El Dios en quien creo. Mi testimonio teológico

El presente texto es la forma ampliada, y corregida, más cerca del original, de la síntesis leída por su autor en la entrega del Premio Jorge Borrow de Difusión Bíblica, en el Colegio Mayor Fonseca de la Universidad de Salamanca, el sábado 26 de abril del 2014.

04 DE MAYO DE 2014 · 22:00

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	Plutarco Bonilla. / Miguel Norberto S&aacute;nchez</p>
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Plutarco Bonilla. / Miguel Norberto Sánchez

Apreciados hermanos y hermanas en la fe; estimados amigos y amigas, me veo en la necesidad, al iniciar estas palabras, de pedir que me disculpen si al dirigirme a ustedes de manera tan simple, no soy estrictamente fiel a las normas protocolarias que pudieran exigirse en un acto como el presente. Hijo del pueblo, no estoy acostumbrado a actos ceremoniales de esta naturaleza. A ello ha contribuido también el hecho de que por los últimos cincuenta y nueve años he vivido en un encantador país de gente sencilla, acogedora y noble, donde el trato “estirado” queda casi exclusivamente limitado a las esferas gubernamentales y diplomáticas. Añado que les hablo ahora como canario y costarricense. Confío, pues, en la benevolencia de todos los presentes. ******************* Cuando el profesor y amigo Alfredo Pérez Alencart, de exquisita vena poética y de fecunda cuanto profunda pluma, me informó que debía yo hablar en esta ocasión, un cierto temor me sobrecogió. ¿De qué hablar que no fuera un huero, aunque breve, discurso de ocasión, y que, de alguna manera, invitara a la reflexión y la provocara? Como tengo en marcha algunos estudios, se me ocurrió que quizás podría ofrecer un adelanto de alguno de ellos. Por ejemplo, me interesa analizar el lenguaje un tanto popular y en nada ortodoxo de algunos de los profetas de las Escrituras hebreas y de algunos de los escritores del Nuevo Testamento, y contrastarlo con lo que llamo “el puritanismo lingüístico” (o “léxico”) que ha caracterizado y caracteriza, en términos generales, a gran parte del cristianismo que se identifica a sí mismo como evangélico. Pero deseché la idea, tanto por lo inacabado de mi trabajo como porque indudablemente no es este, a mi entender, el canal más apropiado para un texto de esa naturaleza, sobre todo por las reacciones que pudiera suscitar. O, pensé, también, que podría plantear el análisis de algunos textos bíblicos que los protestantes de habla castellana, allende y aquende este otro gran Mare nostrum, hemos usado en nuestras polémicas doctrinales, que persisten, aunque algunas trasnochadas, con la iglesia mayoritaria en el mundo hispanoparlante. Sin embargo, deseché estos y otros similares temas y decidí, más bien, presentar ante ustedes mis reflexiones sobre otro asunto que ha venido preocupándome no solo como miembro de una iglesia evangélica sino también por mis propias responsabilidades como lector de la Biblia, como predicador cristiano (cuando se me ha ofrecido la ocasión) y como atrevido escribidor de temas bíblicos y teológicos, principal y preferentemente. Las ofrezco ahora –estas reflexiones–, sin pretensiones de erudición académica. Lo hago, más bien, como una especie de testimonio teológico personal o, si se quiere, de ex-posición, en tanto que se trata de un cierto “poner fuera”, de mi propia posición respecto de un tema concreto. Es también –considero necesario explicitarlo– mi reacción personal a lo que estoy observando en muchas comunidades y personas que se confiesan a sí mismas como cristianas. Expondré, pues, lo que creo sobre El Dios en quien creo. El dios en quien no creo Pero... como soy medio heraclíteo y creo que en la oposición de los contrarios se revela más claramente la naturaleza de esos contrarios y, en este caso, de lo que deseo exponer, comenzaré por presentar mis convicciones sobre el dios en quien no creo. Puesto que por la brevedad del tiempo que se me ha asignado –y que deseo respetar– no es esta ocasión para reflexionar sobre la naturaleza del lenguaje filosófico (o teológico) referido a Dios, me limitaré a explicitar sucintamente algunos pensamientos. No creo en el dios metafísico de los filósofos. Tampoco en el dios, también metafísico, de muchos teólogos..., incluido el dios de muchos teólogos cristianos (con lo cual, dicho sea de paso, no descalifico, en absoluto, el cristianismo de esos teólogos, pues no me corresponde a mí tal función). Y no creo en ese dios porque me “suena” a un dios que nos presentan como mero postulado teórico, etéreo, puramente conceptual e irreal. No creo en un dios omnipotente o todopoderoso, representado en el Pantocrátor hermosamente pintado en el interior de las cúpulas de muchos templos. Se dice, en efecto, que Dios es todopoderoso, pero... ¿qué quiere decirse con ello? Porque, en su literalidad, si le damos a la palabra todo (o al prefijo omni, en omnipotente) un valor absoluto –e insisto en este dato específico–, Dios no es todopoderoso, si por omnipotente queremos decir “que todo lo puede”, sin limitaciones ni excepciones de ninguna naturaleza. El literalismo muestra aquí su propia fragilidad. Si cada vez que aparece la palabra “todo” en la Biblia (aun como el mencionado prefijo latino), la interpretáramos en su significado absoluto, nos veríamos metidos en un embrollo indesenredable. Y de manera particular cuando se le aplica a Dios. Porque en este totalizante contenido semántico, el Dios en quien yo creo no lo puede todo: ya sea por su propia naturaleza (en la medida en que algo de ella podamos vislumbrar) o por su autolimitación (de forma muy concreta, aunque no única, en el mismo acto creador). Muchas veces escuchamos desde nuestros púlpitos evangélicos –a los evangélicos me refiero por mi propia identidad como tal, aunque esto que digo no es exclusivo de ellos– escuchamos, repito, que los predicadores recurren, al exponer sus ideas, a textos aislados de nuestro libro sagrado, sin tomar en consideración no ya el contexto social, histórico, económico, político, cultural o religioso que haya sido la fecunda matriz en que esos textos se gestaron, pero ni siquiera el simple contexto literario en que dichos textos están insertados. Un caso, escuchado frecuentemente por quien ahora les habla, es la cita que se hace de las hermosas palabras de Pablo, el de Tarso, cuando, en uno de los pasajes de testimonio personal más conmovedores de todos sus escritos, cargado de profunda humanidad y de insondable y entrañable amor fraterno, les dice lo siguiente a los creyentes de Filipos: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (según la traducción de Casiodoro de Reina). A esas palabras –que con suma frecuencia se encontraban, en los tiempos de mi adolescencia y temprana juventud, en cuadros colgados en las paredes de las casas de cristianos evangélicos, y que recientemente también he visto en autobuses en Costa Rica– se les da un valor “totalizador”, sin hacer referencia al hecho de que el Apóstol no está hablando de cualquier poder (que uno tenga la libertad de incluir en la palabra “todo” con que se abre esa oración), sino que habla de lo que ha tenido que sufrir y de las penurias por las que ha tenido que pasar en el fiel cumplimiento de la misión que recibió de su Señor. Pablo no habla ahí de un poder sin calificación alguna. Se refiere, más bien, al poder para soportar el sufrimiento y las necesidades, incluido, en su caso, el haber tenido que pasar hambre. No es lo mismo aguantar el dolor cuando, en el decir de una de las cartas de Pedro, se sufre injustamente y por la causa del reino de Dios, que el poder que se desea tener para obtener (o poseer más) riquezas o algún otro beneficio personal y cuantificable. De aquí que la traducción conocida como La Palabra (patrocinada por la Sociedad Bíblica de España) haya captado a la perfección el sentido del texto. Dice así: “Puedo salir airoso de toda suerte de pruebas, porque Cristo me da las fuerzas”. Otro tanto puede decirse acerca de la inmutabilidad de Dios. No creo, tampoco, en un dios inmutable, del que también suele hablarnos la metafísica –filosófica o teológica–. Inmutables serían, si acaso, los dioses del epicureísmo antiguo, que vivían en una especie de permanente felicidad narcisista y autocomplaciente, desinteresados del todo de los que les ocurría, o pudiera ocurrirles, a los seres humanos. Y precisamente por ello vivían aislados en los intercosmos. Es que, para ser de veras inmutable –sea dios u hombre– hay que no tener corazón. Y Dios lo tiene inmenso. No creo en un dios que actúa como si tuviera una varita mágica en sus manos, para moverla al ritmo de nuestros caprichos. Orar sin cesar, decía el gran Sören Kierkegaard, no es orar constantemente hasta que Dios conteste y nos conceda lo que le pedimos. Significa, al contrario, orar sin descanso hasta que nosotros descubramos qué es lo que Dios espera y demanda de nosotros. No hace mucho tiempo, me sorprendió escuchar de labios de un querido amigo bautista, doctor en medicina por esta ilustrísima Universidad de Salamanca, que él no cree en el poder de la oración, porque cree en el poder del Dios a quien ora. Quizás, en términos generales, ambas expresiones quieran significar lo mismo, pero hay un significativo matiz que las diferencia: en el primer caso, el “mérito”, por llamarlo de alguna manera, parece corresponder a quien ora, en virtud de su insistencia. En el segundo, al Dios a quien se ruega. Considero que el amigo tiene razón. El poder está en Dios, no en nosotros. La oración modelo –que debe ser nuestro modelo de oración– lo deja bien claro: “Hágase tu voluntad”. Toda oración, incluidas aquellas a las que muchos se aferran al echar mano de textos como los que se inician con “todo lo que pidáis”, debe estar subordinada a aquella otra, pues el dios a quien podemos manipular con nuestros propios antojos o extravagancias no es el Dios en quien yo creo. No creo en el dios de la pseudoteología de la prosperidad, del que tanta algarabía se hace hoy desde muchas plataformas. Y no creo porque ese dios es un ídolo. Los ídolos no están hechos solo de yeso, madera, metal o cualquier otro material. Están también hechos de teologías. Estos últimos suelen ser los más peligrosos, porque son más difíciles de destruir. De la idolatría en el seno de muchas iglesias y otras comunidades cristianas habría mucho que hablar. Y no creo en ese dios-ídolo de la prosperidad porque, consecuentemente, tampoco creo, en un dios sobornable, a quien por medio de ritos, largas y bien estructuradas oraciones, ayunos, ofrendas, campañas de muy diversa naturaleza, etc., yo le pueda “sacar” lo que convenga a mis intereses egoístas. Dar dinero, no como expresión de gratitud a quien es el verdadero Dueño de todo, sino para que él lo devuelva centuplicado a quien se lo ha dado, no es un acto de amor sino de flagrante avaricia. Avaricia que también es, en el decir de la carta a los colosenses, idolatría. Lo es porque, en el fondo, no se le da ese dinero a Dios, sino que se lo da uno a sí mismo, para recibirlo acrecentado con los intereses que haya ganado en un supuesto banco celestial. He mencionado solo a los que dan con esas “condiciones”, por no hablar de los que, usando trucos disfrazados de espiritualidad, exigen que otros den, pues..., ¡haberlos, haylos! No creo en un dios justiciero, siempre ojo avizor para ver si alguna de sus criaturas humanas cae en algún desliz o comete algún pecado, grande o pequeño, para dejar caer sobre ella todo el peso de su irresistible ira. Ese dios es, pareciera, el dios de quien suele predicarse cuando se usa la imagen de las llamas del infierno para llamar a las gentes al arrepentimiento. Los predicadores que así argumentan parecen olvidarse de que el arrepentimiento producto del miedo o del terror no suele ser verdadero arrepentimiento. Pasado el miedo... se produce la des-conversión. Más podría decir de otros dioses en los que tampoco creo. No obstante, paso de inmediato a dar mi testimonio personal acerca del Dios en quien sí creo. Del Dios en quien creo aun en medio de mis luchas, de mis dudas, de mis angustias y de mis pleitos con él. ************************* Comienzo confesando que he tenido el privilegio –o atrevimiento– de escribir casi una docena de textos como sendos homenajes que he rendido a amigos y a mis progenitores. Aquí presente está el pastor José Antonio Morales, padre de uno de esos queridos amigos que, joven aún, nos precedió en la ruta a la eternidad. En casi todos esos homenajes (no todos póstumos), he seguido la técnica de utilizar “la anécdota como retrato”, porque me ha parecido que es en la trama, siempre complicada, de las relaciones personales y de las reacciones frente a situaciones concretas, donde se revela –o des-vela– la naturaleza misma de las personas. Más que “definir”, se trata de “describir”, ya que la persona humana es también un misterio, y misteriosas son las relaciones humanas. Creo seguir así cierto principio que de alguna manera está presente en los relatos evangélicos, en los que el reino (o reinado) de Dios nunca se define. Pero sí se describe. El lenguaje que podemos usar para hablar de Dios no es ningún especial lenguaje divino. Aunque ahora parezca extraño y hasta risible, hubo una época cuando algunos evangélicos norteamericanos creyeron que el griego del Nuevo Testamento era un griego especial, distinto del clásico que conocían, “inventado” por el Espíritu Santo para “encapsular” la revelación. No. Para hablar o escribir acerca de Dios solo podemos echar mano del lenguaje humano. Y por ello, precisamente, cuando lo usamos tenemos que darle un significado analógico, metafórico, traslaticio, con lo que en el fondo estamos diciendo que lo que decimos, aplicado a Dios, es solo algo “parecido a”, pero que eso que decimos no “es” literalmente así, según nuestras propias experiencias. Sin embargo, y a pesar de ello, algo más puede decirse al respecto, e intentaré señalarlo más adelante en esta exposición. Plenamente consciente de ese hecho, estoy así mismo consciente de que el Dios en quien creo es siempre superior a todo lo que yo pudiera decir, pensar e incluso imaginar, acerca de él. Afirmo, aunque esto pueda parecer simplista, perogrullesco y hasta dogmático, que creo en el Dios que se nos revela en la Biblia, en tanto que esta es palabra segunda. No en un trozo de la Biblia, sino en la Biblia como mensaje global, en su desarrollo histórico y teológico, con todas las limitaciones que tiene, o pudiera tener, por haber sido escrita en muy diversas coordenadas espaciotemporales, en idiomas bastante dispares y en matrices culturales, sociales, políticas y religiosas muy diversas y distintas. Pero ¿quién es –o, si se prefiere, ya que por definición Dios es indefinible, cómo es– ese Dios? Trataré de expresarme en breves, y por ello, incompletas, formulaciones, aunque en algún caso me explayaré bastante más, por razones que, estoy seguro, serán fácilmente descifrables. Creo en el Dios que, en la magnificencia de su poder, en el acto creador (por los medios que él haya querido utilizar) se ha limitado a sí mismo, cediendo parte de su poder a su creación y, en particular, al ser humano. Es que en el mismo momento en que Dios crea el universo, pone algo frente a sí –así “solo” haya sido el ahora llamado “bosón de Higgs–, por lo que está estableciendo fronteras..., a menos que concluyamos en un panteísmo (y entonces el límite sería todo-lo-que-hay, o sea, sí mismo). Creo en el Dios que se ha revelado en la historia. Y en la historia ha realizado la liberación del pueblo al que escogió como portador privilegiado de su revelación para ser bendición para todas las naciones. Y en la historia hizo efectiva la redención de los seres humanos. Harvey Cox, el afamado teólogo de la Universidad de Boston, en un libro publicado en castellano, hace muchos años, por la Editorial Marova, y titulado El cristiano como rebelde, hizo la siguiente afirmación (que ahora cito de memoria y no literalmente): si se le preguntara a un cristiano de nuestros tiempos acerca de Dios, lo más seguro es que nos respondería que Dios es el único ser omnipotente, omnisciente y omnipresente [y añadimos nosotros, si a quien preguntáramos fuera una persona culta, diría también: Dios es el ser mayor que el cual nada puede pensarse]. Pero –continúa Cox– si le hubiéramos preguntado a un judío creyente, habría dicho que Dios es el Dios de Abrahán, de Isaac y de Jacob [y añadiríamos, además, nosotros: también el Dios y Padre de Jesús, el Dios de Justino el Filósofo y de Agustín de Hipona, de Anselmo de Cantórbery y de Tomás de Aquino, de Lutero y de Calvino, de Kierkegaard y de Karl Barth, de una enorme nube de testigos y también de Plutarco Bonilla]. En fin, es el Dios que se revela y actúa en la historia de los seres humanos: en la microhistoria y en la macrohistoria. Actúa y se revela de múltiples maneras. Por eso mismo, Jesús interpeló y reprendió en cierta ocasión a sus interlocutores porque no supieron leer las señales de los tiempos, y no seguían el ejemplo de sus antepasados los profetas, que fueron acutísimos analistas políticos. Es que ese Dios de la Biblia no es, necesariamente, como he reiterado, el Dios de las esencias metafísicas y etéreas. Esto, aunque quizás con palabras diferentes, ya lo han dicho muchos otros, incluido aquel extraordinario personaje que dio lustre y prez a esta Universidad de Salamanca. Creo en el Dios con quien puedo enojarme y hasta pelear, sin que por eso él me rechace ni tenga después que expiar yo mi culpa. Algunas hermanas y hermanos nuestros se asustan y escandalizan cuando uno se atreve a hablar de discutir, o “peor” aún, de pelear o enojarse con Dios, o de cuestionare algún texto de las Escrituras, que es palabra de él. Cuando escucho esas reacciones, pienso que esos queridos hermanos y hermanas, conmilitones en la causa del reino, no han leído bien la Biblia. Piensan que Dios es un ser que, por su grandeza y sobre todo por su santidad, está tan alejado de nosotros que es inaccesible e intocable. Es el Dios del que nos enseñaron en nuestra infancia: sentado en un trono altísimo (¿acaso “alto y sublime” como el de la visión del profeta Isaías?) y de luenga barba blanca (¿acaso porque es el “Anciano de días”?). Pero no es ese precisamente el dios en quien yo creo. Permítaseme, antes de referirme a algunos relatos bíblicos, hacer mención de dos experiencias personales que pudieran parecer como contradictorias, pero que me sirven para ilustrar lo que deseo explicar en los minutos que siguen. De la primera fui solo espectador, como oyente y como vidente (en la primera acepción que a esta palabra le da el Diccionario de la Real Academia Española), pero no como actor. Priscila, mi única hija –de mi primer matrimonio; los demás hijos han sido varones– estaba internada en la Clínica Bíblica, en San José de Costa Rica. Ella, postrada en cama; y yo, sentado en otra cama, más baja, donde pasé algunas noches haciéndole compañía. Con mi ordenador en los regazos, continuaba mis trabajos. En eso, entran en la habitación mi hijo menor –Daniel– y quien entonces era su esposa. Los saludé, y seguí con mi trabajo. Los visitantes quedaron de pie, al lado de la cama, conversando con Priscila. En algún momento, algo de aquella conversación atrajo mi atención, y alcancé a escuchar a Daniel que le decía a su hermana, ante una queja de esta: “¿Estás enojada con Dios porque siendo tú pequeñita él te quitó a tu mamá? Pues díselo. Dile que estás enojada con él”. Esta escena se avivó en mi memoria recientemente mientras leía el libro Biblia, diálogo vigente. La fe en tiempos modernos, que recoge las conversaciones que sostuvieron, en una serie de programas por televisión, el entonces cardenal Bergoglio (hoy el obispo de Roma, conocido como papa Francisco), el rabino Abraham Skorka y el líder evangélico, que había sido director de la Sociedad Bíblica Argentina, Marcelo Figueroa. Este último fue el compilador de esos textos. En determinado momento, el cardenal Bergoglio dijo lo siguiente: Esto mismo, a veces, uno lo escucha en las confidencias de los fieles, que nos dicen: “Yo no puedo rezar, estoy enojado con Dios”. Y uno les pregunta: “¿Le cuenta a Dios de ese enojo que siente, le tira la bronca a Dios?”. Porque esa también es una manera de orar cuando no se puede hacerlo de otra manera. En una relación de padre e hijo, el enojo es una forma de comunicación y en ese momento uno, con su enojo, también está orando. Algunas veces la gente me responde: “Bueno, pero lo estoy tratando mal a Dios”. Y yo le digo: “Y bueno, según usted, él lo está tratando mal a usted, así que en ese momento habla con él en su mismo lenguaje”. Y añade: Cuento estos ejemplos para sacar de las personas el fantasma de que enojarse con Dios, tirarle la bronca o ponerse mal con él es pecado. ¡No! Es la reacción humana, filial y natural de una persona. Pecado sería si anidás ese enojo... De la segunda anécdota fui protagonista. Estaba en San Salvador, capital de la República de El Salvador, dirigiendo una clase ante un grupo considerable de pastoras y pastores, la mayoría de tradición pentecostal. En el diálogo que siempre he tratado de suscitar en mi labor docente, en un momento determinado me expliqué así: “Cuando estoy discutiendo con alguna persona sobre temas bíblicos, en el mismísimo momento cuando mi interlocutor o interlocutora afirma: ‘el Espíritu (o el Señor) me dijo’, yo interrumpo la conversación, aunque eso sea considerado como de mala educación, y añado: ‘Perdone, pero con el Espíritu yo no discuto. Con usted lo hago con mucho gusto, con la Biblia en la mano”. (Aclaro ahora que, en casos como este, uso la palabra “discutir” en su primera acepción según los diccionarios: “Dicho de dos o más personas: Examinar atenta y particularmente una materia” [del DRAE]; o, mejor aún: “Tratar entre varias personas, exponiendo y defendiendo cada una su punto de vista, los distintos aspectos de un asunto” [del Diccionario de uso del español, de María Moliner]. Hago la aclaración porque en los ámbitos en los que más me he movido, “discutir” suena hoy como a “pelear verbal y algo acaloradamente”). Estas dos anécdotas, referidas particularmente a lo que afirmó mi hijo en una y a lo que dije yo en la otra, parecieran contradecirse. En efecto, en el primer caso, presentar una queja ante Dios y decirle que uno está enojado con él es, de hecho, reclamarle, discutir con él, decirle que no actuó bien. Pero en el segundo caso, por otra parte, afirmé que yo no discutía con Dios. Esta última fue, en realidad, una expresión puramente retórica, no verdadera en su literalidad, que mis oyentes de entonces entendieron muy bien. Con ella afirmaba que cuando en una discusión uno de los interlocutores recurre a una afirmación de esa naturaleza, está renunciando a toda argumentación, pues lo único que está haciendo es descalificar al otro: Dios se lo dijo a él... y punto final. El otro tiene que callarse. El teléfono privado con la divinidad pertenece solo a uno..., a quien afirma poseerlo. Pero la realidad es que también yo, de cuando en cuando, discuto con Dios, sobre todo cuando leo la Biblia. Pero, y aquí está la clave, estos pleitos son como deberían ser, cuando los hubiere, los pleitos en el seno de un matrimonio: sin la presencia de terceros. El hecho es que en la Biblia leo de hombres tan malos como yo (o, quizás mejor: yo tan malo como ellos) que discutían con Dios y Dios no se lo reprochaba sino que, más bien, aceptaba entrar en diálogo. Tenemos los cristianos la tendencia (¿o será tentación?) de idealizar a ciertos personajes de la Biblia, sobre todo a aquellos que sobresalen por alguna razón; o a demonizarlos, cuando la razón es una sinrazón. En ocasiones, tal idealización se basa en un solo texto de la Escritura, o en solo unos pocos versículos, y no toma en consideración lo que también nos cuenta el propio testimonio bíblico. Veamos: Primer caso: David Casi ha bastado que uno de esos versículos diga que David era “varón conforme al corazón de Dios” (según la traducción de Reina) para que de David se hagan eulogías sin límites, y los panegiristas se olviden del resto de los relatos que se incluyen en las Escrituras. En estos se nos dice: que David fue mercenario (guerrillero, diríamos hoy) que vendió la fuerza de su brazo y el filo de su espada a los enemigos de Israel (aunque hubiera puesto condiciones); que fue mentiroso, pues pretendió hacer aparecer como hijo de Urías a quien era su propio hijo; que de hecho llegó a ser asesino, pues fue él quien tramó la muerte de Urías el heteo, convirtiéndose así en el autor intelectual de aquel crimen, que también quiso disfrazar de “pérdida en acción de guerra”; que fue un “quejitas” (así decimos en Costa Rica), como se revela en muchos de sus salmos, en los que le reclama a Dios con la cargada expresión “¡hasta cuándo!”. Nuestro olvido, o ingenuidad, llega a tal punto, que en muchas iglesias evangélicas se canta un “corito” que dice: “Yo bailo, yo bailo como David”, sin que los cantores se percaten del hecho de que por bailar David como bailaba, su esposa lo acusó de bailar, en efecto, casi corito, pues esta palabra significa en nuestro idioma, según los diccionarios, “desnudo, en pelotas” o “en cueros”. Y sin embargo, de ese hombre tenemos, entre sus legados, extraordinarias obras que son manifestación diáfana del más elevado estro poético, y de una casi abisal espiritualidad, como testifican muchos de los salmos que llevan su nombre. Segundo caso: Jacob ¿Y quién fue Jacob? Tramposo, engañador de su padre, usurpador y ladrón de su hermano. Y sin embargo, en su biografía hay una escena sorprendente, extraña e incomprensible para nuestra mente racionalista, escena que tenemos que intentar penetrar en su significado más profundo: un hombre que había luchado con él y le había descoyuntado el muslo, le dijo: “Ya no te llamarás Jacob, sino Israel, porque has luchado con Dios y con los hombres y has vencido”. ¿Luchar con Dios? ¿Vencer, en esa lucha con Dios? ¿Es eso posible? Tercer caso: Abrahán ¿Y qué decir de Abrahán, “el padre de la fe”? De espíritu arrojado hasta el límite, en eso que Sören Kierkegaard llamó “el salto ético”, al estar dispuesto a sacrificar a su propio hijo, el hijo de la promesa, en dramática manifestación de obediencia radical y absoluta..., también se llena de miedo y, cobarde, induce a su esposa a decir mentira, pues... tampoco hemos de olvidar que, con más frecuencia que menos, decir media verdad es decir una mentira completa. Y sin embargo, se atrevió, como buen negociante semita, a entrar en un regateo con Dios, para salvar a otras personas. Cuarto caso: Jonás ¿Y qué decir de ese otro personaje de quien no se sabe si tras él hay alguien que pertenece a la realidad histórica o representa, más bien, como me parece, a un personaje de ficción teológico-parabólica, a quien llamamos Jonás? Testarudo, miedoso, humillado y humilde. Fue valiente y tuvo el coraje de meterse en la boca del lobo y llamar al arrepentimiento a toda una ciudad hasta entonces enemiga de su propio pueblo. Y sin embargo, en su afán por no quedar mal, como profeta falso en medio de ese pueblo enemicísimo de Israel, se deprime, se enoja y se queja contra Dios, pues este no cumplió la palabra de destrucción que había anunciado. Y ese Dios, que es el Dios de la Biblia, el Dios en quien yo creo, le presta atención al mensajero cabecidura, no lo rechaza sino que con-desciende, es decir: desciende a su altura, para razonar con el profeta rebelde. Quinto caso: Moisés El gran legislador de Israel, profeta prototipo de “el profeta” por antonomasia que sería Jesús, no se queda atrás en esta rápida mirada que hemos echado a algunos personajes de las Escrituras hebreas. También él quiso rechazar la misión que Dios le encargaba. También él discutió con Dios. Y se nos dice que Dios se enojó con él y en una ocasión lo mandó callar con duras palabras, cuando Moisés le insistía para que lo dejara entrar a la tierra de la promesa. Y en cierta ocasión, ese Moisés se atrevió a dirigirse a Dios con estas palabras: “Vuélvete del ardor de tu ira, y arrepiéntete de ese mal contra tu pueblo”, e insta al mismísimo Dios a que recupere la memoria: “Acuérdate de Abrahán, de Isaac y de Jacob, a los cuales has jurado por ti mismo...”. Creo en el Dios que ama. Aunque no nos quepa en nuestro cerebro –si cupiera, yo, como el mencionado filósofo danés, dejaría de creer en él–, el Dios de quien nos da testimonio la Biblia es el Dios que ama. Es esta otra razón para no creer en un dios inmutable, porque amar es cambiar. Mi Dios es el Dios que se con-mueve y con-moverse es de alguna manera moverse-junto-con, pues él inclina su rostro para poner más cerca su oído de aquellos que claman en su sufrimiento y gritan de desesperación. Creo en el Dios que reclama justicia con amor, para aquellos a quienes no se les hace justicia. Él es el Dios a quien le interesa mucho más que se llenen los estómagos vacíos y llenos de telarañas de millones de seres humanos que las disquisiciones a veces bizantinas del uso o mal uso de los órganos de reproducción; es el Dios que busca que los seres humanos lo amen y se amen entre ellos, porque él ama, tal como lo dijo el presbítero Juan: “Nosotros amamos, porque él nos amó primero”; es el Dios que, reiteradamente, gusta de presentarse a sí mismo, en nuestro texto sagrado, como el Dios del extranjero, del pobre, del huérfano, de la viuda, de la mujer, de los niños, de los seres humanos de color distinto del nuestro, de los marginados y abandonados por la sociedad, sea cual sea la causa. Es el Dios de quien necesita sentir la calidez de una mano amiga o de un abrazo de aliento; de una lágrima de solidaridad o de una sonora carcajada. El Dios en quien yo creo no quita necesariamente el sufrimiento ni el dolor, sino que lo sobrelleva con nosotros y así lo sentimos menos pesado y menos doloroso, porque el sufrimiento compartido es sufrimiento disminuido. Lo que en mi opinión salva a esa película que se hizo famosa, La pasión de(l) Cristo, que nos presenta lo que yo llamé, al verla en Estados Unidos, un “Mel Gibson type of Christ”, es la escena final: la lágrima que cae del cielo: El Dios que llora cuando muere el hijo en quien tenía complacencia. Ese Dios sigue llorando cuando muere cualquiera de sus hijos. Cuando preparaba el texto que ahora leo, conversaba por medio del correo electrónico con una amiga, profesora de literatura en la Universidad de Tucumán, Argentina, y le decía que dudaba de cómo titular mi presentación. Ante unas sugerencias mías, me respondió: “Me gusta la idea del título ‘El Dios con quien peleo’, pues muchas veces es esa mi relación con él. De discusión, de confrontación genuina, de cuestionamiento y... ¡de infinito amor!”. Creo en el Dios que, en el ejercicio de su poder y a impulsos de su amor se hizo uno de nosotros en Jesús de Nazaret. No se trató de la farsa representada por la aparente humanización (y, en ocasiones, animalización) de algunos de los dioses del Olimpo griego, como si hubiera sido una puesta en escena. Porque en Jesús de Nazaret, Dios mismo anduvo entre nosotros, sus pies se llenaron de tierra de los caminos polvorientos y peligrosos de aquella Palestina que fue su tierra, y el sudor surcó su rostro, porque no había posibilidad de descanso cuando se trataba de hacer el bien y de llamar a la gente de su pueblo a incorporarse a la tarea del reino por medio del arrepentimiento y de la entrega a esa misión y al Señor de esa misión. En él habitó la plenitud de la divinidad como bien se afirma en una de las cartas deuteropaulinas. Por eso no puedo creer en la inmutabilidad de ese Dios. El Dios de la Biblia no es el dios inmutable, el motor inmóvil o la causa incausada, de Aristóteles y sus epígonos. Es que el Dios de que habla la Biblia, que es el Dios en quien creo, es el Dios que no solo llama a la conversión sino que también él mismo está dispuesto a convertirse. Sí, a convertirse. Lo afirma él mismo. Si convertirse es, como se proclama desde casi todos nuestros púlpitos cristianos, “volverse a” (en nuestro caso, a Dios), Dios les dice a los seres humanos –a través de lo que en el Antiguo Testamento le reclama a su pueblo–: “Volveos a mí, y yo me volveré a vosotros”; tenemos que convertirnos a Dios y él se convertirá a nosotros. Dios “volverá su rostro” a nosotros. Sí creo, y definitivamente, en la inmutabilidad de su fidelidad al ser humano, que lleva la impronta de su imagen, fidelidad que se hace carne de nuestra carne en aquél que es el Sí y el Amén a favor de los seres humanos. Alberto Rembao, el evangélico mexicano que fue teólogo y filósofo de la cultura, y ha sido muy poco estudiado, en una exquisita página dedicada a este tema (y publicada por Cecilio Arrastía, el editor del último número de la revista La Nueva Democracia, con el título “El Cristo de Rembao”), afirma casi de entrada, algo que puede sonarnos chocante por lo contundente, pero que se va revelando como afirmación verdadera conforme continuamos la lectura de todo el texto. En efecto, sostuvo Rembao: “Yo no digo que Cristo es como Dios; sino que Dios es como Cristo...”. Para mí, verdad indiscutible. Si me preguntan por Dios, tengo que señalar a Jesús el Cristo. De ahí se desprende la enormidad del significado del discipulado y del testimonio de quienes nos atrevernos a llamarnos con el nombre del Cristo. Francisco E. Estrello, poeta mexicano, lo cantó hermosamente en un poema pletórico de humana espiritualidad cristiana. Helo aquí: Manos de Cristo Manos de Cristo, manos divinas de carpintero. Yo no imagino aquellas manos forjando lanzas, forjando espadas, ni diseñando nuevo modelo de bombardero. Aquellas manos, manos de Cristo fueron las manos de un carpintero. Manos de Cristo encallecidas, labrando cunas, haciendo arados, labrando vidas. Yo no imagino aquellas manos entretenidas entre cañones, entre explosivos y entre granadas. Aquellas manos encallecidas se encallecieron labrando vida. Manos de Cristo, manos divinas de carpintero. Yo no imagino aquellas manos brutalizando tareas humanas, sino forjando labor creadora. Aquellas manos, manos de obrero, edificaron hora tras hora. Entre las manos febricitantes que hacen cruceros y bombarderos ¡no están las suyas! Las suyas llevan marcas de clavos, manos heroicas, de sacrificio. Aquellas manos, manos sangrantes, fuertes, nervudas, manos de acero, son manos recias de carpintero que quietamente labran la vida. Este poema me sirve de puente para engarzar con una última y breve palabra. He mencionado la cuasi inutilidad del lenguaje humano, por sus limitaciones connaturales, para hablar de Dios. Lo que he dicho hasta ahora, y la manera como lo he dicho, quizás sean clara prueba de ello. Quisiera añadir, no obstante, y muy brevemente, unas reflexiones que tienen que ver con un aspecto específico de este asunto, y que tiene que ver, así mismo, con el Encuentro que ha precedido a este acto. Hay una forma del lenguaje humano que rompe, o puede romper, todos nuestros esquemas mentales y es capaz de transmitir lo que, en otras formas de ese mismo lenguaje, resulta imposible de comunicar. Me refiero al lenguaje poético. Ha sido una lástima que, por muchísimos años, las ediciones impresas de la Biblia en nuestro idioma hayan ocultado –no a propósito, por cierto y, con algunas excepciones– que buena parte del texto de las Escrituras hebreas está escrito en poesía, de acuerdo con los cánones poéticos propios de esa lengua. Además de la literatura bíblica conocida como “de sabiduría” y de los salmos que, por su propia naturaleza es toda ella texto poético, encontramos poemas a todo lo largo y ancho de la literatura profética de ese texto sagrado. Esto nos hace recordar que en la antigua Grecia, tanto el predecesor como el personaje principal del pensamiento eleático –Jenófanes de Colofón y Parménides de Elea, respectivamente– expusieron su pensamiento en sendos poemas. Y algunos poemas de alto vuelo se hallan insertos en varios de los libros que componen el Nuevo Testamento. La literatura poética –trátese del poema “formal”, con su estructura característica, o de la prosa poética– goza de una libertad que no se encuentra de igual manera en otras formas literarias. El poeta se mueve a sus anchas y puede romper no solo las estructuras lingüísticas del idioma (“escribir es condenar la gramática a la hoguera de la lírica”, ha dicho Onetti), sino también las estructuras conceptuales para trasladar a la experiencia existencial del lector lo que de otra manera sería imposible de comunicar (¿equivaldría esto, en sentido amplio, a la otra afirmación del mismo autor, de que “literatura es mentir bien la verdad”?). O sea, que se dice bien la verdad pero lingüísticamente mintiendo. No se trata de reducirlo todo al puro aspecto estético. En el mundo evangélico, y en términos muy generales, la sola mención de la palabra “mito” provoca reacciones negativas que, a veces, se traduce en lenguaje violento contra quien se haya atrevido a usarla. Tales respuestas al estímulo del vocablo “mito” se debe, en la mayor parte de los casos, al desconocimiento del verdadero significado y de la función del mito. No es este, ciertamente, un nuevo cuento de entretenimiento, producto de la imaginación más o menos fecunda de una determinada persona o de una colectividad humana. Trátase, más bien, de un intento de explicar lo que al mitógrafo (persona individual o comunidad) le resulta de imposible explicación por otros medios. Tras el mito hay siempre una realidad, una situación o un hecho concretos, un “algo” que requiere explicación. Tales, por ejemplo, los mitos etiológicos de los pueblos antiguos, como los hermosamente narrados en los primeros capítulos de Génesis. Los mitos, en particular los mitos clásicos, son expresión, por cierto, de alta y profunda literatura poética. Y como tantas otras manifestaciones poéticas, son inagotable fuente de interpretación. Ahí radica su misterio y su belleza. Como no soy poeta, me atrevo a hacer estas afirmaciones a partir de mi experiencia como lector. Y como tal, percibo, además, que en ocasiones, aun “sin romper la gramática”, el lector u oyente experimenta una cierta percepción de lo que el poeta expresa, que se perdería si lo mismo se dijera en prosa llana. En lo que solía llamarse (y aún llaman en ciertos países) “Talleres de ciencias bíblicas”, patrocinados por las sociedades bíblicas, he hecho la sencillísima experiencia de expresar, como si lo estuviera describiendo en mi propia habla, el contenido conceptual del “No me mueve, mi Dios”. Luego, he recitado el poema. El rostro de las personas mostraba a las claras las diferencias de ambas lecturas (y eso que no soy buen recitador...). Algo nuevo, y hasta sorprendente, comunicaba el poema. Máximo Cayón lo ha dicho de otra manera, en palabras que, para sus lectores, transcribe nuestro Pérez Alencart: “Indudablemente, la poesía es un camino que propicia el encuentro con Dios. Y por si alguien pudiese pensar que exagero un ápice, recuerde que, a modo de respuesta personal, del verso más sincero hizo báculo y abrigo un poeta hoy tristemente olvidado: Amado Nervo, muerto a la edad de 49 años”. Me pregunto, para finalizar: ¿es la exégesis de los textos poéticos la misma que la de los textos no poéticos? En mi opinión, no; definitivamente, no. Creo que no lo es por lo dicho acerca de la libertad del poeta en los ámbitos mencionados. Si el literalismo suele ser pernicioso, en ese caso lo es aún más. Creo que en la exégesis bíblica, especialmente la novotestamentaria, se ha gastado mucha tinta tratando de explicar, como si se tratara de literatura descriptiva, no poética, lo que es poesía en su más pura esencia. He dejado para el final lo que, quizás, debería haber expresado al principio: mi profundo agradecimiento a la Asociación Cultural Jorge Borrow por este premio que me han concedido. Si soy merecedor de ello, otros lo dirán. Mis gracias, y mil gracias, a quienes hicieron posible que este acto se celebre en esta ciudad de historia universal y en este Colegio de una Universidad cuyo solo nombre suscita admiración casi ilimitada. Mi gratitud, imposible de expresar en palabras apropiadas..., precisamente porque no soy poeta, al poeta y profesor, al hermano y amigo, al coterráneo de la América autóctona y salvaje, él por nacimiento y yo por adopción., Alfredo Pérez Alencart, con quien he cruzado frecuente y jugosa correspondencia. A todos los presentes, igual expresión de gratitud de mi parte. Buenas tardes. Addendum: El Cristo de Rembao “...tengo a Cristo. Yo no conozco a Dios; pero estoy dispuesto a apostar mi destino y la salvación de mi alma a que ha de ser como Jesús de Nazaret, mismo en el que se vació el Cristo eterno según el decir de la Escritura, decir que yo encuentro muy digno de creer. Yo no digo que Cristo es como Dios; sino que Dios es como Cristo... De lo conocido a lo desconocido... “...mi Cristo. Cristo de llagadas cicatrices por el bálsamo de la resurrección. Cristo cicatrizado de mi altarcillo íntimo, Cristo de quien sí tengo la presunción de saber un poquillo... Y no se me interprete mal. Sé de mi Cristo, Cristo mío exclusivo y particular. No es el Cristo de la literatura, ni el invencible, ni el de la iconografía. No es el Cristo beduino, ni el Cristo Parsifal. No es el Cristo de las agonías, ni el otro Cristo hispano de Mackay, ni siquiera el Cristo de la religión convencional... Es mi Cristo; mi Señor y mi Dueño, y mi Dios... Por eso cuando he de menester de Dios, me voy donde mi Cristo, Cristo diferente. Cristo que es el mismo que el de los demás cristianos, pero que en fuerza de vivir conmigo ha adquirido la forma de mi ser: yo soy su vaso continente, yo lo formo o lo deformo, según... Pero es el mismo en cuanto es el que se batió con la muerte en el Gethsemaní y en el Calvario. El que invadió, solito y entero, el reino formidable de la sombra infinita. El que regresó de su aventura vencedor. Cristo batallador y valiente: Cristo veterano que retornó de la guerra de los tres días con el cuerpo plagado de cicatrices de gloria. Cristo que supo romper los barrotes negruzcos de la jaula tétrica: Cristo que se absorbe –Esponja Milagrosa– el espacio y que se traga el tiempo y que asimila la eternidad... “...¿Señor? ¿Dios o Cristo? Mejor Cristo, porque con Dios puédese equivocar, porque Dios puede ser asunto de filosofía; pero Cristo no: Cristo es asunto exclusivo de religión... Cristo mío, veterano de la guerra de los tres días...

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