Antes, durante, después del abuso

Tiene que desarrollarse un largo proceso hasta que las víctimas puedan superar los efectos causados por todo el daño infligido. 

13 DE MAYO DE 2017 · 19:30

Lidia Martín, psicóloga.,lidia martin
Lidia Martín, psicóloga.

En estos días leemos en medios de comunicación, como Protestante Digital, que han sido rescatadas 82 de las más de 200 jóvenes que fueron capturadas por el Grupo terrorista Boko Haram en Nigeria, hace algo más de tres años. Una gran noticia para ellas y sus familias, así como para todos los que quedamos impactados al conocer  esta dramática situación. También sabemos que tiene que desarrollarse un largo proceso hasta que ellas puedan superar los efectos causados por todo el daño infligido. 

Cuando se atenta contra la dignidad del ser humano, creado a imagen y semejanza de Dios, ello nos interpela, a tal punto que se agudizan la memoria y las ideas. Fue así que, movida por todos estos factores, recordé un artículo de Lidia Martín Torralba, en el que justamente aborda problemáticas como ésta, y que fue publicado en la revista 'Sembradoras' del año 2014, centrada en la esclavitud. Pues es en ese eterno recomenzar de la cosas que nos damos cuenta que todo lo de ayer está vigente hoy, y confirmamos, una vez más, que en los planes de Dios todo tiene su tiempo, y que muchas veces no es el nuestro.

 

He aquí el artículo:

"Antes... Durante... Después del abuso

Lidia Martín Torralba*

Vivimos en un mundo donde preside el abuso. Da igual hacia dónde miremos, cada cual, a poco que se le deje, empieza a invadir fácilmente el espacio del que está colocado al lado, o bien es invadido. Esto sucede en la cola del supermercado, a la hora de coger sitio en el autobús, o haciendo cada cual su trabajo en el puesto donde estamos colocados; sucede en nuestras casas cuando cada cual no asume sus roles, en pareja cuando solo uno de los dos tira del “carro”, entre padres e hijos cuando los segundos perciben que pueden aprovechar fisuras en el posicionamiento educativo de los padres... y así en cada una de las situaciones a las que podemos enfrentarnos de forma cotidiana. Víctimas y verdugos los hay en todas partes y el abuso o nuestra inclinación por él, mejor dicho, parece venir bien grabado a fuego en nuestra genética.

Probablemente, no hay situación en la que no sea relativamente fácil que estas cosas pasen. En el día a día son muchas y no son sólo incómodas, como algunas de las que hemos comentado,  sino que tantas son inapelablemente abusivas y a menudo participamos de ellas, incluso, sin darles verdadera importancia. “Al fin y al cabo -nos decimos-  a todo el mundo le pasa”. Es más, para sorpresa de quienes creen que esto no les toca de cerca, incluso podemos estar tanto en el papel del abusado como del abusador, por incómodo y chocante que pueda resultarnos vernos en tal posición frente a otros y que esto se produzca sin que pestañeemos apenas. Dicho de otra manera, esto no es un problema de los demás, sino que es un problema nuestro.

Sin embargo, el deseo de superioridad y poder de los unos sobre los otros no se queda sólo, obviamente en lo cotidiano, ni tampoco siquiera en los titulares que observamos a diario en las noticias. Con todo y la gravedad de tantos sucesos acerca de los cuales escuchamos a diario, muchos de estos abusos se dan en la intimidad, en el anonimato y, desgraciadamente, nunca se les pone nombre… ni rostro. Pero esto no los convierte en menos importantes, menos graves o menos escandalosos. Sólo nos duelen algo menos en la conciencia porque no los conocemos, pero a poco que nos acercamos, aunque sea tangencialmente a cualquiera de los detalles que les dan forma, empezamos a sentir en nosotros, siempre de manera muy lejana por alta que sea nuestra empatía, cómo el horror es verdaderamente lo único que puede definirlo a la perfección. 

Violaciones, explotación sexual, esclavitud por género, por edad o por condición social, niños enviados a la guerra cuando la única batalla que deberían pelear es la de poder jugar más y mejor, son sólo algunos ejemplos, todos ellos con un denominador común: una huella indeleble en la memoria y un futuro difícil que enfrentar, en el mejor de los casos, ya que para algunos ese futuro simplemente llega a su final demasiado pronto.

Los efectos de todas estas situaciones son del mayor de los calados. El impacto de sucesos traumáticos sobre la vida es siempre muy potente, incluso para los individuos más fuertes, que se recuperan en muchas ocasiones, aunque no sin dolor. Porque el hecho de que una persona pueda ser considerada resiliente no tiene que ver con una incapacidad para sentir el daño producido, sino para decidir en firme que ningún acontecimiento externo tendrá poder suficiente para gobernar su presente o su futuro. La superficie de nuestro planeta está llena de personas anónimas que siguen enfrentando su situación día a día, creciendo en medio de ella y a pesar de ella, porque las circunstancias no definen quiénes son, sino que encuentran su identidad en otros lugares, en otros horizontes.

Probablemente la huella en la memoria sea una de las consecuencias más claras a las que tiene que enfrentarse la persona sometida a una situación de impacto. Pero el golpe es muchísimo más fuerte y mucho más difícil de suavizar cuando el suceso viene provocado por la mano del hombre. Una catástrofe natural, un accidente, un imprevisto que sucede sin más vienen acompañados de su propia dosis de dificultad, nada pequeña, por cierto, para ser abordados. Pero si hay algo difícil de encajar, es a todas luces que alguien desee hacerte daño intencionadamente. Siempre recordaré a una madre tras los atentados del 11-M diciéndome “Mi hijo no ha muerto. A mi hijo me lo han matado”. Porque, efectivamente, el resultado objetivo es similar, pero no es lo mismo ni mucho menos.

Ante la frecuente pregunta de si estas cosas se superan alguna vez, la respuesta es un contundente “Sí”. La capacidad del hombre para resurgir de sus cenizas es increíble, francamente. Pero es importante seguir insistiendo en que no es un proceso fácil. Los pensamientos, recuerdos (enquistados muchos de ellos, que vienen a la mente tanto de día como de noche en forma de vivencia repetida una y otra vez), miedos, desencuentros y desengaños, limitaciones para la vida cotidiana y problemas asociados no dejan, en muchas ocasiones, espacio para el olvido. Pero sí para la recuperación, porque el olvido no es condición sine qua non para avanzar. A veces el olvido puede ser, incluso, signo de negación y, tantas  veces, hasta de patología.

Parece casi de “Perogrullo” decir que, mientras la persona esté sometida a la situación de tortura, esclavitud, privación de libertad o cualquiera de las posibles y múltiples formas de abuso que pueden darse, no será posible la recuperación. En ese tiempo puede practicarse la resiliencia levantando la cabeza cada mañana y esperando el día en que todo eso termine, puede uno poner todo lo posible para no dejarse morir, para preservar el poco o mucho sentido de dignidad que aún quede presente, pueden hacerse esfuerzos por resistir, en el sentido más amplio de la palabra, pero no se puede producir superación en el sentido estricto de la palabra cuando la situación hace jaque mate a la dignidad a cada minuto.  La persona se hace más fuerte, eso sí, pero para empezar a sanar hace falta ponerle remedio a la enfermedad en primer lugar. Urge, pues, salir a la primera oportunidad de esa situación (cuando esto es posible, que en casos como los que nos ocupan difícilmente lo es), para poder empezar a pensar verdaderamente en una recuperación real. El cúmulo de ofensas y dolor repetido solamente complica la situación, supone que por cada centímetro de escalada un alud les lleva tres metros más abajo, y no resulta compatible con que la persona pueda verdaderamente emprender el camino de vuelta a la normalidad con una premisa fundamental: pasar página y cerrar capítulo, aunque sea poco a poco.

Sin embargo, algunas personas llegan a ver la luz  en sentido literal. Y es en ellos en los que la atención postraumática y todo lo ejercitado en medio del sufrimiento se conjugarán para dar lugar al proceso de recuperación. Superar el trauma significa poder decir “Pasó, pero no pudo conmigo y sigo adelante”. Una y otra vez siguen apareciendo en nuestro camino testimonios increíbles de personas que, en algún momento, a pesar de circunstancias infames y fuera de todo orden, decidieron que las circunstancias nunca serían mayores que sus deseos de vivir con mayúsculas. Y escogieron tomar las riendas de sus vidas, fortaleciéndose en su intento por afrontar la situación adversa y no dejarse morir. Ese es siempre el primer paso: decidir encarar la situación para que esa circunstancia no lo aplaste a uno. Así sucede durante el tiempo de sometimiento a la esclavitud de la circunstancia traumática y así sucede al pasar ésta y dejar paso a un nuevo hoy, un nuevo mañana.

Tomar esa decisión, la de enfrentarse a la nueva realidad a pesar de la anterior es ya, probablemente, el 50% por ciento del camino a recorrer. El otro 50% tiene que ver con mantener la propia palabra y seguir haciéndolo a pesar de los obstáculos que aparecerán, probablemente, en el camino. Sin embargo, a pesar de éstos últimos, el mayor riesgo posible es siempre el de no hacer nada por salir adelante, el de resignarse a tener un futuro oscuro sólo por el hecho (inapelable, por otra parte) de haber tenido un pasado oscuro también. Sin embargo, dado el horror de lo vivido, la realidad nos dice que el futuro difícilmente puede ser peor de lo que ya se sufrió y, por tanto, cuando el nivel de padecimiento es tan alto, las posibilidades de mejoría también lo son, por lentas y difusas que puedan parecer.

El miedo es probablemente el compañero más fiel en el trayecto de vuelta a la normalidad desde el impacto traumático. No es valiente el que no lo siente, sino el que no se deja avasallar por él, de forma que el resiliente decide seguir adelante a pesar de lo sucedido y del miedo a que pueda volver a suceder. Es importante, en cualquier caso, que la persona haga uso de aquellos recursos a su alcance que le pueden permitir amortiguar en alguna medida el impacto del miedo. Pedir ayuda, hablar con otros, dejarse acompañar en el dolor, reducir los posibles riesgos a que determinados sucesos se repitan son sólo algunas de las estrategias fundamentales tras un impacto traumático, pero todas ellas son necesarias.

En primer lugar son especialmente útiles porque implican, necesariamente, aceptar que lo que sucedió fue real y que como algo real ha de abordarse. La negación del suceso nunca es una buena opción, ni ayuda en ningún sentido a la superación. Y de la misma manera que un alpinista se prepararía  a conciencia con un buen equipo de escalada y de seguridad para poder emprender un ascenso, la persona que viene de lo profundo de situaciones como las que se comentan en estas líneas tiene por delante una cima llamada normalidad, a la que no se puede llegar con las manos desnudas ni a base de improvisación. No es recomendable despreciar ninguna de las herramientas que se pueden tener a la vista. Más bien al contrario, todas ellas pueden ser necesarias, y dar un “No” como primera respuesta a cualquiera de ellas puede complicar la recuperación.

Todo esto va a redundar en una serie de elementos que le dan forma al gran “paraguas” que supone la resiliencia: ésta significa la capacidad para crecer en la dificultad y a pesar de ella, pero no es una idea unitaria, sino más bien un conjunto de características que, puestas al servicio de la recuperación, finalmente se materializan en ésta misma. Lo dicho hasta aquí proporciona afrontamiento activo, valentía, equilibrio, una visión realista de lo que se tiene delante y de uno mismo, entorno social que favorezca el afrontamiento, pero hacen falta otras cualidades que, si bien pueden no tenerse “de serie”, pueden practicarse y ejercitarse y que son, principalmente, la flexibilidad, la creatividad, la inteligencia emocional y la espiritualidad.

Una de las consignas más claras que caracteriza a todo problema psicológico es la rigidez, las dificultades para la adaptación. Es fundamental, por tanto, para la superación que la persona sea capaz de flexibilizar su pensamiento para buscar soluciones y enfrentar la nueva situación que se presenta por delante. En un sentido muy práctico, no hay nada escrito sobre cómo deben ser las cosas tras el impacto, y la recuperación debe vivirse con libertad de tiempos y formas. En muchas ocasiones, la normalidad a la que puede aspirar alguien que ha sufrido este tipo de abusos no será la normalidad al uso, exactamente igual a la de alguien que no ha vivido esos impactos, pero será normalidad en comparación con lo que antes fue su día a día y la mejora será sustancial, aunque no sin coste de tiempo y esfuerzos.

La creatividad trae a la recuperación postraumática un horizonte de posibilidades por las que merece la pena pelear. Nuevas situaciones requieren nuevas soluciones, y la víctima de abusos ha de estar abierta a todo aquello que pueda levantarla de donde está y colocarla en un lugar de mayor claridad y desarrollo personal. Es importante que haya un “Sí” por delante en la mentalidad frente a la vida ((nuevas amistades, nuevos entornos, nuevas relaciones, nuevas formas de ver el mundo, oportunidades y posibilidades donde parece no haberlas…) y un “¿Por qué no?” ante propuestas de mejora que, en primera instancia puedan no convencer del todo, pero que pueden traer beneficios claros al día a día.

La inteligencia emocional será parada obligada si quiere llegarse a destino, esto es, a una recuperación real y efectiva. Saber identificar las propias emociones, ponerles nombre y medios adecuados para su canalización oportuna, manejar también el ámbito interpersonal y mantener buenas relaciones sociales con la red de apoyo serán un seguro de recuperación que contribuirá de forma muy clara desde el primer momento para evitar uno de los riesgos más claros en estos casos: que las emociones gobiernen a la persona y a las decisiones que toma.

Por último,  pero no menos importante, se hace vital considerar el papel de la espiritualidad, no sólo en la recuperación posterior, sino en todo el proceso previo a la liberación o salida de la situación de abuso. El mayor drama ante el sufrimiento es no poder darle significado. En este caso, la violencia de otros sobre uno es difícil de encajar si no se parte de la realidad de un mundo caído y de la necesidad de Salvación en el mayor y más amplio de los sentidos. Es en este contexto en el que se producen, a menudo, los mayores milagros de resiliencia, no sólo pudiendo ver a la persona avanzando en su propia recuperación, sino siendo, en ocasiones, capaces hasta de perdonar a sus captores, abusadores, reclutadores y verdugos, en definitiva.

Difícil tarea la salida y superación de situaciones como estas… aunque no imposible ni exenta de luces, incluso, aun partiendo de la más absoluta oscuridad".

 

*Lidia Martín Torralba es Licenciada en Psicología y Máster en Psicología Clínica y de la Salud por la Universidad Complutense de Madrid. Desarrolla desde hace años su profesión en la atención psicológica desde la clínica privada (www.cplpsicologos.com), combinando estas labores con otras facetas como la de docente y escritora. Algunos de sus títulos son 'Primeros Auxilios Psicológicos' y 'La Personalidad Resiliente' (con la Editorial Síntesis), '10 Realidades Bíblicas sobre las Crisis', 'Educar Adolescentes sin Morir en el Intento' y 'Al Rescate de Padres de Adolescentes' (Publicaciones Andamio). 

Colabora habitualmente elaborando materiales educativos con entidades como la Fundación de Ayuda contra la Drogadicción (FAD) y otras varias, así como en labores de tipo preventivo, impartiendo cursos para familias y diversos grupos a través de la Asociación PREVVIA (www.prevvia.com), que preside desde 2009 y de la que es fundadora. Colabora en P+D, escribiendo artículos en un Blog del Magacín llamado 'El espejo'.

 

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