmente sólidas y arrancaban de valores contenidos en la misma Biblia, algo que, por desgracia, no ha sucedido jamás en el sur del continente americano ni tampoco en buena parte de la Vieja Europa.

Disto mucho –quizá porque comparto el pesimismo antropológico de los puritanos– de mantener una visión idealizada de la realidad. A decir verdad, soy muy consciente de que no son pocos los riesgos con los que la democracia norteamericana se enfrenta a día de hoy. La existencia de un complejo militar-industrial –al que se refirió el nada sospechoso general Eisenhower en su despedida presidencial– que decide por pura codicia y no con especial sensatez la marcha de la política exterior; el peso cada vez más agobiante del big money en los procesos electorales; la concentración de medios de comunicación al servicio del establishment, el intento de crear monopolios económicos que desafían la ley, pero que no reciben respuesta; la existencia de poderosos lobbies nacionales y extranjeros que marcan una política exterior contraria a los intereses del pueblo norteamericano o el intento de convertir a Estados Unidos en un peón esencial, pero peón, a fin de cuentas, de la agenda globalista son sólo algunos de los terribles escollos que amenazan el buen transcurrir futuro de los Estados Unidos.

Sin embargo, a pesar de todo, con sus humanas limitaciones, con sus partes oscuras, con sus carencias perfectibles, el sistema norteamericano sigue siendo un ejemplo para cualquier sociedad que aspire a vivir no al servicio de las castas privilegiadas sino en libertad. Sigue siendo así aunque tenga ya más de veinticuatro décadas de rodaje y lo seguirá siendo mientras las bases asentadas por los puritanos continúen en pie.

En esa circunstancia ciertamente prodigiosa sólo puede verse el cumplimiento de la esperanza de Lincoln que señaló en Gettysburg que, bajo Dios, el gobierno del pueblo, por el pueblo y para el pueblo no desaparecería de la faz de la tierra. También es obligado contemplar la enésima corroboración de que determinada cosmovisión, perseguida a sangre y fuego por la Contrarreforma, proporciona libertad y prosperidad a las naciones que la abrazan.

Feliz cumpleaños, Estados Unidos, y ¡que Dios bendiga a América!

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